martes, 8 de septiembre de 2015

El médico sin médico

Sus gafas siempre habían sido su barrera, y él lo sabía. Y jugaba esa baza, porque con esa cara de nieto de Dorian Grey, a veces, demasiadas, a la gente le costaba trabajo tomarle en serio. No es que no las necesitara, sin ellas no veía un pimiento, pero necesitaba aún más el aire de respetabilidad que le ofrecían. Porque él era y siempre había querido ser, un tipo serio. Desde el colegio. No es que no se hubiera corrido sus juergas. Para esas sí que se quitaba las gafas, y durante mucho tiempo, costaba que le dejaran entrar en los garitos. Pero él quería ser un buen médico, y creía imprescindible envolverse en un halo de seriedad, que transmitiera confianza a sus pacientes.

Tardó en descubrir el poder de la sonrisa en la consulta, venía con esos frenos difíciles de soltar. Cuando empezó a hacer la residencia de Familia, cayó en un grupo donde transitaban dos o tres de esos residentes un tanto desvergonzados, dados al chascarrillo y a la desdramatización. Le chirriaba bastante, pero no pudo evitar la atracción de la camaradería que irradiaban, y terminó integrado en el grupo. Eso sí, daba el contrapunto de seriedad sin caer en la pedantería ni el aburrimiento, así que al final, se hacía querer.

Después del inevitable purgatorio hospitalario, cayó en las manos tutorizantes de una eminencia con bigote, de las que hay que adivinarles la sonrisa con los pacientes, una de esas fotocopias de Ramón y Cajal, que luego en la cocina del centro de salud y con la taza del café en la mano sueltan unas barbaridades del siete. Así que parecían hechos el uno para el otro. Se cortaba la formalidad con un cuchillo. Pero él estaba a gusto, había tenido suerte.

Fue de los primeros entre sus compañeros en desembarcar en una consulta, y no como un invitado, sino para quedarse unos cuantos años. Los pacientes le miraban al prinicpio recelosos, y él se parapetaba un poco tras sus gafas salvadoras y su bata. Les ofrecía serenidad, profesionalidad y fiabilidad. Quizás echaban en falta ese toquecito empático (aunque no supieran muy bien cómo definirlo) pero hasta a los serios se les coge cariño con el tiempo, y a él se lo cogieron porque era buena persona y un excelente médico de cabecera.

Durante años escuchó, trató de entender, utilizó sus conocimientos para conducir a sus pacientes por una camino tranquilo, a pesar de los asaltos medicalizadores, de las tentaciones tecnologicistas, y de los miedos, los de ellos mismos, los de la sociedad en la que vivimos y los propios, pues los demonios habitan en nosotros, que digo habitan, campan a sus anchas como Pedro por su casa.

Fue un médico sensato, con el primun non nocere tatuado. Un buen bagaje. Hasta que un día empezaron a temblarle las manos, un temblor tontorrón, pero molesto. Se las miraba sin quitarse las gafas, como para darse a sí mismo seguridad. Siempre había sido un tirillas, pero de pronto empezó a percatarse que la ropa bamboleaba, y puso en valor los comentarios sobre su excepcional delgadez de los pacientes, sobre todo los de sus muchas fans de edad mediana, por lo indeterminada.

Una analítica extraída en su centro una mañana reveló un tiroides peleón y nervioso. Era de esperar. Se rellenó el mismo una interconsulta con los endocrinos, pero la dejó a su caer, no quería que le arrollara el síndrome del recomendado. Siguieron unas cuantas visitas amables con una endocrina que utilizaba un tono paternalista y docente que le incomodaba, pero como era de buen corazón (él, la endocrina no tenía ni idea) pensó que era más bien un problema de sus propios prejuicios que una realidad.

Y un día aparecieron los primeros fármacos: antitiroideos. "Vamos a ponértelos a dosis bajas, a ver cómo va tu tiroides". Sin más. Que no le hablara de efectos adversos posibles lo atribuyó a su consideración con un compañero. No es que fuera un pastillero, pero nunca le había hecho ascos a un ibuprofeno, o a un omeprazol si hacía falta, así que tampoco le dio mayor importancia. El problema vino cuando empezó a notar un desagradable cosquilleo en la pierna derecha. Hacía unos años, tras un par de ciáticas molestas por lo limitantes, había acabado con una resonancia de espalda escupiendo una bonita hernia discal, que el traumatólogo, y el no repetirse las ciáticas dejó en el limbo del olvido.

Ahora reaparecieron sus fantasmas, pero cuando, a la mañana siguiente, el runrún amaneció también en el brazo derecho,  y hasta en la pierna izquierda, las alarmas se pusieron en defcon cuatro en su cabeza. Al terminar la consulta se presentó en el hospital buscando a la endocrina. Ya se sabe, privilegios de ser de la casa. "No, es casi imposible que sea de la medicación. Si además la tomas a dosis muy bajas".

Salió de allí con una interconsulta con los neurólogos que decidió abreviar por la vía del amiguismo. Esta vez el síndrome del recomendado le importaba ya un carajo. Fue a degüello a abusar de un conocimiento que remató la pertinenete exploración neurológica pidiendo unos potenciales evocados y una resonancia magnética nuclear cerebral, así, como el que pide uno con leche.

Aquella noche no pegó el ojo. Fantasmas con caras de sillas de ruedas, de sondas nasogástricas para tragar, de amigos compungidos disimulando mal la pena. Los hormigueos llegaban ya hasta la coronilla, su cuerpo entero era un criadero de hormigas, la jodida marabunta. Desde su atalaya de serenidad intentó hacer frente a los infaustos pronósticos autoimponiéndose una resignación islámica. Pero aquel esfuerzo de contención contribuyó poco a disminuir los sudores nocturnos. A la mañana siguiente cogió el teléfono y llamó a uno de sus amigos, de aquellos que fueran en su día jóvenes juerguistas despreocupados, y que ahora peinaba canas en un pueblito estepario.

Le pidió su opinión profesional sin intentar disimular su angustia, ni su falsa resignación ante lo inevitable. Y aquel amigo se calzó las botas de sosegar, y despacio, sin atropellos, le cogió de la mano y le trajo a la senda de la serenidad, sin que sintiera en exceso la patada en el culo que le estaba propinando.

"¿Qué habrías hecho, qué le habrías dicho tú a un paciente si te hubiera consultado con este problema?  ¿Por qué le cuesta tanto creer a tu endocrina que la aparición de unos síntomas claramente  registrados como  efectos adversos en su ficha técnica, aunque se presenten con poca frecuencia, puede ser la explicación más posible? ¿Acaso lo vive como una amenaza, un descrédito de su decisión? ¿No hubiera sido más razonable suspenderte el medicamento un par de semanas para ver si existe relación causa-efecto?"

Y la pregunta más importante de todas: ¿por qué no tienes médico de cabecera?

Cremos que el hecho de ser médicos nos exime del miedo y la angustia, nos confiere la capacidad para mantenernos fríos y distantes si nos enfrentamos a nuestra enfermedad, o la de nuestros seres queridos, pero no es así. Somos usuarios con tarjeta oro de Sanitas, decidimos a qué especialista debemos acudir porque, quién mejor que nosotros. Nos engañamos. Porque la enfermedad desnuda nuestras miserias, y se nos nota el miedo debajo de la piel, y el raciocinio se va a tomar por culo.

Lo que deberíamos hacer es utilizar nuestros conocimientos para encontrar un gran médico de cabecera. y permanecer fielmente a su lado como cachorrillos, ni siquiera como iguales, ni como amigos. Estamos viviendo en un permanente riesgo de hacernos daño. Será mejor que abandonemos cuanto antes ese camino. Si no lo queremos para nuestros pacientes, como razonaron en su día Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández en el magnífico blog de Rafa Bravo Primun non nocere, no lo queramos para nosotros mismos.

Me comentaba no hace mucho el propio Gérvas que en Nueva Zelanda, uno de los indicadores de calidad utilizados a la hora de valorar a un médico de cabecera, era si éste disponía así mismo de médico de cabecera. Vale que Nueva Zelanda está en nuestras antípodas, pero ójala fuera así sólo en el sentido geográfico.

El dibujo, maravilloso como siempre, es de mi gran amiga Monica Lalanda


























4 comentarios:

Juan F. Jimenez dijo...


Por la forma de expresar y describir a las personas se nota que eres viejo amigo de los libros, y recuerda mucho -tal vez por nuestra inseparable condición de médicos- , a los "ensayos biologicos" de G. Marañón, un genero literario singular e inédito, en el que se analizan las grandes pasiones humanas a través de personajes históricos y sus características psíquicas y fisiopatológicas.
Si no los has leido te sugiero hacerlo, por ejemplo "Tiberio", "El Conde Duque de Olivares", "Antonio Perez, "Amiel" "Don Juan", etc..
Lo cierto compañero, es que tanto por el fondo como por la forma, es un placer leerte, Gracias por ofrecernos estas gotas de lúcida y lúdica literatura.

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias Juan, es una excelente recomendación. Así lo haré. Es un déficit que tengo que solucionar cuanto antes. Un abrazo

Anónimo dijo...

Perdone si mi comentario no tiene que ver con su post. Sigo su blog desde hace tiempo pero ahora me atrevo a hacerle una pregunta. Soy usuaria de e atención domiciliaria enfermería, ya que padezco una enfermedad incapacitante que me dificulta mucho la salida de casa. He decidido pasarme a una asistencia domiciliaria privada, por eso quiero que me den el alta en el programa de atención domiciliaria ¿¿puede el medico de cabecera negarmelo? ¿puede exigirme un seguimiento domiciliario?. Le agradceria información porque no se donde dirigirme ni como. Así se podrían ahorrar recursos y que los utilice otra persona que lo necesite de forma gratuita.
Saludos
Eva collado
neroeva2@gmail.com

Raul Calvo Rico dijo...

La conteste vía Mail. Un saludo y gracias por leerme.