lunes, 31 de agosto de 2015

Olor a humanidad, olor a amor, olor a muerte

Una pareja extraña. Sin duda. Llegamos a la puerta del chalet a la hora de comer. Se han quedado las tortillas hechas enfriandose en la cocina. No sabemos nada de ellos, no son de aquí. 

Los desplazados molestan. Vienen sin sus informes, olvidan sus medicaciones, creen que estos secarrales son las riberas del Manzanares, y sólo somos un puñado de médicos de pueblo. Demandan y sobrecargan y los jefes no lo reconocen. Viejas quejas para viejos problemas con viejas soluciones. Forasteros en tu propio país. Un despiporre. 

Un chalet setentón con muros de gotelé grueso, una casa descolocada en medio de una urbanización burbujera. La puerta metálica está cegada con una malla densa. Oímos ruidos de llaves detrás y unos desasosegantes sollozos. Las manos tiemblan y no terminan de encarar la llave adecuada. La cerradura se atasca  y los sollozos se vuelven hipos y juramentos. 

Me cuesta adjudicarle una edad. Me lo impide una melena negra despeinada que cae sobre la cara, aunque medio enseña lágrimas de las que ensucian, y mocos. Me da la sensación que renquea un poco de la pierna derecha. Tartamudea, quiere contestar a mis preguntas, un tanto atropelladas por la premura, realizadas mientras buscamos el salón donde está su marido. Hay algo raro. 

Ese vistazo de perro viejo haciendo domicilios, ese análisis canalla de datos blandos que nos dan los cuadros, los muebles y los olores. Me sale sólo. Han sido muchos años. Cuadros impersonales, sillones y sofás a un paso de convertirse en vintage, pero por ahora vulgarmente pasados de moda. 

El está incosciente, sentado en el sillón con la cabeza volcada hacia atrás, la boca semi abierta. Al verlo, mi gesto instintivo es aproximar el oído para oír le respirar, aliviado. Mis compañeras despliegan su profesionalidad sin que medien apenas palabras. Mi olfato de perro viejo me señala una cartilla de las de apuntar los azúcares que esta semi escondida por una bolsa repleta de paquetes de tabaco. 

El LOW del glucómetro activa nuestros protocolos internos, los que no necesitamos que nos tatúen los jerifaltes. Luego los papeles doblados dentro de un sobre mugriento me revelan enfermedades de esas que manifiestan su crueldad devorando desde las tripas sin dar más oportunidades que las de despedirse de quienes quieres mientras aún te queda algo de aliento. 

Ella me confiesa que ha tenido una trombosis cerebral y me culpo por malinterpretar el arrastre de la pierna y de las palabras. Y entiendo mejor las lágrimas de desamparo que no han parado en todo el tiempo que ha tardado la glucosa al 50% en espabilar al caballero. 

Luego se sienta a su lado, ya recuperada la consciencia y el habla, y le da zumo de  naranja de un modo torpe y cariñoso. 

Qué ha llevado a aquellos dos seres golpeados por la naturaleza a abandonar sus redes de seguridad y venirse a estos pueblos a mitad de camino de ninguna parte, precisamente cuando la vida se empeña en forzarles el paso no puedo ni imaginármelo. Pero os garantizo que la miseria huele. El amor también, por cierto. 

Habíamos pasado buena parte de la mañana absorbiendo otros olores. Con el mismo aroma a desesperanza, pero rematados por una sonrisa agradecida a pesar de los auto-engaños que quieren hacer más llevadera la proximidad del final. El cáncer nos enfrenta a nuestros terrores más profundos: el dolor, la desesperanza y la muerte. Por eso nos aterroriza, y por eso requiere un valor del que no siempre dispones. Y esa cobardía  es de las pocas que no pueden reprocharse.

La muerte huele, es un hecho. Huele cuando empieza a sobrevolarnos. En realidad siempre está allí revoloteando como las gaviotas sobre el barco pesquero. Pero sólo nos alcanza su olor cuando nos decidimos a mirar hacia arriba. 

La guardia no estaba resultando demasiado complaciente. Hoy tampoco encuentro el ánimo. Quizás mañana. 

lunes, 24 de agosto de 2015

Confieso que no he vivido

Andaba yo esta semana aterrizando en las consultas tras veintitantos días de oír la palabra papá a ritmo de ametralladora, es decir, andaba con esa sensación de pérdida que te generan las vacaciones que morirán por un año, y de euforia por retomar aunque sea parcialmente las rutinas que desprecian los jóvenes alocados, y que tanto agradecen nuestros riñones añosos.

Andaba, como suele ocurrirme habitualmente, dándole vueltas al por qué de la dicotomía que muestran mis dos cupos, a pesar de ser muy similares en cuanto a numero y composición, y de soportar al mismo médicucho (o sea, yo) en los últimos nueve años, que es algo así como el séptimo de los problemas del milenio, esos que quedan aún por resolver, y con los que se pueden ganar un millón de dólares. Bueno, pues yo no tengo un millón de dólares, pero invito a una buena cena a quien resuelva el misterio: en uno se respira paz, tranquilidad, se mastica el tiempo. En el otro, se palpa la ansiedad en la sala de espera, se atropellan las consultas, el teléfono suena sin parar. Me preguntaba si se puede extrapolar un diagnóstico del DSM-IV a toda una población: trastorno de ansiedad poblacional. No sé. Se lo preguntaré algún día a mi psiquiatra steampunk de cabecera.

Andaba, también, ocupado pensando de qué hablaría tras esta primera semana de trabajo en esta modesta boutade, después de la serie veraniega de los pecados capitales, que, como todas las series, terminan afortunadamente.

Andaba mucho, como habréis podido apreciar.

Y en éstas estaba, cuando entró en la consulta Magano. A Magano no le ha llamado por su nombre de pila yo creo que ni el cura que lo bautizó hace mas de 80 años. "¿Qué nombre habéis decidido ponerle a vuestro hijo?"  Entonces alguien tosió con fuerza en la iglesia y el cura no pudo oírlo. Así que dijo: "Magano, yo te bautizo in nomine Patri, etc". Disculpen la fabulación, pero aunque sé cómo se llama, yo también le interpelo por su apellido y él tan a gusto. Venía Magano con unas bermudas que dejaban al aire las canillas morenas, su garrota en la mano y los audífonos chirriando como dos locomotoras locas. Se sentó a mi lado y sacó su libretilla cuadriculada de muelle, algo arrugada, con cuatro o cinco tensiones anotadas.

- "¿Qué tal en Torrevieja?". Magano se ríe con una risa de chaval travieso, como si estuviese en primera línea de playa viendo a las chavalas en top less.  - "¡Muy bien!"  Sin entrar en más detalles. Luego me cuenta que ha paseado por la playa, que han estado allí sus sobrinos. Magano es un solterón de los perjudicados por la falta de mujeres en el pueblo, el exceso de trabajo durante la postguerra, y las pocas habilidades sociales. Con otros dos compañeros de parranda, discípulos de soltería, eran clientes habituales del  puticlub de un pueblo cercano, aunque cuentan las malas lenguas que se enzarzaban en discusiones fieras por quién ha pagado esta Mirinda.

Sus cifras de tensión son muy buenas, renquea algo de la próstata, pero los bronquios le dan el respiro estival que tan bien le viene, así que esta contento. - Ahora me vuelvo para allá. Bromeo con él sobre lo bien que vive a su edad, mientras veo que hace mas de año y medio que no le hago una analítica. No soy de natural pesado, ya me conocéis, pero sus potasios y esas cosillas me inquietan (tomar un antihipertensivo y una pastilleja para la próstata tampoco es gran cosa a los ochenta y cuatro años) así que le pido que me ponga fecha cuando vuelva para mi pequeño ejercicio vampírico.

- Eso si vuelvo - me contesta. - En los últimos cuatro años he tenido que volver hasta dos veces para ir al entierro de un compañero, un amigo o un familiar. Igual me toca a mi esta vez. - Y vuelve a echarme la sonrisa de hoyuelos que derretía a las putas en la barra donde se calentaban las Mirindas.

Cuando Magano se marcha, me deja pensando en la tranquilidad con que va descontando, con que tacha los días en el calendario. Ya no me quedan paciente que atender en mi pueblo tranquilo. Tengo que acercarme a casa de un anciano que navega entre las tormentas de sus hijos veraneantes, esperando, con ansia creo,  que retomen sus vidas, y él sus tranquilidades, pero aun tengo tiempo para leer un artículo que propone que todos nos convirtamos en pre-enfermos, para así poder tardar mas en ser enfermos. Y me pregunto si no estaremos pre-viviendo, para así tardar mas en vivir, aunque en realidad estemos pre-muriendo, sin apenas habernos dado cuenta. Por si acaso, por ahora, prefiero confesar que no he vivido.

Pablo Neruda es para mi uno de los más grandes. Confieso que he vivido es su maravillosa obra autobiográfica, publicada en 1974, y cuyas últimas líneas están fechadas diez días antes de su muerte, el 23 de septiembre de 1973.














lunes, 17 de agosto de 2015

Los pecados capitales 7: la codicia

Codicia: afán excesivo de riquezas. Deseo vehemente de algunas cosas buenas.
Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. 23ª edición. Octubre 2014.

Hoy terminamos este camino dantesco de reflexión sobre nuestras flaquezas y debilidades. Ha sido un camino más duro del que los chascarrillos han podido aparentar, y solitario en realidad, sin mi Virgilio particular, excepto la propia conciencia, que no es moco de pavo.

Terminar con la codicia ha resultado paradójico. Porque en su concepto judeo-cristiano  de afán excesivo de riqueza también me contaminó en su día. Y porque en la más benevolente definición de los académicos de la RAE, sueño despierto cada noche de insomnio. Expliquémonos y sometámonos a su generosa indulgencia.

Primera parte: esa codicia infame y vergonzante.

Sí, yo también quise ver en la Medicina un camino para enriquecerme. Puedo poner excusas de juventud, pero excusas al fin que tapan poco las vergüenzas. Yo tenía la residencia tierna, y había encontrado de rebote en el deporte profesional un mundo de lujo de niños mimados acostumbrados a tener un médico a cualquier hora a golpe de teléfono móvil de última generación. Y aquel despilfarro de coches caros, de ropas de marca y porteros que aparcaban tu coche en la puerta del Barnum me atraía como la luz a una polilla, a una polilla cada vez más vacía de valores, y a la que, si le rechinaban los dientes, le bastaba con ponerse unos auriculares caros en las orejas.

Cuando te falta el contrapeso del amor profundo, es fácil perder la perspectiva. Y el sueño. Porque me faltaban días en el mes para pasarlos de guardia, en un trabajo que me llevaba de una casa a otra del Madrid de las horas golfas. Hacia visitas domiciliarias nocturnas para una compañía privada; yo pago, ergo el médico viene a las cuatro de la madrugada a mi corrala a verme un callo que me ha salido en el juanete. Regardé la gilipolluá (recuerdo de Tip y Coll sólo para viejunos)
Dinero a fin de mes, ojeras matutinas. Aunque no hay mal que por bien no venga: descubrí el gusto por los domicilios, ese mundo desconcertante donde las miserias se esputan con la tos y se defecan con las diarreas. Y donde las fotos y los muebles te cuentan historias increíbles, amargas o tiernas.


Y luego completábamos el dislate con un trabajo de Atención Continuada en el único Centro de Salud que quedaba abierto por la noche en mi ciudad de provincias, un centro que rendía pleitesía al gigantismo de las Urgencias del Hospital, abierto como un Seven Eleven solo dos calles más abajo. A veces sufríamos el trasvase de sus saturaciones y otras, muchas, nos compensaba con el hospitalismo ciego de la población: quid pro quo, como diría Hannibal Lecter (en este caso, con similar canibalismo)

¿Cómo, que me quedaba algún hueco libre, unas mañanas al bies? Sustituciones a saco, hoy por este, mañana por aquel, aquí un médico de pueblo, allí un pediatra moderno, acullá un expendedor de recetas y partes. Suma y sigue. La cuenta corriente engorda al mismo ritmo que se dilapida la buena Medicina que debía estar sembrada por ahí en algún lugar de tanta tierra yerma. Me hacia falta que alguien me incrustara una brújula en la cara, una auténtica patada en los cojones, vamos.

Hay relojes que sólo los para un martillazo. Y sólo hay una fuerza en la naturaleza humana capaz de convertirse en ese mazo pilón. Resumiendo, y para no entrar en detalles, me lleve el martillazo en salva sea la parte y tal día hizo un año. Al contrario que en el refrán, el amor entró por la ventana y a la codicia la dimos boleto por la puerta como señores que somos. El mazo aun respira tranquila cada noche en la almohada. Y por muchos años.

Segunda parte: la codicia benevolente. El deseo vehemente de algunas cosas buenas

Deseo vehementemente una sociedad sin miedos, de humanos preocupados por reír y gozar, o por llorar y sufrir, que no busquen respuestas a cada por qué, que sonrían cuando se despiertan por la mañana, y valoren la temporalidad de sus vidas, en vez de buscar una inmortalidad tenebrosa.

Deseo apasionadamente una sanidad justa e igualitaria, un reducto de humanidad y humildad, de comprensión y cariño. Una sanidad con ciencia y con conciencia, ajena a las perversiones del dinero, preocupada y ocupada en servir, centrada en el que necesita ayuda en el trance del enfermar o del morir.

Deseo ardorosamente un sistema sanitario repleto de médicos de cabecera que se sepan el nombre de sus pacientes, que sepan cuantos nietos tienen, que sepan por qué le abandonó su mujer, que sepan por qué no se habla con su hermana. Repleto de gestores que olviden sus números y vuelvan a ver a las personas, que entiendan quien debe ser el centro de todo.

Deseo entusiastamente un mundo de hospitales pequeños, con pocas camas, abiertos y cercanos, con muchos generalistas y visitas continuas de los médicos de cabecera. Un sistema con unos pocos hospitales que concentren esos ojos de cíclope enormemente necesarios, pero en su justa medida. Médicos que vuelvan a sentirse médicos, traumatólogos que  ausculten a un paciente que tose, cirujanos que interpreten un electro, neumólogos que sepan calmar el dolor de un cólico nefritico de uno de sus pacientes sin rellenar siete hojas. Y pacientes que sean personas, no números en una habitación, o, peor aún, diagnósticos fríos.

Deseo fervientemente una vuelta a la medicina rural de siempre, médicos de cabecera abandonando las trincheras de sus consultas, renegando de los edificios gigantiásicos, a los que se encuentre en la casa de una ancianita, o en la guardería, o hablando con los gitanos que acamparon junto al río, para ver si han vacunado a su chavalería.

Deseo todo eso en una noche oscura, con ansias en amores (por la Medicina) inflamada, ¡oh, dichosa ventura! estando ya mi casa (gracias a estas reflexiones veraniegas) sosegada. Y que me perdone San Juan de la Cruz por el atrevimiento de robarle unos versos.


Con este retablo final completa El Bosco, al igual que lo hacemos nosotros, la Mesa de los Pecados Capitales que puede admirarse en el Museo del Prado de Madrid.
En ella, representa un juicio en el que el juez, lejos de impartir justicia, acepta un soborno de una de las partes o incluso de las dos partes en litigio. (Wikipedia)



lunes, 10 de agosto de 2015

Los pecados capitales 6: la envidia

Envidia: tristeza o pesar del bien ajeno. Emulación, deseo de algo que no se posee. 
Diccionario de la Real Academia Española. 23ª edición. Octubre 2014.

¡Ay, la envidia! Hablar de la envidia en un blog de un español, y no irse a los 150.000 caracteres sin espacios es tan difícil como que mi madre sepa decir a sus amigas cual es la especialidad que hizo su hijo el médico. Al final, la mujer termina diciendo que es médico en un pueblo y ahí lo deja, sospecho que con un deje de vergüenza y... ¡anda! con envidia de la que dice que el suyo es cirujano en el hospital donde operan al rey.

En fin. La envidia es el ancla que arrastramos por la senda que nos lleva a la felicidad. Si finalmente hemos consensuado con los gurús de la espiritualidad (y conociendo el Nepal sólo por Españoles por el mundo) que la felicidad es disfrutar de lo que uno tiene, la envidia viene a meternos el dedo en el ojo de nuestro camino zen. A joder la marrana, vamos, en román paladino.

Así que, hallándome como me hallo a estos mis cuarenta y tantos en estado de felicidad, sí, como suena, y sin necesidad de ser mucho más explícito, pues, ingenuo de mi, creí que me costaría escribir sobre esta toca pelotas. Pero, no. No. En la breve reflexión previa al tecleteo, ya tuve que decidir centrar el tema en la Medicina y adláteres, para no caer en el terreno mas mundano de mis entretelas. Ustedes me comprenderán.

Y antes de lanzarme a relatar mis envidias médicas, versión abreviada, no se preocupen (la versión del director da para una novela y de las gordas) quiero dejar claro que no se trata aquí de hablar de esa estupidez que nos hemos inventado para justificarnos, la envidia sana (ya se sabe, añada usted salud a cualquier cosa, y manita de chapa y pintura, como nueva). Hablaremos de envidia de la de verdad, la humana, la que huele, esa.

Aterrizar en la Facultad y la primera en la frente. Resulta que allí había un ciento y la madre de hijos de médicos, chicos y chicas que llevaban mamando desde la cuna la filosofía de esta profesión, que habían visto a sus padres llegar a casa ojerosos y sonrientes, agotados y satisfechos, que habían oído anécdotas emocionantes, divertidas, tristes, que habían adivinado entre líneas el traje de súper héroe de su padre o su madre. Yo, ni por el forro. Mis tratos con la Medicina se limitaban a las visitas del pediatra (sí, antes iban a tu casa cuando estabas fatal, increíble, ¿verdad?) y pare usted de contar. Afortunadamente crecí en una familia "desmedicalizada", de las de vacunas y se acabó. Con cinco hijos, había poco tiempo para pasar el día en la consulta y mi madre aun no se había dejado expropiar su capacidad de cuidar a sus vastaguitos. Mi llegada a la Medicina fue la evolución lógica de un tipo listo al que se le daban bien las ciencias pero le encantaban las letras: una ciencia humanística.

Luego vino la envidia de esos fieras capaces de sacar una notaza en el MIR y poder así elegir la especialidad que querían. Yo, maniatado por mi complejo de inferioridad, que en realidad no era mas que una constatación de capacidades, apenas me esforcé en prepararme, allí me presenté y, en un golpe de fortuna, en una lotería de esas que no sabes que te ha tocado hasta que pasan los años, me encontré residente de medicina de familia.

Y podemos añadir la envidia de tener un trabajo de sólo tres año fijos,  mientras mis amigos tenían cuatro o cinco, que terminaban casi siempre en contratos en sus servicios, el que no lo complementaba con trabajitos en las privadas (eran otros tiempos, menos precarizados en los hospitales), y yo desaguando en un mercado saturado por una bolsa de médicos que durante años había quedado excluidos de la élite MIR, pero se ganaban las habichuelas en el mercado libre de la Atención Primaria.

No, no tenía envidia de sus especialidades, todas me parecían excesivamente cortas de miras, no me veía a mi mismo restringido a una sola faceta de la Medicina, es una cuestión de gustos, que no se me enfade nadie. Pero ese brillo social de cualquier especialidad hospitalaria, esas preguntas de "¿en qué hospital trabajas?", esas insinuaciones de si me quedaré para siempre en el pueblo o ascenderé a trabajar en el hospi. He sentido una especie de envidia de clase que me ha costado aprender a desterrar.

La lista de envidias, ahora que la desgrano, no solo me avergüenza, incluso me asusta. En fin, dejémoslo aquí. Yo ya me he embarcando en el camino de la felicidad. Lo he hecho desenganchándome los anzuelos que me lanzaba la envidia dichosa, y os aseguro que se camina mucho más ligero. No digo que no me pinche de vez en cuando, a quién no, solo faltaría que tuviera que andar detrás de mi la Congregación para las Causas de los Santos. Que estén tranquilos, que este pecador, seguro que seguirá pecando.

En esta ocasión, El Bosco, representa a la envidia en La Mesa de los Pecados Capitales (Museo del Prado. Madrid) con una pareja de enamorados (un burgués que intenta seducir a la mujer de otro) dos señores (un mercader que mira a una joven noble que lleva un halcón en el puño) y en la calle, dos perros con un hueso. (Wikipedia)



sábado, 1 de agosto de 2015

Los pecados capitales 5: la gula

Gula: Exceso en la comida o bebida y apetito desordenado de comer y beber. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. 23ª edición. Octubre 2014.

En el pasado cualquier forma de exceso podía caer bajo la definición de este pecado (wikipedia)

No, no me paso la consulta comiendo, ni bebiendo. Ni compulsivamente ni circunspectamente. No mordisqueo galletas escondidas en el primer cajón de  mi mesa entre paciente y paciente (me imagino recibiéndoles con la boca llena, escupiéndoles migajas mientras amnanniseo, pobres)

Tampoco guardo una petaca  de whisky en el bolsillo de la bata. Sería difícil en mi caso, porque la pobre creo que duerme el sueño de los justos en casa de alguno de mis cuñados que se metió en su día a pintor de brocha gorda.  

Mis pecadillos de gula se limitan a unos caramelos de eucalipto con miel que me trae el bueno de Fulgencio  cada vez que viene a la consulta a charlar un poco de su mujer y sus lagunas de memoria cada vez más profundas y anchas, y echamos unas lágrimas por aquel hijo que se les fue tan cruelmente en su niñez e hizo de sus vidas un infierno de pena y pastillas para los nervios. 

Apenas bebo durante la consulta. Me lo reprochan mis residentes, muy adictas ellas a los buchitos de sus botellitas de agua mineral (algunas recomendadas por los amigos de la AEP, que al fin y al cabo, no ha tanto que abandonaron el desideratum de la edad pediátrica)

Eso si, no perdono los cafés. Uno en casa, madrugador,que comparto con Rosa Taberner por esas magias del Twitter que me permiten ver amanecer el cielo de Mallorca, otro antes de empezar en el bar del pueblo, codo con codo con mi compañero, enfermero de los que fueran jefes locales de  Sanidad, hijo adoptivo del pueblo por desposorios, mientras se despereza la auxiliar de la residencia del turno de noche y miro para otro lado con falso disimulo para que no le sepa amarga la copa de coñá al bueno de Mauricio. 

Luego un tercero a media mañana que no me lo pongo con un 18 porque no quiero molestar al enfermero.  En fin, que no trabajaré a turnos, como dicen los chicos de la Cochrane, pero que yo diría que este espabile que me da la cafeína no es gula sino pura y dura necesidad. 

Pero abandonemos la infructuosa búsqueda de la gula tardo-cristiana, de difícil encaje en mi día a día (aunque no inexistente en este páramo, como bien saben los chicos de la BigPh) y centrémonos en el más abstracto que recogían los wikipedienses, con esa referencia a un pasado de excesos que se me hace un presente. Y ahí sí que hemos pecado, y lo hemos hecho como gordos cardenales renacentistas. De algunos de esos excesos ya hemos hablado: de diagnosticar, de medicalizar la normalidad, de pruebas, de búsquedas, de fármacos, de atemorizar y exigir y regodearnos luego en el medico-centrismo.


Pero hoy quiero flagelarme por el terrible pecado del exceso registrador, el ansia de escuchar cien mil clicks en cada consulta, de dejarme los ojos en los pixeles, sin saber de qué color son las pupilas de quien me habla, de cambiar ítems de estado, de destacar sobre todos los demás en las estadísticas que me enviaban los sabios que habitan las cavernas de las gerencias. 

He puesto caras de seboso pervertido ante un protocolo completado, ante unos  parámetros clínicos rellenos ad nauseum,  ante un botón derecho que me desplegaba un mundo secreto de opciones. 

Y en medio de aquel placer insano, de aquel estómago a punto de vomitar para seguir comiendo, he olvidado el auténtico sentido de mi misión, el deleite de un manjar explotando en mi paladar en forma de datos que no engordarán estadísticas, pero que me servirán para conocer las inquietudes de un paciente. He olvidado el aroma de un vino disfrazado en un efecto adverso que generó una desconfianza hacia ciertos tratamientos, algo mucho más importante que registrar a los 90 años si se ha hecho una citología en los últimos cinco años. 

He olvidado, en fin, que lo que tenía entre manos era sólo un instrumento para lo que de verdad tenía que tener entre manos. Que comer y beber era una necesidad para seguir viviendo, una necesidad de la que puede devenir un placer, por qué no, pero necesidad al fin y al cabo.

Y como un franciscano arrepentido, me he puesto el más viejo de mis hábitos, he apretado fuertemente mi cilicio, he dejado en un lado el oscuro deseo de mis gulas, al que sólo me entrego tras un padrenuestro rezado entre dientes al dios de la medicina de cabecera, desde mi silla, al nivel y junto a la de mis pacientes, y en pequeños y disimulados bocados, aunque les quite el sueño a mis gerentes y pretendan, sin suerte, tentarme con sus incenti-viles manjares. 

Que ustedes disfruten con la venia de sus festines veraniegos. 


La representación de la Gula por parte de El Bosco, en su obra La Mesa de los Pecados Capitales, que se encuentra en el Museo del Prado, es una escena de interior con cuatro personajes. A la mesa del banquete hay un hombre gordinflón comiendo. A la derecha, de pie, otro que bebe ansiosamente, directamente de la jarra, lo que provoca que el líquido se le caiga de las comisuras de los labios. A la izquierda, una mujer presenta una nueva vianda en una bandeja. Aparece un niño obeso, simbolizando el mal ejemplo que se da a la infancia, que reclama la atención a su obeso padre, En primer plano, una salchicha se asa al fuego. (Wikipedia)