lunes, 30 de marzo de 2015

Aprendiz de todo, maestro de nada

Yo fui un residente de familia especial. En realidad creo que no fui especial más que para mi abuela que en paz descanse, pero ya que me faltan ambas me gusta decírmelo a mi mismo. Mi peculiaridad es que no recuerdo a mi primer tutor. Me explico.

En aquellos tiempos (abuelo Cebolleta style) en el primero de los tres años de residencia de familia pasábamos un primer mes (quizás fueran quince días, no consigo recordarlo bien) con el que posteriormente seria nuestro tutor. 

Los buenos hombres y mujeres, por mucha voluntad que pusieran, apenas podían ofrecernos unas pinceladas de la medicina familiar y comunitaria, antes de abandonarnos como a incluseros en la puerta de un hospital, al que acudíamos  alegres y felices en el convencimiento tan extendido en esta nuestra patria de que en ellos anida la verdad eterna de la Medicina. 

Pues bien. Digo que soy especial porque por más esfuerzos que hago exprimiendo las agotadas neuronas que me quedan, no logro recordar no digo quién era, es que no recuerdo si era hombre o mujer. 

El asunto es sencillo. Resulta que un chaval agradable, un residente mayor de alergia, de los que te recibe y cuida con mimo en las guardias de urgencias, de los que te hace la vida más sencilla, había hecho Medicina de Familia antes de repetir el MIR y precisamente, al terminar su residencia de alergia, se presentó a las oposiciones de medico de  cabecera, consiguiendo la plaza a la que yo estaba adjudicado como residente. 

Me vi de esta forma, al empezar mi tercer año en el Centro de Salud, con un adjunto que había sido compañero mío de residencia. Vamos, no me digáis que no es un caso extraño en el mundillo. A mi me recordaba a esos futbolistas que en plena temporada abandonan el fútbol y se convierten en entrenadores de su propio equipo. 

Mi tutor, insisto en catalogarle como una bellísima persona, a la que estimaré siempre, pasaba por allí, como dice el gran Aute, y como demostró el tiempo, pues cuando se vio capaz de alimentar a sus seis hijos con una actividad diferente (dando picotazos en los brazos a la gente de bien y provocándoles habones) abandonó para siempre la Atención Primaria, y nunca más se supo. 

Yo no consigo recordar una enseñanza de aquel tercer año de residencia por más que lo intento, mis problemas retentivos son legendarios, como veis. Aunque siempre he considerado mi padre espiritual en este negocio al caballero que dirigía mi Unidad Docente con tres millones de manos izquierdas capaces de erizar la piel de los especialistas hospitalarios que debían recibir a estos chavalillos de primaria que venían a molestar a los residentes de verdad, los suyos o los de otras especialidades hospitalarias.  

Yo creo que ese tipo sembró en mi una semilla y la dejó allí abandonada con escasas o nulas esperanzas de que se convirtiera algún día en un médico de cabecera al menos aceptable. Nunca terminaré de darle suficientemente las gracias. 

A la vuelta de mi exilio madrileño, él seguía en su puesto y por ese apego  tontorrón que se le tiene a los muebles antiguos de los que te cuesta tirar a la basura, me propuso arreglar los papeles para convertirme en tutor. Y aunque el tema me asustaba me dio todas las faciidades, creo que con el mismo cariño que los padres ponemos es esos hijos que yo llamo "los si quisiera". 

Aceptada mi candidatura, fui animado en un par de ocasiones a presentarme a los terneritos que nos escuchaban temblorosos y algo asustados. En ambas desplegué un abanico de argumentos que a mi me parecían definitivos. En el pasillo, tras las presentaciones, un perro viejo que acudía cada año por deferencia me explicó la cruda realidad. "No te canses" me dijo, "los residentes eligen por cercanía y comodidad: primero los urbanos, después los de los pueblos cercanos. Tus posibilidades son nulas". 

A mi tercera presentación acudí en un estado insano de pasotismo. "Da igual lo que diga", dije sin ningún entusiasmo, "nunca me eligiereis, así que buenas noches y buena suerte" (las chulerías a lo Hollywood siempre han sido mi debilidad)

Aquel año me eligió mi primera residente. La pobre era la última en escoger tutor y aunque ella quería ir al que era el pueblo de sus abuelos, su compañera anterior se lo arrebató, así que se convirtió a regañadientes en mi primera experiencia como tutor. Pobrecita. 

Nuestros tres primeros meses juntos fueron de prueba para ambos, pero congeniamos. Luego fue abducida. En algunas ocasiones, guardias fundamentalmente, nos reencontrábamos como los turrones en Navidad. Pero eran encuentros fugaces entremezclados con el cansancio de las horas extras, y la edad que no nos perdona, la cabrona. Poca chicha. 

Tres años son mucho tiempo. Cuando volvió al redil, yo tenía un hijo más (el cuarto) ella un envenenamiento cerebral preocupante pero esperado, y yo me había pegado la gran hostia camino de Damasco, había leído a Gérvas, a Minué, a Gavilán, a Padilla, a Rober Sánchez , a Lalanda, a Satué, a Aldasoro, a Guzon y a tantos otros, Twitter había entrado en mi vida haciéndome un hombre libre (de humos industriales sobre todo) y ya nada volvió a ser como antes, igual que la canción pero sin ñoñerías. 

Luego, a los dos años, como un hijo no esperado a un padre cuarentón, llegó mi segunda residente. La trajeron esos azares de los pocos kilómetros que la separaban de su casa. Y al igual que esos hijos no esperados, nos trajo a todos una enorme felicidad. A ella le ha tocado el santurrón entalibanado casi desde el principio, y la bautizamos en las aguas del Jordán de un SIAP inolvidable. Y como todo sacramento, imprime un carácter indeleble nos pongamos como nos pongamos. 

Ahora sufre terminando sus últimos meses hospitalarios, alargados por una maternidad hermosa e inigualable. Pero en sus ojos ya sólo cabe la Atención Primaria y sus lamentos me hacen recordar las sabias palabras de mi amigo Bernardino dedicadas a los tutores presentes y ausentes en aquel SIAP legendario: "no estaremos criando anormales que sufran en el mundo real". 

Os dejo con unas palabras escritas por una residente especial, alguien capaz de cruzarse media España para venir a unos  pueblitos pequeños a ver qué medicina practicamos por aquí, una médica que será más pronto que tarde esa médica debe pueblo que todos querríamos tener a nuestra cabecera en nuestro tránsito por la vida. 

"...siempre hay un lado bueno de las cosas, y eso es lo que he aprendido  y con lo que me quedo de esta rotación, una red enorme de personas magnificas, con todos su “enlaces”, conocimientos y rigor científico del que yo ahora también podre empaparme y  aprender. Y que luchan desde hace mucho tiempo, y se que no lo dejarán de hacer,  por una buena practica médica, por la humanización de la medicina, por reivindicar una medicina segura y de calidad,  por creer en el medico de familia  y por encima de todo por creer en la dignidad de las personas".


lunes, 23 de marzo de 2015

Adán y Eva no se adaptan al frío

Adán fue toda la vida uno de los solterones del pueblo. Ya casi nadie se acuerda de que tuvo una infancia, después de verle tantos años encima de su tractor arando, con la gorra ligeramente ladeada, algo chulesco, y el palillo en equilibrio eterno entre los labios canturreros. Una copa por la mañana de 103 para entrar en calor, y al campo, que hay mucha faena.  Garbanzos en el plato casi a diario, de los que el mismo cultiva, con sus judiitas verdes y su zanahoria, y un buen trozo de tocino que poner entre pan, que es mucho el desgaste que trae el terruño.

Nada de mujer e hijos, que quedó poco tiempo y tampoco eran tantas las mozas. Una visita al mes con otros dos solterones al puticlub del pueblo de al lado, para enfriar calenturas, y a conformarse con cenar con los sobrinos en Nochebuena.

Adán se ha hecho viejo, quien lo diría. La gorra sigue ladeada, pero las coyunturas ya no le dan para subir y bajar del tractor, la vista se ha ido nublando y un buen día, sin avisar, mientras ponía el cocido al fuego, le atizó una coz de mula en medio del pecho que le hizo sentir como si se le desgarrara el esternón. Resultó ser un infarto que no se le llevó por delante por la cosa esa de los muelles que ponen ahora los  sabios en el hospital.

Cuando logró salir de allí, hecho un saco de huesos, su sobrina la que trabaja en la capital, la más espabilada de todos, le explicó que no podía seguir viviendo sólo en su estado, comiendo cocido a diario y expuesto a que le repitiese de nuevo el susto. El no quería irse a vivir con ella, nunca le había caído bien su marido, aunque sin un motivo especial, salvo ese sexto sentido del solitario. Pero ella no le propuso acogerle, le llevo de visita a la residencia de ancianos del pueblo. El asilo, vamos.

Allí todo fueron sonrisas. Olía bien, era la hora de comer. Había gente por los pasillos, luz, habitaciones amplias. Tendrá que ser así, le contestó a la sobrina, y al día siguiente reunió cuatro cosas y tomó posesión de su habitación.

Eva se había hecho vieja sin darse cuenta. Se asombraba cuando se miraba al espejo, no le cuadraba esa cara arrugada con lo que le pasaba por la cabeza. Ella era andaluza, de Córdoba. Y no conseguía salir de su asombro, no entendía como había llegado hasta ese lugar del que jamás en su vida había oído hablar. Vivía en una confusión permanente, y eso le daba unas ganas enormes de gritar, de decir cuatro verdades bien dichas, y claritas, aunque allí la entendieran regular cuando se le cerraba el ceceo. Pero había aprendido a tragárselas frente al espejo, porque las dos ocasiones previas en que dejó salir el genio le costaron un cinturón y unas esposas de tela sujetándola a la cama. Y eso sí que no.

Eva se arrepentía de no haberlo puesto el culo morado al calzonazos de su hijo cuando tuvo ocasión. Y de no haberle bailado el agua a la bruja de su nuera. Las nueras de película de Almodóvar no perdonan, sólo tienen que sentarse a ver pasar el cadáver de sus suegras, o el paso del tiempo, que viene a ser lo mismo.

Adán y Eva se conocieron en la sala de la televisión. Casi no conseguían oirse el uno al otro pues a unos oídos ya poco boyantes se unía un volumen digno de discoteca de la ruta del bacalao. Y a Mariló a voz en grito hay pocas cabezas que la soporten. Se estuvieron partiendo de risa con el tema de los nombres, y Adán se ladeó todavía un poquito más la gorra, mientras Eva desplegaba todo el arte cordobés que creía que ya se le había oxidado. Optaron por la discreción, aunque en una residencia tan pequeña la cosa es difícil. Pero las chicas son unos cielos, cada una con sus cosas, pero en eso han tenido suerte, y les encubren cuando salen a pasear por el patio. A su sobrina y su hijo, mejor ni mentarlos nada, ya hace tiempo que ambos descubrieron que, después de tantos años, son sólo dos presos sin ninguna capacidad de decisión sobre sus vidas.

Los inviernos son duros en este secarral. Eva apenas nota la calefacción, no consigue acostumbrarse. El sol es mortecino, apenas una burda imitación del de su Córdoba. A Adan le gustaría darla calor aunque cada vez tiene menos chicha, como le dice ella. Y encima esa maldita goma que le han puesto para orinar, que le tiene obsesionado.  Un buen cocido de los que no ha vuelto a probar desde que entró en el asilo si que la calentaría, y no el aguachirri que preparan allí, para que no les suba la tensión, ni el colesterol malo, faltaría. Maldita la gracia que le hace.

Pero ella se va apagando poco a poco. Con suavidad, sin estridencias, sin llamar la atención. El apenas se separa de su lado, con la mano entre las suyas, va, poco a poco, traspasándole el frío, y Adán se estremece en su silla de ruedas. Ya ninguno de los dos se adaptan al frío, y Eva se deja llevar.   Su hijo tardó más de doce horas en llegar. Adán había llorado todas las lágrimas que le quedaban y tiritaba sin quitarse la gorra que a ella tanto la gustaba.

Le tumbaron en la cama y decidió dejar de comer, porque ya era la hora, a qué aplazarlo. Seguía tiritando, y el maldito termómetro se empeñó en dejarle en evidencia. Será una infección de orina, otra más, no podemos dejarle morir, gritó la mala conciencia de su sobrina, mientras Adán se acordaba de sus muertos en su semi inconsciencia. Cuatro semanas de hospital pensando en reunirse con ella, con tubos por todas partes, sin fuerzas para cualquier gesto que no fuera de disgusto, pero que, ya había aprendido, terminaba siendo mal interpretado como un deseo de aferrarse a una vida a la que ya no debía nada.

Volvió a la residencia con una úlcera en el dorso del pie del tamaño de una naranja, negra y apestosa. Todas le trataban con sumo cariño y delicadeza, aunque los dolores que le provocaban eran insoportables. Y seguía teniendo frío. Su sobrina llamó por teléfono varias veces, y una tarde fue a verle. Fue una visita breve, porque Adán no abrió lo ojos, y no dejó de temblar, aunque más por el miedo a otro traslado. El médico de cabecera había dejado un papel donde hablaba de ensañamiento terapéutico, que la sobrina leyó entre maldiciones pero que al menos consiguió contenerla, hasta que Adán, por fin , pudo morirse, si no en paz, al menos  en tranquilidad.

Las residencias de ancianos son una aberración. Se que es una expresión dura que me granjeará malas caras, pero para mi es un realidad irrefutable. Una aberración más de esta sociedad de la que tanto nos regodeamos. Se consideran un signo de modernidad. Los gobiernos de todos los niveles asignan recursos a su mantenimiento, camas concertadas, subvenciones, recursos que tal vez hubieran podido dedicarse a conseguir que los mayores pudieran vivir en sus casas, o en las de sus hijos.

Y estas aberraciones se autoalimentan de tal modo que devienen en círculos viciosos casi imposibles de romper: intereses económicos, miles de puestos de trabajo, y un desabastecimiento de otros servicios sociales tan enorme que parece imposible de corregir.

Una sociedad a la que la estorba sus viejos, pero que, curiosamente ha recibido en todo la cara la bofetada de ver como esos viejos mantenían con sus pensiones familias enteras, cómo con sus cuidados a los nietos permitían a sus hijas e hijos conservar trabajos de horarios infames y sueldos vergonzantes.

Muchas veces me he imaginado la cara de asombro de un oriental o un árabe al contemplar estos asilos. Su concepto es algo tan absurdo para ellos como para nosotros que coman insectos o ayunen durante un mes. Y me pregunto si no se nos estará escapando la civilización por este boquete que le hemos hecho.

He conocido muchas residencias de ancianos. He conocido gente extraordinaria trabajando en ellas, tratando con un cariño y un respeto inimaginable a tantos abuelos que me enternece pensarlo. También he conocido sitios que no merecerían albergar ni a un perro abandonado. Y gente malvada, porque no quiero emplear otras expresiones que me llenan de hiel la boca. Hay de todo en la viña del Señor, como dicen los curas. 

Sólo me queda trabajar para ser el mejor médico posible para estos pacientes tan frágiles, y empujar para tratar de cambiar el trocito de sociedad que me rodea. 

Recomiendo la lectura del artículo de Juan Gérvas sobre las residencias de ancianos, desgarrador y removedor de conciencias, como siempre,

Las historias son inventadas y el título tomado de la genial canción del Maestro Sabina  junto con Fito Páez "Llueve sobre mojado"


lunes, 9 de marzo de 2015

Me and Mrs Parca

Extraña amante nos echamos cuando pronunciamos el juramento del fumado de Hipocátres, hace por estas fechas un siglo, o al menos así me lo parece. La mitad de mis amigos tenían aún pelo, y nos preparábamos para las Olimpiadas más grandes que en el mundo hubieran sido, eso sí, con Los Manolos cantando, faltaría. Por aquel entonces, normativas europeas mordisqueando al margen, nos dejaban jugar a ser médicos según terminábamos la Facultad, temeridad que sabe Dios cuánto debió mermar la población española. Un servidor, remoloneando para cumplir con la madre patria como los de antes, había aplazado MIRes y similares hasta la vuelta de mi aventura castrense, y, dado que hasta octubre del siguiente año no vestiría de caqui, eso me dejaba más de un año para lanzarme al proceloso mar de las sustituciones por esas villas del Señor.

Eran tiempos de coches de segunda mano sin aire acondicionado masticando kilómetros, de buscar los consultorios preguntando a los paisanos, de miradas asombradas y preguntas que ahora añoro, como la famosa de "¿cómo va a ser el médico siendo tan joven?"

Y aunque no lo sabía, porque tenía yo una juventud insultante, ella venía a mi lado, silenciosa, pero fiel. Vivíamos tiempos de cambio de sistema en esta provincia de llanuras inmensas repleta de pueblos. En algunos de ellos, la resistencia a trasladarse a los Centros de Salud por parte de los viejos médicos rurales era vivida por los arrogantes nuevos cachorros de la semfyc como una señal más de que estaban condenados a ser devorados por nuestro modernismo. En otros, estrenábamos centros como quien estrena democracia, y nos entregábamos alegres a bacanales de equipos de Atención Primaria. Qué felices y qué ignorantes éramos. Pero qué ganas teníamos de hacer bien las cosas. Y hasta había sitio para los suplentes. La gente, enmarañada en los cambios, nos cogía cariño enseguida y los propios compañeros nos dejaban el sitio calentito. No estaba tan mal el tema.

Yo merendaba los calores estivales en uno de aquellos nuevos Centros de Salud, por aquel entonces se sonstruian en las zonas más céntricas, reclamando un lugar en la sociedad que ahora nos trae estos lodos en los que malvivimos. No tenía ni idea. De verdad. Era de una ignorancia supina, aunque al menos no la adornaba con el toque de atrevimiento del que suelen hacer gala todos los ignorantes. Igual no era tan burro, pero estaba cagado, en serio. Eran guardias solitarias, un médico y un enfermero o enfermera, de lo más varipinto, lo mismo te encamabas con un anciano que te decía que en su vida había puesto una sonda vesical, como flipabas con un petit suise de veintiún añitos que acababa de desayunarse dos Florence Nightindale por la mañana.

Me quedaba dormido en el sillón porque me aterraba el timbrazo de la puerta, y con la adrenalina saliéndosete por los ojos es difícil arroparse en la camita. Y si me daba miedo el timbre de la puerta, lo del teléfono era ya pánico del de ensuciar la ropa interior, ustedes me disculparán.

Aquella noche sonó con más premura, o eso me pareció. Apenas entendí más que la urgencia de la situación, y compadecido con el sueño de la enfermera salí disparado en la furgoneta de albañil que teníamos por entonces. Cosas de novatos: presentarte tú sólo como si fueras el guerrero del antifaz. El pueblo estaba lejos y la distancia se hacía proporcional a mi acojone y al traqueteo metalizado de la furgo. Al llegar, angustia y llantos y empujones metiéndome en una habitación en tinieblas donde una ancianita boqueaba con esa respiración agónica que ya no vuelves a olvidar en tu vida. Debía tener una cara de pasmado que daba miedo porque la familia me instaba a hacer alguna maniobra salvadora y yo era un imberbe con un título y una novia que no había pedido que se reía de mí desde la esquina de esa habitación.

Me puse a hacerle a la buena señora el boca a boca, sí, a pelo, con las secreciones de su edema pulmonar subiéndole y bajándole por la garganta, alternándole con un masaje cardiaco que debía estar haciendo partirse de risa a la silenciosa parca mientras esperaba a que dejara de hacer el ridículo. Harta de esperar, tomó las riendas y yo se lo agradecí, supongo que igual que la pobre abuela. Aquella mujer de pelo cano y cuatro pellejos debajo del camisón de franela fue mi primera experiencia con la muerte. No dormí el resto de la noche incapaz de alejar de mi memoria los recuerdos intangibles y los olores tangibles. Pero desde entonces, desde aquel desvirgamiento, ya no me ha abandonado en ningún momento.

He aprendido a adivinarla en algunas miradas, en algunos sonidos. He aprendido a darle la espalda y dejarla con un par de narices, victorias momentáneas, ella sólo tiene que sentarse a esperar en la puerta. Y lo mejor es que he ido aprendiendo a perderle el miedo. Soy como un chiquillo al que le aterraban los perros y a costa de ir viviendo con ellos, ahora no puede dormir sin sus ladridos. Como en todas las parejas, es importante no perderse el respeto. Y no sé por qué creo que ella me respeta, quizás que nos respeta a todos los médicos.

Anoche estaba de nuevo en la habitación de la Residencia de Ancianos, sentada en la esquina de la cama esperando turno. El pobre abuelo agonizaba con su Cheyne-Stoke a cuestas, sus pupilas ajenas a mis luces, y toda la frialdad del mundo en sus extremidades. Instintivamente miré sobre mi hombro como si la supiera allí detrás observando. Tardó casi tres horas en tomar posesión de su trofeo. Después me queda una sensación extraña, la falsa impostura de un pésame, el papeleo con los señores serios y trajeados de la funeraria sentados revisando lo que escribes y un baño de mortalidad y humildad que nos viene muy bien para bajarnos de nuestras torres de marfil de garantes de una de las tres cosas de las canción, aquellas que de verdad importan, según dicen.

Y quedamos ella y yo hasta la próxima, como antiguos amantes que se ven para echar un polvo, y se despiden pensando si tardarán mucho o poco en volver a refocilarse.

He empezado a hacer una lista con los pacientes de mi cupo que ya me ha arrebatado. Cosas de la mala memoria. Y se me hace raro saber de antemano quién será el último de esa lista.

Esta entrada les sonará rara a los jóvenes y sobradamente preparados médicos de familia que vinieron después de nosotros, y cercana a los que somos un poco más viejos y vivimos "otros tiempos"

Hoy término la entrada como el gran Miguel Angrl Manyez, con una canción sobre amores tórridos que ha servido para inspirar el título del post: Me And Mrs Jones, en la versión espectacular de Marvin Gayes.