lunes, 8 de abril de 2019

El tipo de ninguna parte

Aquel era un equipo de los que tienen solera, con más arrugas y calvas que pieles tersas y melenas al viento, con más videos de las gracias de los nietos que visitas protocolarias a la maternidad. Era un equipo de movimientos lentos y manos en los riñones cuando hay que enderezarse al final de las consultas, un equipo que dejaba que los días erosionasen sus vidas hasta dejarlas suaves y brillantes como si estuvieran recién pulidas. Hacía mucho tiempo que dejaron de escucharse las risas nerviosas de los residentes que le daban una manita de juventud a la cocina en el café de la mañana. El ímpetu de los tutores se había diluido en el marasmo de la burocracia y la inapetencia, y un buen día se detuvo la transfusión de vida que llegaba cada año en forma de sonrisas tímidas al inicio y energía incontrolable poco después, y los vaqueros ceñidos, las Martens y las camisetas bajo las batas dejaron de verse por los pasillos del centro de salud, y su recuerdo diluyéndose y amarilleando como las fotos de las comidas de convivencia que quedaron colgadas en las paredes del salón de las guardias.


En resumen, al equipo empezaba a salirle el moho de los sesenta y cinco y los viajes del INSERSO en el horizonte, le crujían las articulaciones y se le iban encorvando las dorsales.

Y en ese navegar en el mar de los Sargazos, en esa calma chicha a la que habían sido atraídos hasta los más briosos como si todos fueran argonautas engatusados por las sirenas y Ulises estuviera de baja indefinida, llegó una mañana el nuevo médico, con una gabardina y un maletín de cuero de los que cuesta encontrar hasta en las tiendas más carcas de las ciudades de provincias. Había agotado hasta el último minuto su incorporación, lo que no había sorprendido a nadie. A ciertas alturas, los días en tu casa descansando entre partidos son más valiosos que ser titular en todos los encuentros de la liga. Hacía apenas un año de la jubilación de una de las viejas glorias del equipo, una de aquellas médicas que parecía haber parido el INSALUD y haberle querido como a un hijo díscolo que de vez en cuando se olvidaba de que tenía madre.


Durante unos meses había ocupado su plaza una doctora que había cambiado el Caribe por las cunetas de la Medicina en la madre patria, y que empezaba a sacar los pies del barro, aunque aun le quedaban los bajos de la bata manchados de lodo y bastante desesperanza. Aquel destino había sido la primera vez que había podido arrancar unas cuantas hojas al calendario en la misma consulta, aunque siempre lo había hecho con la añoranza de su trópico y de sus playas. En cualquier caso, la advertencia que le hicieron al darle la sustitución no había tenido suficiente dosis de cruda realidad como para impedir que creciera dentro de ella la esperanza de que nadie reclamara aquel sillón. Así que cuando se confirmó el día que se cumpliría la sentencia, los nubarrones negros volvieron a ocupar su microatmósfera y volvió a soñar de nuevo con el primer avión de vuelta a casa.


El nuevo médico despachó los saludos iniciales con la naturalidad de quien los ha sufrido en muchas ocasiones, con cierta dosis de frialdad y un toque de primera valoración a bote pronto en cada apretón de manos y en cada beso en las mejillas. Quien más y quien menos se había encargado de su propia investigación previa al aterrizaje; la solera de aquel equipo garantizaba una red de contactos propia de un Centro Nacional de Inteligencia, y, para qué negarlo, a quien no le gusta soltar alguna que otra perlita con segundas y terceras intenciones, porque, quien quiera informaciones aburridas que lo busque en LinkedIn: las máquinas de café son de largo mucho más entretenidas como fuente de información que la pantalla de un ordenador.


Así que compartiendo retazos de informaciones se construyó una tela que si hubiera podido meterse en una carpeta marrón con una pegatina roja en la portada de top secret, hubiera firmado la mismísima CIA. El tipo se encuadraba más en el modelo tan actual del renting que en el clásico médico de cabecera. Los destinos se acumulaban en su palmarés como los penales en los de un delincuente habitual: traslado tras traslado, comisiones de servicio, excedencias, liberaciones sindicales y hasta algún cargo público de enjundia municipal, todo un récord de trashumancia sanitaria que era muy difícil de digerir para los rígidos cerebros de unos compañeros que recordaban entre risas y algunos olvidos su llegada al pueblo, cuando aun peinaban flequillos y cambiaban pañales.


Pero como ocurre cuando la vida transcurre tan despacio y su respiración parece tan vieja, aunque de vez en cuando se remueva algo el polvo, enseguida vuelve a depositarse sobre la rutina, como si nunca nada hubiera ocurrido. Los saludos se perdieron detrás de las puertas de cada consulta, y los días fueron espaciando los encuentros hasta hacerlos casi casuales. El runrún de los pacientes escupía de vez en cuando algún reproche hacia el nuevo, que se solucionaba con un cambio de médico que era aceptado con inevitabilidad circadiana, porque ya nadie quería remover el polvo, ni había ganas de duelos al sol a ver quien desenfundaba antes. Aquel tipo salía al acabar la mañana con su cartera de cuero trasnochada despidiéndose educadamente de quienes encontraba a su paso, con la frialdad de quien ya ha puesto el ojo en el siguiente objetivo y no piensa dejar ni el más mínimo rastro de que alguna vez anduvo por allí, ni aunque peinase su consulta el mismísimo jefe del CSI Las Vegas.















lunes, 18 de marzo de 2019

La tormenta perfecta

Un simple vistazo a la agenda de aquel lunes le había bastado al viejo tutor para soltar la frase con aire de exabrupto, dejando sorprendido al joven residente, aun en fase de acostumbramiento a las salidas estentóreas del maestro por las peteneras más insospechadas. ¿La tormenta perfecta? El médico sonríe, consciente del batiburrillo que poco a poco va provocando en el aprendiz con sus salidas de pata de banco.

- Todos los médicos de cabecera del mundo tenemos una serie de pacientes de categoría especial, tres estrellas Michelin ganadas a pulso, labradas en horas y horas de dedicación, paciencia, alegría y desesperanza, con momentos de euforia y momentos de mandarlo todo al carajo. Son relaciones tan intensas como agotadoras, tan satisfactorias como desesperantes, tan tiernas como ásperas, tan plenas como absolutamente vacías. No son muchos, o al menos no deberían serlo, quizás una docena, puede que quince, no muchos más. Pues bien, la presencia (por otro lado bastante habitual) de uno de ellos en la agenda, te asegura una consulta entretenida. Si las casualidades temporales unen a dos de ellos en el mismo día, el desgaste está servido, serán casi inevitables retrasos, murmullos en la sala de espera, y puede que un cansancio plomizo al cerrar la puerta tras ellos. Pero ay del día en que aparecen tres en la misma lista. Ese día, querido padawan, ya puedes ser George Clooney que no te librarás de sucumbir a la tormenta perfecta.

Sin más explicaciones, el médico señala tres nombres en la pantalla del ordenador y escenifica un ahogamiento por inmersión busterkeatoniano mientras se pone de pie para abrir la puerta de la consulta, da los buenos días y suelta un chascarrillo desengrasaste, como ya le ha visto hacer cada día el residente, con la naturalidad de quien maneja los tempos como un maestro de la escena.

El tiempo ha ido pasando por ambos como una apisonadora. En un papel garabateado junto al teclado hay dos nombres agrupados por un círculo con la palabra domicilio junto a ellos. El teléfono ha sido un auténtico infierno, martilleando como una ametralladora sobre la trinchera y la hora y media de retraso con la que entra el último paciente de la lista es la demostración palpable de que la tormenta perfecta ha cumplido las expectativas profetizadas por el tutor, eso y los hombros caídos con los que le acompaña hasta la puerta al terminar, que traslucen un cansancio inmenso de ahogado sin remedio.


Hay tres personas esperando que le miran con expresiones culpables. El médico les dice que apenas quedan quince minutos para cumplir el horario y tiene a dos ancianos esperando en sus casas su visita. Aunque sus expresiones rebosan culpabilidad, ninguno de los tres hace ademán de mover un dedo. El médico despacha a los dos primeros por la vía rápida. Son consultas breves, más producto del miedo que de la realidad, y contra ese miedo, la seguridad con que les trata resulta balsámica. El tercer paciente se mueve con dificultad, arrastrando el lado derecho de su cuerpo, como siempre desde que le conoció hace mas de doce años, pero entorpecido por una buena sarta de kilos que han venido sin invitación y para quedarse. Entra disculpándose con su voz tan torpona como su cuerpo, trastabillante, atropellándose unas palabras a otras.


El médico está intranquilo, mirando el reloj. Inicia un interrogatorio rápido allí mismo, de pie, mientras cierra la puerta. Y empieza a impacientarse con las respuestas titubeantes, las frases contradictorias. Le acompaña hasta la camilla; tumbarse es complicado y el paciente queda descolocado, medio ladeado. Parece cada vez más aturdido por el tableteo de preguntas, como si fuera incapaz de colocarse en la camilla y contestar al mismo tiempo. El residente intenta ayudarle mientras el médico consigue ir aclarando la historia, y con las respuestas inconexas construye un relato que el pobre paciente va aseverando un poco atemorizado de no dar con la respuesta correcta, mientras el residente palpa su hipocondrio derecho, registra sus ruidos hidroaéreos y descarta un peritonismo que hubiera resultado la mar de inoportuno.


Finalmente recupera la deficiente verticalidad y también las retahíla de excusas, descargando en su callada acompañante las culpas por las molestias tardías. El médico detiene el discurso, perfectamente consciente de que se ha comportado como el policía villano de una mala serie, y se intenta disculpar por las prisas y por la brusquedad del interrogatorio. El reloj ha pasado tanto de la hora que ha dejado de incordiarle, y después de explicarle despacio sus conclusiones y proponerle un plan para los próximos días, le acompaña a la calle a su ritmo, irregular y cojeante, mientras el residente recoge sus cosas y va apagando el ordenador, El hombre se marcha calle abajo mientras el médico espera al joven junto a su coche, con la sensación amarga de haberse ahogado en la tormenta perfecta, de haberse caído al mar con un bloque de granito en los pies que lleva grabado la ley de cuidados inversos de principio a fin, y haber sido un cobarde incapaz de dar las últimas brazadas desesperadas para permanecer a flote tan solo unos minutos más.


Arranca el coche para visitar a esas dos personas que aun le esperan, callado, pensando en cómo va a explicárselo al joven residente.



















martes, 5 de marzo de 2019

Guardias y demás

Hay que llevar años en esto de irse a la cama con un cansancio de corredor de maratón, sintiendo el sollozo de la sangre deslizándose por los tobillos hinchados, suplicando por el decúbito como si fuera la última voluntad del condenado a muerte. Hay que llevar años comprobando que la puerta de la calle quede bien cerrada, que el teléfono funcione, pasando revista a los bajos de la cama para descubrir algún. huésped no deseado. Hay que llevar años acostándose vestido y encabronándote por ser incapaz de cerrar los ojos y dejarte llevar, taquicardizándote a medida que se acerca el ruido del motor, e intentando recobrar el ritmo sinusal cuando sientes que se aleja carretera adelante. Hay que llevar años sabiéndote el último mono de la cadena, con los civiles en algún lugar en cuarenta kilómetros a la redonda, perdidos en la humedad oscura de cualquier sembrado, dispuestos a echar una mano intimidatoria, con la retórica de sus uniformes verdes y sus cartucheras, a los que ves como a los ángeles de los cuadros de Murillo, aunque hayas sido el amigo más ácrata de Bakunin.

Hay que llevar años en esto de la soledad de las guardias rurales para desear cumplir cincuenta y cinco y que algún alma caritativa crea que esas taquicardias nocturnas pueden convertirse en locas fibrilaciones irreversibles, y decida que igual ya está bien de tragarse esas noches insoportables. El médico de esta historia lleva años en esto, sintiéndo como se le agria el carácter cuando se acercan esas noches, noches con la misma soledad y el mismo miedo que el primer día.

 El timbre a las dos y media suena en la nebulosa de la primera cabezada, como suele ser su costumbre. Cuesta encontrar los zuecos, se pone a prueba el equilibrio y la orientación, que parecen trabajar más por inercia que por consciencia. Cuando el médico alcanza el portón de cristal, las luces de una ambulancia empiezan a moverse y se largan con viento fresco calle arriba. Hay una silueta junto a la cancela, esperando la apertura automática. No es habitual que la ambulancia actúe como una furgoneta de reparto con prisas, los búhos nocturnos suelen intercambiar palabras de consuelo y buenos deseos. Resultan extrañas tantas prisas.

El individuo viene bien abrigado, vestido de un oscuro que no puede ocultar la suciedad acumulada. Lleva una gorra de lana que intenta sujetar unas rastas rubias con escaso éxito. Da las buenas noches educadamente y en la misma puerta inicia un despliegue verborreico que tiene la virtud de aturdir al médico y de hacerle saltar hasta la última alarma en el cerebro embotado y adormecido. El discurso contiene conspiraciones, denuncias, cuadro de síntomas con diagnósticos diferenciales, recriminaciones a la sociedad y al statu quo, quejas por abandono y un remate final sobre estancias en prisión y huidas al norte para perderse en el horizonte del mar, antes de ser envuelto de nuevo en una bruma conspiranoica, todo rematado por la petición final de ser trasladado a la capital en una ambulancia que le permita encontrar allí un hostal donde pasar la noche.

A esas alturas, las alarmas del médico vienen a ser algo parecido a las de Chernobil dos minutos antes de joderse el reactor. Intenta la salida del profesionalismo distante y supremacista, y muy en su papel, le pide que se descubra de cintura para arriba, iniciando todo el ritual auscultatorio, la búsqueda de pulsos radiales y yugulares y el constanteo de saturaciones, tensiones sistólicas y diastólicas y frecuencias cardiacas, intentando utilizar el bálsamo de la normalidad que transmiten los datos para serenar al sujeto y a sí mismo. El individuo insiste en un dolor torácico molesto, así que el médico aprovecha la aparición de la enfermera, alertada por el ruido de las conversaciones y el cacharreo, y le pide un electro. Después se entrega con fruición a la redacción de un informe tecnicista que va verbalizando al mismo tiempo, anticipando una resolución que al individuo no le satisface lo más mínimo.

- Pero yo quiero que me mande al  hospital a que me hagan más pruebas
- Lo siento pero lo veo innecesario. No son necesarias más pruebas que las que le he realizado.
- ¿Qué debo hacer entonces para que me mande al hospital, salir ahí fuera y abrirme la cabeza, ahorcarme? Al menos si me manda al hospital, cuando me den de alta estaré en la capital, y allí hay hostales donde pasar la noche.
- Entonces lo que me pide es transporte a la ciudad.
- Allí es donde pensaba que me iban a llevar cuando llamé al 112.

La conversación se va haciendo densa, tensa. Suena el timbre. Es raro que ese sonido a aquellas horas provoque alivio, pero alguna vez tenía que ser la primera. Un dolor de muelas nocturno es la oportunidad para rebajar la tensión. El médico le pide con toda la amabilidad del mundo que le permita atender al nuevo paciente, pero antes le ofrece llamar a la Guardia Civil por si ellos pudieran ayudarlo. El sujeto acepta y el médico pega un resoplido interior que está seguro de que ha debido ser perfectamente audible. El doliente nocturno no supone un gran reto, y reconfortado con su calmante, deja al médico colgado del auricular al habla con el cuartel de los civiles. El nombre y los apellidos son reconocidos al instante por el interlocutor que recomienda no intentar hacer nada hasta que llegue el séptimo de caballería, advirtiendo al médico de que esos añitos entre rejas fueron por un apuñalamiento, una noticia que tiene efectos hipotensores, vasovagales y casi laxantes.


El médico vuelve a llamar al individuo y le avisa de que en breve llegará la patrulla. Aunque está convencido que hablar con él es la mejor manera de dejar pasar esos minutos, no es fácil mantener una conversación porque el hilo argumental está trufado de rencores familiares, reproches que no dejan títere con cabeza, legalismos farragosos con articulados y apartados, juramentos de vida sana entremezclados con recriminaciones a todo lo que se menea, un diálogo de frenopático. Mientras estimula ese torrente discursivo, no puede evitar verse a sí mismo y a la enfermera tan pequeños y frágiles, él con su pijama blanco, ella verde, con los escasos sesenta o setenta centímetros de mesa parapetándoles.

Se escuchan los inconfundibles sonidos metálicos de las voces en los walkie-talkies. La enfermera dejó la puerta abierta cuando salió el paciente del dolor de muelas, y hacen su entrada cuatro mocetones de verde y fluorescente con las manos apoyadas en los correajes y ese tono de voz seguro e intimidatorio a partes iguales, poniendo fin al sainete como terminan las buenas obras de teatro, con un mutis por el foro, los pasos cansados devolviendo al médico y a la enfermera a una cama en la que dar vueltas a babor y a estribor como si así fuera diluyéndose poco a poco la adrenalina.

Hay que llevar años en esto, sin duda, hay que llevar años.












lunes, 18 de febrero de 2019

Quemado

El día está siendo duro. Avanza pastoso, lento. El médico siente la ralentización neuronal como si estuviera mirando a través de un microscopio electrónico achicharrarse las dendritas y los axones en una quema incontrolada de rastrojos. Han pasado de nuevo las mismas caras que lleva viendo una y otra vez desde hace más de cinco años. Un lustro; siempre le había gustado la palabra lustro. Vuelve a asaltarle esa sensación de secuestro de su vida, ese sentirse atrapado en un continuo deja vù que le provoca al final un hastío difícilmente controlable, y una andanada de acidez ardiente en la boca del estómago. Se permite una mueca, muy lejos de la categoría de sonrisa: quizás por ésto lo llamen síndrome del quemado, cerebros y estómagos en llamas.


¿Cuándo perdió la ilusión?¿Cuando dejó de sonreír mientras conducía de vuelta a casa? no lo recuerda, a veces le cuesta recordar si realmente el espejo retrovisor le devolvió alguna vez esas sonrisas.


Se toma su tiempo antes de levantarse a llamar a la siguiente paciente. Se desespera recordando que estuvo en la consulta la semana pasada, y que, por más que se esfuerza, no consigue recordar el motivo. En realidad, el motivo se ha fundido con sus quejas, su insatisfacción que la envuelve como un tatuaje permanente, su dolor que le deja el alma negra y de plomo. Todo ello forma una amalgama en la que ya no consigue identificar ese rostro que hacía pequeñas arrugas alrededor de los ojos cuando al poco de llegar de nuevas a la consulta, él la decía que parecía mucho más joven de la edad que le chivaba el ordenador.


La sala de espera está a rebosar. Así la encontró cuando se incorporó a la plaza. Era su sueño dorado, fue su rápido e inconsciente sí a la llamada de alguien que tan sólo le dijo que se abría un turno de tarde que por fin solucionaría los problemas de sobrecarga de las dos médicas de la mañana. Cuando llevas unos años trotando por todas partes, estás deseando abandonar el carromato de buhonero y aposentar tus reales donde sea, siempre que te aseguren que al menos podrás celebrar tu cumpleaños con los compañeros un par o tres de veces.


No había pasado ni un año cuando suplicaba a quien quisiera oírle por un compañero que arrastrara la mitad de aquella marea humana lejos de su puerta, un dique de contención que le permitiera recuperar tiempo, conversaciones, recuperar la Medicina que se había dejado en alguna parte. Pasó un par de años más hasta que el político de turno apretó lo suficiente las teclas que resultaron imprescindibles para que aterrizara otro incauto en la puerta de al lado, que menos de un año después, tampoco era capaz de encontrar ni las sonrisas ni la Medicina con las que había llegado y que en su momento sirvieron para que el médico tuviera un ataque de añoranza furioso rematado con presagios agoreros y desilusionantes que, para íntima e infame satisfacción del quemado adivino, se habían terminado cumpliendo.


Así que mientras se acerca a la puerta lista en mano y asoma temeroso la cabeza, solo es capaz de pensar en esas oposiciones que prometieron hace años y que parecen cocinarse a fuego lentísimo. Debería ponerse a estudiar, apuntarse a una academia, como el resto de sus compañeros, pero ya lleva unos cuantos palos en el lomo como para no ser el perro más resabiado de las calles. Pocas plazas, exámenes o tan fáciles que los aprobaría un chaval del bachillerato o tan difíciles que ni Ramón y Cajal pasaría del cinco, según tengan el día los sindicatos o las direcciones de recursos humanos o el susum corda. El caso es que, como buen pagador, abonará sus tasas a la causa y al menos soñará con unas migajas de suerte en la recolocación de los interinos tras el concurso de traslados, esa asignación de destinos tipo mili franquista que encierra oportunidades de empezar de nuevo.

Y mientras pronuncia en alto el nombre de la mujer que ha olvidado sus arrugas coquetas alrededor de los ojos porque él ya nunca le dice que no aparenta los años que le chiva su historia, mientras contesta distraído a las dos o tres preguntas de quienes esperaban verle como agua de mayo, porque sus problemas no pueden esperar, ya sabe usted lo mío, doctor, mientras repite que sigue rigurosamente el orden del listado y que nadie se ponga nervioso, mientras acepta con resignación que un par de pacientes a los que ha pedido que vuelvan mañana prefieren esperar sine die al final de la consulta, un final que se va alejando como en los terrores nocturnos, mientras toda esa marea vuelve a golpear su gastado dique, piensa si en alguno de aquellos nuevos principios empezar de nuevo no significará empezar de viejo, si aun le quedarán fuerzas para cambiar las cosas, incluso las que se resisten a ser cambiadas, si aun le quedará resistencia como para nadar en medio de aquella marea sin volver a ahogarse, sin tener que volver a esperar el salvavidas de perdedor de un nuevo traslado.






lunes, 21 de enero de 2019

La cabina

Marisa está preparando un aperitivo en la cocina. A la señora le gusta tomarse su Martini rojo con una rodaja de naranja y unas gotitas de ginebra, solo una gotitas, eso sí, y acompañarlo de unas aceitunas y unos cacahuetes rebozados con un toque de miel. Y le gusta tomarlo siempre a la una en punto. Esta es una casa donde la puntualidad se respeta por encima de todo. Los años en la embajada en Londres del señor como agregado comercial pasaron factura y quedaron grabados en  la rigidez anglosajona de los horarios y la etiqueta casi victoriana que se impone al servicio.

A Marisa le es absolutamente indiferente. Son más de cinco años trabajando en la casa, y en realidad, prefiere el distanciamiento frío y germánico, la comodidad de las rutinas inamovibles, el uniforme ridículamente cincuentero, a la falsa y obsequiosa amabilidad que ha recibido anteriormente en otras casas, de donde tuvo que marcharse porque las buenas palabras se acompañan de condiciones económicas y laborales más propias de las plantaciones algodoneras del sur americano prelinconiano.


Esa mañana la señora tiene compañía en el salón. Una de sus amigas con mucho tiempo libre y pocas ideas para gastarlo, fuera de las tiendas o los gimnasios. Así que derrochan parte de ese tiempo en una tournée por las casas de unas y de otras en busca de un buen aperitivo que lubrique unos paladares resecos de tanto transmitir las últimas noticias sociales. A Marisa siempre le ha resultado curioso que la alta sociedad de para tanto cotilleo. En su edificio seguramente también pasan miles de cosas, lo que no tiene la gente es tanto tiempo para contárselas unos a otros. Es lo que tiene llegar derrengada y poner una lavadora, ir planchando las cuatro cosas más urgentes mientras se va haciendo la cena, y caer rendida en el sillón, tan cansada que no hay noche que no se plantee seriamente quedarse allí recostada hasta que suene el despertador y todo empiece de nuevo.


Cuando entra en el salón con la bandeja, las dos mujeres están en plena conversación sobre la empresa del marido de otra amiga. Marisa coloca la bandeja en una mesita auxiliar. Para las dos mujeres es absolutamente invisible.


- Pues mi marido dice que está siendo todo un exitazo. Ya llevan implantadas no sé cuantas mil en casi todas las Comunidades Autónomas, a precio de oro. Se está forrando.
- A mi me parecen una ordinariez, que quieres que te diga. Aunque me figuro que a la gente normal  les parecerán lo último de lo último.
- ¿Has oído hablar del último modelo? Mi marido dice que han dado un paso de gigante en la inteligencia artificial. Parece ser que son capaces de aprender a medida que van teniendo consultas con la gente, y se van volviendo poco a poco cada vez más empáticas. Dice que ese es el futuro.
- ¿El futuro? A mi que me espere ese futuro. No me imagino yo cambiando a mi endocrino, que es el jefe de servicio del mejor hospital de la capital, por una cabina que parece un fotomatón. O a mi otorrino, que arregló las cuerdas bucales de Plácido, o a mi traumatólogo, que aunque siempre está ocupadísimo con los jugadores del Real Madrid, le falta el tiempo para hacerle un huequito a mis pobres juanetes. Nada, nada, las cabinitas para contentar a la gente, pero a mi que ni me las acerquen.


Marisa coloca la mesita auxiliar entre las dos señoras, que detienen un momento su conversación para  compaginar los primeros sorbos de sus Martinis con unas lacónicas gracias. Luego vuelve a la cocina a retomar otros quehaceres. Aquel día podrá comer en su casa. La señora le informó por la mañana que saldría a comer y que no la necesitaría hasta la tarde. Aquellas horas extras de descanso eran siempre un regalo inesperado y bien recibido.


Una hora después estaba dejando el uniforme y recuperando su singularidad. Mientras bajaba en el ascensor de servicio, abrió su bolso y buscó el monedero. Sonrió al ver que estaba lleno de monedas de euro, tal  y como esperaba; su costumbre de ir almacenando la calderilla siempre daba sus frutos. Al salir a la calle,  tomó la dirección opuesta a la que le llevaba a la boca del metro. Vio la cabina unas manzanas más arriba, en la calle que circulaba paralela al parque. Había una mujer esperando. La saludó y se colocó detrás de ella.


La cabina parecía una nave espacial: era de color granate esmaltada, con una puerta de plexiglas que cuando estaba ocupada se convertía en opaca. El diseño era de lineas suaves y modernas, mucho menos rígida que las mastodónticas cubiculares que había en su barrio. Para todo existen clases, y aquellas cabinas eran lo último de lo último, como anunciaba un panel led sobre la puerta, que alternaba imágenes de paraísos montañosos, de playas con cocoteros y mares cristalinos, con el nombre de la empresa y con las virtudes de sus médicos de inteligencia artificial.

Marisa se colocó detrás de la mujer que esperaba. Sólo una persona delante de ella era un lujo que nunca ocurría en las cabinas de su calle. Era una señora bien vestida que hablaba muy alto por su teléfono móvil mientras tiraba de ella un perro minúsculo al que sujetaba con una cadena no lo suficientemente larga como para llegar al árbol que le apetecía al chucho. Cuando se finalizó la llamada, le pidió a Marisa permiso para acercar a la insolente minimascota a su desahogo sin perder la vez.

- No creo que tarde. Era un señor que tosía como un desesperado y que estaba bastante rojo. Eso se lo despacha esta cabina en un momento. Yo no tardaré mucho tampoco; hoy tengo prisa, me esperan en la peluquería de Mona, pero es que me he levantado con un dolor terrible de cabeza y no se qué tomarme.
- No se preocupe. yo le guardo el sitio.


El fin de las urgencias caninas coincidió con la súbita vuelta a la trasparencia de la puerta de la cabina, y la señora se apresuró a meterse dentro, dejando al perro ladrando como un maníaco, e intentando rebanar la correa que le mantenía atado a un saliente de la cabina especialmente diseñado para ese fin, según el dibujo que aparecía sobre él. La mujer, fiel a su promesa, consumió apenas cinco minutos, y se marchó con el escandaloso perro, sonriendo a Marisa al irse.

-Me ha mandado que me tome el Nolotil, que es lo que siempre me tomo y ya sabe ella que me sienta fenomenal. Da gusto que te conozca tan bien. No me hace falta ni cogerlo, tengo varias cajas en casa. Adiós, buenos días.

El expendedor de fármacos que formaba la parte delantera de la cabina tenía un diseño ultra moderno, muy lejos del aspecto de maquina de bollos resecos que parecían los de las cabinas de su barrio. Marisa entró y cerró la puerta, que inmediatamente se tornó oscura, al tiempo que la cabina adquiría colores suaves que invitaban a sentirse relajada. Introdujo cinco monedas en la ranura y eligió la opción médico. Era la que había utilizado en las últimas ocasiones y le traía recuerdos de cuando era más joven y existían los médicos de cabecera. Ella tenía el mismo que habían tenido sus padres desde que llegaron a vivir a la capital, un señor al que recordaba con una voz cálida, siempre con una sonrisa, recibiéndoles en la puerta, preguntando por su abuela, que pasaba meses con ellos, y que terminaba las consultas dándole un caramelo.

Cinco monedas le aseguraban cinco minutos de consulta. Pero podía ir echando más si la cosa se alargaba. La cabina avisaba con tiempo y permitía que médico y paciente se despidieran incluso si se quedaba sin monedas. Nunca cortaban bruscamente las consultas. La voz del médico artificial no era la de su antiguo médico, pero tenía que reconocer que habían hecho un buen trabajo: era serena, transmitía cercanía, invitaba a sincerarse.

- Hola Marisa, - el software de reconocimiento facial funcionaba a las mil maravillas-. Me alegro de verte por aquí. ¿En qué puedo ayudarte hoy?
- Doctor, tengo un montón de cosas que contarle. Me he traído una lista. Y tengo el monedero lleno de monedas.
- Pues adelante, tu dirás.


En un futuro distópico, en el que los y las médicas de cabecera seremos reemplazados por cabinas con inteligencia artificial, un futuro no tan lejano, al que se llega desde la lenta destrucción de lo que se cree inútil, y desde la oportunidad de negocio, las personas seguirán buscando su sustitutivo a la Medicina de Cabecera.









lunes, 7 de enero de 2019

Triste Navidad

Vuelven de camino a casa. Es tarde, pero el tráfico deja muy claro que estos días no son días normales. Todo parece estar desproporcionadamente lleno, las carreteras, las calles, los centros comerciales, las plazas. La gente desafía al frío con un optimismo de paga extra y baja prima de riesgo. Navidades.

No hablan mucho en el coche. Ella conduce concentrada; a él nunca le gustó conducir de noche, en realidad nunca le gustó conducir. Es un observador nato, de los paisajes, de la gente, le gusta ir leyendo los rótulos de los comercios, las placas con los nombres de las calles. A ella no le importa, aunque se frote de vez en cuando los ojos para despejar el picor que provoca el agotamiento.

Cuando salieron de casa comentaron lo dura que preveían que sería la jornada mientras atacaban con el rascador el hielo del parabrisas. Lo hicieron entre risas, bromeando sobre ahorrar fuerzas para otros menesteres, con ese ambiente festivo que habían conseguido establecer en su pequeño mundo desde que el destino quiso que terminaran trabajando en el mismo centro de salud. Él había llegado antes. Llevaba un par de años saltando de contrato en contrato hasta que al fin le ofrecieron una interinidad allí, una ciudad de la periferia de la gran capital, un monstruo hipertrofiado por la radioactividad del desarrollo industrial, los avatares de las crisis económicas y las burbujas inmobiliarias; una Godzilla urbanística que escondía en sus enormidades miles de historias de esas que servirían de ejemplo para sesudos teóricos de los determinantes sociales de la salud.

Allí conoció en sus carnes cientos de injusticias que morían en el inútil recuadro en blanco de una historia clínica y que buscaban consuelo, o refugio, o pastillas, o escucha, o quizás todo junto, mezclado.

Ella abandonó la basura precaria cuando empezó a crecerle el vientre al ritmo de las pataditas de la pequeña que les prometía un cambio radical, y que cumplió fielmente esa promesa, revolucionando sus vidas como si se tratara de un 15-M permanente, universal y maravilloso. Ambos hicieron sus cuentas para poder ver crecer a la pequeña revolucionaria sin perderse ni uno de sus latidos; solo había que hacer un par de agujeros en el cinturón del consumismo febril y sustituirlos por miríadas de sonrisas y de fotografías colgadas en Instagram.

Cuando la ordinaria de la vida les recordó que es obligatorio pagar ciertos peajes, él volvió a la plaza que había dejado en excedencia, y ella no tardó en ser reclamada por ese monstruo devorador de sustitutos que era el servicio de personal. Era sólo cuestión de tiempo el aterrizaje en el centro de salud de él, y cuando ocurrió les pareció una idea fascinante. Eran unos idealistas de la Medicina de Familia, y siempre habían soñado con trabajar juntos, en poder desarrollar esas miles de ideas locamente utópicas, y maravillosamente pragmáticas que tantas veces habían discutido, charlado, escrito, moldeado, mimado y hasta susurrado.

Pero esa mañana ambos sabían que quedaría poco hueco para las utopías. Se resistían a ponerse el mono de la cadena de montaje de la Medicina sin alma, y lo hacían con sonrisas y frases de ánimo, hasta con besos breves en los labios fríos y resecos. Pero se palpaba bajo las risas, bajo las frases, casi bajo los besos, la resignación, esa resignación que siempre que nos asalta es dolorosa y un poco cobarde.

Comieron brevemente unos sandwiches vegetales en una pequeña cafetería frente al Centro de Salud. Cuando él llegó, ella se había comido ya la mitad del suyo. No podía esperarle, tenía que volver a toda prisa porque había dejado pendiente ir a tres visitas a domicilio. No había tenido tiempo material de hacerlas durante la mañana, los cuarenta y muchos pacientes que habían ido desfilando por la cadena de montaje habían puesto a prueba su profesionalidad y la elasticidad de su vejiga. La primera había sufrido enormemente; la segunda había aguantado hasta el final casi de milagro.

Él tuvo que ir al baño antes de sentarse. Tampoco había podido hacerlo antes. Cuando regresó quiso recuperar las risas, los ánimos y hasta algún beso. Pero las tres cosas habían perdido frescura y se habían quedado casi sin espacio entre el pan, la lechuga, el huevo y el tic tac del reloj de la pared de la cafetería. Se despidieron con esa resignación de amantes de película de la guerra. Desde aquella despedida con sabor a sandwich vegetal no habían vuelto a verse a pesar de estar en el mismo edificio, apenas a unos metros y unos tabiques de distancia.

Mientras ella conduce, el sigue con su costumbre inveterada de mirar por la ventanilla, de leer cada cartel y cada rótulo. Antes de montarse en el coche hicieron un recuento aproximado, como si regresara de una misión y contaran sus bajas. Repitieron la cifra en alto un par de veces para transformarla en real, ciento sesenta y cuatro pacientes, siete domicilios entre ambos. Ya no quedaba ningún hueco para las sonrisas, aquello era el reino de las ojeras y de las expresiones de desesperación. Al final optaron por un silencio espeso y agotado, ella al volante, él mirando a los transeúntes, los escaparates, las personas dentro de los otros coches.

No es esa la Medicina de la que hablaban hasta secárseles la boca, no. Y lo peor es que el saco de la ilusión sí tiene fondo, y no es tan difícil vaciarlo. En casa les estará esperando la pequeña revolucionaria, seguramente ya dormida, agotada en su ímpetu de crecer, de jugar, de conocer y aprender. Probablemente entrarán en su habitación con cuidado y tratarán de recargar baterías en sus rizos, su pequeños ronquidos, la forma en que arruga la naricilla de vez en cuando mientras duerme. Puede que se derrumben en el sofá picando cualquier cosa mientras comentan algún caso complicado,  o el terror que les produjo que una paciente hiciera el amago de ponerse a llorar, y la vergonzosa satisfacción de que finalmente se arrepintiera y decidiera aplazar el momento sagrado quién sabe para cuando, pero no ese día de los ochenta pacientes. Quizás se decidan a contarse el uno al otro aquellos momentos en que se vieron a sí mismos despachando piezas de la cadena de montaje, y sintieron pena y alivio en una mezcla extraña que no puede deparar nada bueno.

Quizás. O quizás simplemente se vayan a la cama rendidos para apurar hasta el último minuto de sueño antes de los ciento sesenta pacientes de mañana.


La imagen es de un tuit de mi amigo Salva Casado del 4 de enero de 2019, muy representativa del tema tratado en esta entrada
















lunes, 10 de diciembre de 2018

Prestigio

El joven se traga la sopa sin apenas levantar la vista del plato. Escucha a su padre hablar sin parar, contar anécdotas de quirófano que sabe que desagradan a su pareja, que sin embargo está aguantando fenomenal el tipo, aunque, como ha advertido, desde que las peripecias empezaron a ponerse sangrientas, la sopa se va enfriando en el plato de la chica probablemente al mismo ritmo que crece el nudo que se le debe estar formando en el estómago.

Cuando la casquería amenaza con inundar todo el mantel blanco purísima con sangre y vísceras, el joven se atreve a pedir a su padre que detenga la retahíla de sucedidos y deje a la joven terminar en paz la comida. Entonces le mira con esa mirada que siempre le ha resultado tan molesta, una mirada entre el asombro y la decepción, como si fuera incapaz de entender que exista gente que pueda querer escuchar ninguna otra cosa.

Se hace un silencio incómodo que su madre aprovecha para lanzarse de lleno al terreno inquisitorial, iniciando el tercer grado que definitivamente anula cualquier oportunidad de que la comida termine en el estómago de la joven. Estaba seguro de que los servicios secretos soviéticos eran menos minuciosos que su madre, quizás otro gallo les hubiera cantado teniéndola a ella de directora de la KGB. Sonríe en silencio mientras consigue terminar su sopa.

Era la primera comida en la casa familiar desde que estaban juntos. Todo había empezado en cuarto de carrera y ahora, dos años después, a punto de empezar a prepararse el MIR, habían decidido poner las cartas boca arriba y dejarse de medias verdades. Estaban allí para contar que habían decidido irse a vivir juntos, algo que era prácticamente una realidad desde el primer día. El sabía que la noticia no les haría una ilusión brutal, pero la mejora espectacular en sus notas desde que la había conocido era un motivo de peso suficiente como para atemperar reproches casi victorianos y muy provincianos. Así que se habían lanzado a esa primera comida de domingo, después de una semana de entrenamiento repleto de angustia para él y de risas para ella, mucho más dispuesta a relativizar la importancia del acontecimiento, que no le había quitado ni un segundo de sueño.

Pero él llevaba unas ojeras delatoras que, cuando atrajeron los reproches de su madre, enseguida atribuyó al arreón final en los estudios, lo que le valió una reprimenda de esas melosas que suben el azúcar en sangre. Y aunque sentía siempre que estaba con sus padres esa inquietud de los jóvenes enfrentados a las generaciones anteriores, a lo que tenía verdadero miedo era a la reacción de sus padres, a la reacción de su padre, cuando soltara su bomba H, lo que de verdad le había llevado allí esa mañana de domingo.

No le había dicho nada a ella porque no era una decisión que hubiese llegado después de largas conversaciones, después de pros y contras, de análisis fríos o calientes. Era una decisión que, simplemente, había crecido dentro de él haciéndose casi autónoma, tan fuerte que desde que la aceptó en su interior, se hizo dictatorial, se convirtió en el patrón oro con el que juzgaba todo lo demás: quería ser médico de cabecera.

Cuando la comida terminó, todos recogieron los platos de la mesa, despejándola para tomar un café y prolongar la sobremesa. Los jóvenes sin necesidad de hablar, sabían que aquella sobremesa estaba diseñada para sus fines. Él había empezado a armar su bomba atómica, su plan dentro del plan. Su padre volvió con los cafés en una bandeja y le pidió a la joven que le acompañara a ver unas placas que brillaban en la estantería del salón. Estaban colocadas entre fotografías que le retrataban a distintas edades, recogiendo premios, apretando manos, posando ante las cámaras con un pequeño en brazos. La chica permanecía atenta a las explicaciones, hacia preguntas, leía las inscripciones, mientras el chico tomaba su café, viendo a su padre pasar de la hinchazón orgullosa, a la voz quebrada por la emoción recordando a su abuelo, el primero de la generación de cirujanos que se suponía que él tendría que perpetuar. En su cabeza podía oír perfectamente el tic-tac del temporizador de su bomba; casi le hacía gracia, si no fuese porque estaba totalmente acojonado.


Ella no tenía familia de médicos. Era hija de profesores de literatura, a los que les resultó extrañísimo que a la niña le diera por jugar desde pequeña con fonendos de plástico con los que exploraba a todos sus muñecos concienzudamente. Así que se limitaron a apoyar a su hija y a lamentar que la quedara tan poco tiempo para leer alguna otra cosa que no fueran libros de patología médica. Se esperaba la pregunta sobre la especialidad que queráis hacer. Tenía una conciencia feminista muy arraigada que era una de las herencias que atesoraba con más cariño de las mujeres de su familia, y estaba decidida a convertirse en ginecóloga, simplemente porque creía que podría cambiar algunas cosas. El cirujano pareció satisfecho con la elección, aunque discrepaba en los motivos, le rechinaba terriblemente todo aquello de la violencia obstétrica y la verdad, a él el feminismo le sonaba a chino cantonés.

- A mi no me has preguntado-. La frase eran los últimos sesenta segundos del detonador de la bomba. 
- ¿Cómo que no te he preguntado? 
- No, nunca me has preguntado qué especialidad voy a hacer

Las sonrisas en las caras de todos traducían lo que pensaban de esas frases: que se trataba de un juego  inocente, ganas de enredar del chaval. Cinco segundos, cuatro, tres...

- Quiero hacer Medicina de Familia. Quiero ser médico de cabecera. Es la Medicina que he querido hacer siempre, es donde podré ser la clase de médico que quiero ser. No quiero estar en un hospital, no quiero ser cirujano, quiero ir a ver a los ancianos a sus casas, quiero que cada paciente me sorprenda, que podamos reír y llorar en la misma consulta, que pueda resolverles la mayor parte de las cosas que les ocurran, quiero verles en sus ambientes, entre sus amigos, con sus familias...

La joven se sentó y empezó a tomarse su café sin apartar sus ojos de él, como si estuviera atrapada por la determinación que expresaban. Su padre se quedó de pie junto a la estantería, con la mano sobre uno de sus premios.

- Pero, pero... la tradición familiar, los premios, la gente, el prestigio...
- La tradición familiar es que seamos médicos, yo ya la he cumplido. La gente, los premios, el prestigio: sabes que soy el hijo más orgulloso del mundo, pero no necesito nada de eso. Quise ser médico porque entendí desde niño que era nuestra forma de ayudar, de hacer crecer esta sociedad. Eso es algo que tu me enseñaste, así que gracias por ayudarme a convertirme en médico y en cierto modo, por ayudarme a encontrar el camino para ser la clase de médico que quiero ser.

El café se había enfriado. La bomba H había arrasado la sobremesa dejando tras la onda expansiva el silencio que dejan todas las bombas, solo que en esta ocasión, tras la desolación se adivinaba un principio.