lunes, 28 de diciembre de 2015

El último de Filipinas

Bueno, pues heme aquí después de un año frente a la página en blanco, e impelido por mi autodisciplina a escribir el último de los post de este narrador de historias, guionista de copy & paste, o plagiador de la vida, como gusten en tildarme vuesas mercedes. Domingo de madrugada, en mi cómoda y calentita cama, sin poder evitar un fugaz pensamiento dedicado a los que dormirán en el banco de un parque o en un cajero, en este mundo de ricachones con la conciencia social amputada. 

Y pensando sobre qué tema sería el más indicado para cerrar un año que ha soportado cincuenta y dos disquisiciones erráticas unas veces, desordenadas casi siempre, sinceras y entrañables en todos los casos (entendiendo por entrañables que han sido paridas desde las entrañas) pues embarcado en semejante reflexión, decidí dedicar el último post a hablar sobre mi. 

Y no se trata de un ejercicio de complacencia, unas inyecciones de bótox a mi ego, que, como el de casi todos los médicos, es convenientemente alimentado durante nuestra carrera, especialidades y práctica clínica, sino uno más de los actos de nudismo a los que me he venido de un modo u otro entregando alegremente cual mojigato converso al hippismo más irredento. 

Hace muchos años que coqueteaba con escribir. Fui de esos adolescentes un tanto raros que soñaban con escribir un libro, pero que chocaban irremediablemente con su falta de talento y una paupérrima imaginación. No obstante garrapateé algunas cuartillas que es muy probable que me avergonzarían si supiera dónde duermen el sueño de los justos. Mejor no saberlo. 

Luego cruce el desierto universitario, donde el bolígrafo cumplia otros menesteres y mis veleidades literarias fueron definitivamente enterradas, cubiertas por una pulida lápida de mármol con la inscripción "aquí yacen quienes nunca seremos" y mi fogosidad encontraba candela en devorar apasionadamente bibliotecas y releer compulsivamente a García Márquez. 

Y luego la conocí a ella. Se movía en un ambiente bohemio, donde rebosaba el arte en cada conversación, entre chicos que iban a castings de películas de cine, entre ensayos de compañías de teatro independiente, entre jóvenes directores de cortos prometedores, entre guionistas que preparaban un próximo rodaje. 

Yo me figuraba un mundo de tertulias del Café Gijon, una comunidad de gente interesantísima hasta cuando pedían pizzas por el teléfono, y en el espejo me parecía soso y vulgar. Y tuve miedo de decepcionarla, así que desenterré las grandes esperanzas (¡ay, Dickens!) y me compré un ordenador portátil. Y me puse a escribir. Y en realidad sólo quería tener una lectora, así que cada noche le daba a leer las páginas que había escrito. Ella las leía condescendiente porque estaba enamorada, y me sonreía, con una sonrisa inotrópica positiva, que desde entonces y hasta ahora a mí me ha dado la vida. 

Así que entregaba mis horas libres, que eran bastantes en aquel entonces protohistórico en el que decidí abandonar trabajos un tanto extraños intercambiándolos por horas para estar con ella. Ingresaba mucho menos dinero pero era sin duda, mucho más feliz. Y nunca escribía sobre Medicina o sobre las mil y una historia que llamaban a mi puerta, porque creía que era un truco de mago de verbena, un recurso tramposo para alguien con ínfulas de literato. Así que, embarcado en esas apostasías literarias me pareció menos titánica la tarea de escribir una novela, y a ello me dediqué con fruición y una buena dosis de autoestima propia y paciencia de ella, pues uno muy pocas veces es capaz de ver sus limitaciones, y una persona enamorada muy pocas veces es capaz de quitarle la ilusión a su amado. 

Y, entre medias, un cuentecillo bobalicón presentado sin querer a un concurso de pueblo (pueblo grande, pero pueblo) es premiado y al subir a recoger el premio mi ego flota a nivel himalayo y ella sonríe emocionada, y sus efectos inotrópicos positivos se multiplican en sobredosis casi mortal, y yo termino mi novela y allí se queda ocupando unos miles de bytes en el viejo portátil. Y el sueño de verla entre mis manos sigue recorriendo mi cerebro como esos aspiradores robots que no paran nunca de tragar pelusas, mientras la vida sigue, empujándome testaruda por el camino de la Medicina del pueblo y la cabecera de la cama. 

Y aunque, de un modo u otro (más de otro que de uno) consigues pasar las hojas de tu novela, tembloroso pero con delicadeza, como si fueran de papel de arroz y se deshicieran al contacto de la realidad, esa vieja vida sabelotodo ya se ha salido con la suya y te ha demostrado que no es tu senda esa que anhelabas, pero sonríe desdentada y te ofrece otros manjares irresistibles para cualquiera, para mí el primero. Así que, decidido a ser feliz en tránsito tan breve en el transcurrir infinito del tiempo, no pienso dejar escapar nunca ni una sola de esas sonrisas digoxínicas, y de vez en cuando, o de cuando en vez, quién sabe, puede que  vaya modelando con palabras historias de esas que creía me convertían en tramposo por reflejarlas, cuando, en realidad, ahora más viejo y más bobo, me doy cuenta de que, en lo que realidad me convertían, era en el escritor que siempre había querido ser. 

Gracias a todos por cada una de las más de setenta y dos mil veces que os habéis asomado a esta sarta de historias, cumpliendo un utópico sueño en el que no hay fronteras ni países, solo gente sencilla dispuesta a leer un rato, a sonreír o a humedecer sus ojos alguna vez, por el mero hecho de ser seres humanos. 

lunes, 7 de diciembre de 2015

Bichos raros

Estudiar Medicina ya era entrar en una academia de bichos raros. Un club de empollones con acné transmutados en la élite universitaria, ingenierías y arquitecturas aparte. Un grupo de frikies de la anatomía, del olor a formol, del microscopio y el café por arrobas. Durante la historia interminable en que se convertía la carrera había tiempo para todo, el tiempo que te da la juventud inmortal, donde dormir es estar muerto, y a los veintipocos quién quiere estar muerto. A la mierda James Dean y su bello cadaver.

Los que llegaban a la Facultad con pareja de high school iban percibiendo como las pequeñas grietas de las relaciones púberes se transformaban en el jodido gran Cañón del Colorado. Es lo que tiene quemarse las pestañas en los libros, no poder ir a esa excursión de amiguetes porque te machacarán en biología, u olvidársete el aniversario porque tres horas de cama apenas dan para fijar lo de patología médica y no dejan espacio a mucho más. 

No, no me malinterpreten. Durante la carrera hay tiempo para todo. ¡Cómo no iba a ser así si hay quien, cuando termina, ha pasado en ella una tercera parte de su vida! Y claro que perduran algunos especímenes capaces de superar la tormenta perfecta con sus novios y novias de sus pueblos, que se habían desgastado lo justo en magisterios, derechos y químicas varias. 

Pero lo cierto es que la inmensa mayoría llegó al otro lado del Sahara más solo que la una, o con otro naúfrago solitario, perdido y sediento al que se había arrimado para darse algo de sombra mutuamente. 

Y es que después aún quedaba el purgatorio, como si el mismísimo Dante hubiera diseñado nuestros estudios, y pasabas a enfrascarte en esa angustia de aspirante a registrador de la propiedad que es el MIR. Y entonces te merendabas el verano, el otoño y el invierno, condenado como un Sisifo a cargar con el Harrison de nuevo, a veces enclaustrado en la celda 211 de una academia de corte y confección de hacedores de exámenes, mañana, tardes y hasta noches, y díganme ustedes si hay relación que resista semejante estrés pretraumático. Así que la mitad de los bichos raros que lograron sobrevivir al título firmado por don Juan Carlos echaron por el sumidero de la paciencia infinita a un montón de bellísimas personas que habían dado sopas con ondas a Penélope, hasta que le reventaron la jeta de un buen bofeton al plasta de Ulises. 

Y no queda ahí la cosa: aprobados MIRes, comienza el éxodo en muchas ocasiones a lugares remotos, a meterse en centros de salud y hospitales donde te crees que hay luz del día porque lo has visto en la tele. Y los viajes a casa se empiezan a espaciar, y parece que ya apenas reconocemos el idioma en que nos hablan porque nos hemos acostumbrado a hablar en dialecto klingon-médico, y hay que ser muy médico o muy klingon para entendernos. Y como la comunicación parece limitada a los de nuestra especie, el resto de los humanoides nos miran con caras bobaliconas, mientras piensan que somos gilipollas y además alguien nos ha metido un palo de dimensiones bíblicas por el culo. Es lo que tiene ir a trabajar en bata güatiné o en pijama de colorines con chanclas. Nosotros nos tomamos muy en serio y los demás nos toman por los insoportables bichos raros que somos. 


Así que, así las cosas, las probabilidades de que terminada la especialidad perviva todavía alguna relación sentimental de un tiempo pasado, con un ser animado que no pertenezca al reino sanitario son casi las mismas que las que tenemos de no necesitar gafas: alguno no las lleva, claro, pero la verdad es que en las reuniones de médicos se pone las botas el Afflelou. 

La vida al lado de uno de nosotros no es fácil. Somos gente extraña, con costumbres raras difíciles de entender para quien no haya estado sumergido en nuestra miseria. Y sé que cuando leáis estas líneas, unos pocos sonreiréis ufanos por haber conseguido superar los doce trabajos de Hércules e iros a la cama con el noviete que os tiró los tejos aquel verano de los dieciséis en que por primera vez  rellenabáis el bikini. O con esa mozuela de hoyuelos en las mejillas con la que todos querían bailar en la discoteca de vuestro pueblo, pero que sólo aceptó apoyar su cabeza en vuestro hombro cuando empezaron las lentas. Tal vez en vuestras vidas consigáis el equilibrio con el resto del mundo que os confiere una visión ajena a las bellezas y a las tristezas que encierra nuestra profesión. Tal vez. 


O tal vez realicéis esfuerzos ímprobos por quitaros con la bata todos aquellos sentimientos que creéis que difícilmente podrían ser entendidos por alguien que no sea del planeta Klingon, por alguien que no vea cada día en la cara de las personas angustia, dolor, alegría, pena, desencanto, desesperanza o esperanza. ¿Puede un ser humano realmente despojarse de todo ese traje de sentimientos cada día? ¿Pueden esos esfuerzos convertirse en la carcoma que lentamente vaya abriendo agujeros bajo la línea de flotación?


Es difícil ser solo un ser humano en esta profesión de súper héroes. Sin duda, este es, como decía Mc Cartney, un largo y tortuoso (muy tortuoso) camino.