domingo, 24 de enero de 2016

Despedida y cierre

Aquel viernes de octubre era mi último día. Habían pasado casi siete años desde que me llamaron para ofrecerme ser el médico de un nuevo turno de tarde en un pueblo de la periferia de la capital, un pueblo desproporcionado y elefantiásico, con un consultorio enorme con un nutrido turno de mañana. Un pueblo que, como los nuevos ricos, exigía su turno de tarde porque él no iba a ser menos, porque, al fin y al cabo, los abuelos habían quedado relegados a una minoría y el pueblo crecía con la savia joven de las parejas que compraban su adosado y trabajan de ocho a tres en cualquier cosa relacionada con la construcción. Porque aquel pueblo soñaba con ser una ciudad y renegar de sus orígenes de bar en la plaza y carajillo antes de sacar a las ovejas o el tractor.

Y nada mejor para convertirse en una metrópoli moderna que tener el consultorio abierto noche y día. Pero como no nos dejaban de noche, estas cosas de la política que nos ponen zancadillas para no prosperar, pues nada, al menos hasta las nueve de la noche, médico, enfermera y administrativa, y con una ambulancia en la puerta, aunque no haya nadie que la conduzca, pero que quede resultona en la foto. 

Aquella tarde de viernes de octubre era mi último día. Desde hacía un par de semanas la noticia había corrido por el pueblo, pólvora de la buena, confirmada por el propio protagonista ante quien viniera a preguntárselo. La suerte estaba echada sin marcha atrás posible. La oferta en la provincia vecina solo había venido a precipitar la inevitable retirada, impuesta por mi interinidad y una muchachita de Valladolid que añoraba volver a la capital, aunque fuera a sus aledaños. 

Las visitas durante esa última semana habían estado repletas de expresiones de disgusto, de posturas reivindicativas, de "con quien hay que hablar", de firmas coactivas que quedaban en el limbo a la espera de ser recogidas. Pero la rutina se había resistido a forzar la mano, y las consultas siguieron fluyendo con sus cuitas, sus miedos, sus angustias y hasta con sus sueños. A mí me costaba horrores seguir el hilo de la continuidad de aquellas vidas que seguían desnudándose ante mí, porque el ser humano se pierde fácilmente cuando no tiene horizonte, y yo, como es lógico, había llegado al cénit y no me sentía capaz de engañarme a mí mismo con un nuevo amanecer que sabía que ya no vería. 

No obstante me puse mi carnet de profesional en la boca, como cuando entraban los grises en los bares, y repartí cuidadoso, para no herir egos posteriores y no sembrar en barbechos que ya no me pertenecían, recomendaciones, sugerencias, y hasta señales orientativas de las que se ven en la oscuridad. 

Pero aquellas horas de aquella tarde de aquel viernes de octubre iban a ser mis últimas horas. Llegué al consultorio temprano, mirando con ojos fotográficos, los que nos salen instintivamente cuando miramos las cosas de siempre pensando que no volveremos a verlas, dedicando una instantánea a cada pequeño objeto, a la puerta, al cartel con el nombre, al mostrador, al pasillo. Son esos momentos en que percibes el espacio que han ido ocupando los objetos en nuestra vida, y su lucha por permanecer en un recuerdo de donde cuesta sacarlos. En realidad, se echarán a dormir sobre ese recuerdo y ya no despertarán hasta que los traigamos nosotros. 


Repartí besos entre mis compañeras de la mañana, y despedidas breves porque hablar con la laringe espasmódica es difícil y cuanto más breves, menos despedidas parecen. La administrativa me tenía preparada la lista de pacientes que parecía dos páginas de la guía de teléfonos. Era de esperar. Mi compañero me guiñó un ojo y me soltó desde sus barbas una de sus sonrisas de baño y masaje que me dejaban nuevo. La apariencia de normalidad era crucial para sostenernos a todos en medio de aquel desplome de sentimientos, y por el momento, no nos estaba yendo tan mal. 

Revisé la lista ya en mi consulta, sonriendo ante el acúmulo de las grandes estrellas del reparto. Tal como me esperaba, la mayor parte de aquellos últimos minutos se los habían repartido con avidez caníbal la mayor parte de aquellas personas que habían exprimido mis recursos de novato en las lides de un cupo en propiedad. Era lógico. Yo creía haberles dado una parte importante de mi, y pensé que habrían reservado en justa correspondencia una palabra de despedida, quizás una lagrimita. 

No consigo recordar con nitidez ninguna de aquellas consultas. Todo lo que ha quedado en mis recuerdos son sensaciones, pero también pueden servir, siempre y cuando sea capaz de moldearlas con palabras. Durante aquella tarde final que creí de agradecimientos compungidos, la mayoría de las personas que se sentaban por última vez ante mí dejaron caer un reproche, una queja o un lamento breve, pero ninguna de estas cosas les distrajo de su relato de dolores, angustias, insomnios, peticiones de pruebas o derivaciones. Y mientras, yo iba asombrándome cada vez más, como el niño que ve por primera vez el mar y no consigue percibir la enormidad de lo que ve. 

Cuando el último paciente se hubo ido, apenas podía creerme que aquella hubiese sido mi última consulta. Estaba enfadado y triste, y me marché para siempre de aquel pueblo como Santa Teresa, limpiándome el polvo de los zapatos. Durante años guardé un rencor infantil a esas gentes por aquella ultima tarde de consulta, que a mí me pareció tan egoísta y desconsiderada. Pero el tiempo es un oxidante de recuerdos mejor que el salitre del mar, y permite la reflexión serena, y a veces, hasta la reconciliación. 

Así que cuando el tiempo le dio al recuerdo su pátina de óxido, pude pararme a pensar que tal vez durante años me había sentido demasiado importante en medio de aquellas gentes, había creído que mi presencia era el núcleo irradiador que las había permitido seguir viviendo mientras órbitaban en torno a mi consulta. Me había erigido en mis fantasías en un padre protector de tan frágiles criaturas. Y por ello había pensado que debían ponerse cilicios en las cinturas y fustigarse con látigos de siete colas, desesperados por mi marcha. Y no había tenido la humildad necesaria para darme cuenta de que lo auténticamente importante eran sus dolores, sus angustias, sus insomnios y sus miedos. 

Lecciones de humildad que he recordado esta semana en la que un buen amigo se despedía de sus pacientes. Un médico de cabecera de los comprometidos con las personas, que habrá sufrido la separación, sin duda, pero que estoy seguro que la ha vivido con la humildad que yo no tuve en su día, la que nos permite tener siempre presente que la vida seguirá su curso, nos empeñemos o no en acompañarla. 

Dedicado a mi amigo Fernando Casado, a su despedida y a sus nuevos horizontes. Os dejo con su emocionante despedida a sus pacientes. 







lunes, 18 de enero de 2016

La charla

Era tarde, hacia frío y estaba cansado. Una triada nada recomendable porque normalmente no suele augurar nada bueno cuando estas de guardia. Los años perros te han hecho aprender a palos en los lomos que es mejor no pensar en ello, pues cualquier situación es susceptible de empeorar. Especialmente estando de guardia. 

Dejemos aquí unos segundos de sonrisa y reflexión para quienes leen estas líneas y han pasado por ello. Una vez evocados los últimos recuerdos particulares y cabeceado un poco, continuemos con el relato. 

Decía que como buen perro apaleado, evito estas reflexiones todo lo que puedo por el terror que impone su efecto imán, pero es que hacía frío y estaba muerto de sueño, así que los minutos parecían sumarse en vez de restarse, y yo no veía la hora de que terminase el tormento. Por eso, cuando sonó el timbre, desagradable y chicharrero, me levanté del sillón jurando en arameo clásico, seguro al cien por cien de que se avecinaba el Apocalipsis. Me lo estaba buscando. 

En la puerta, azotados por el viento helado, había una pareja joven. El sujetaba una Maxicosi de donde sobresalían veinte mil mantas y toquillas, y ella tenía los ojos rojos enmarcados por mil arrugas de cansancio infinito y una pena sobre los hombros que le pesaba más que el abrigo mal cerrado con que se protegía de la noche imposible. 

Pensé en los clásicos mocos nocturnos que tanto nos gustan en los servicios de guardia aquí y en Kuala-Lumpur, pero el padre de la criatura invisible me dejó un correcto buenas noches mientras se dirigió sin titubeos a colocar el cuco sobre una de las sillas de plástico de la sala de espera con sumo cuidado, separando algo los ropajes para que circularan una o dos moléculas de oxígeno. Ella enfiló derecha hacia la luz de la consulta, en un camino sin duda recorrido anteriormente, de los que dejan recuerdo, y se dejó caer junto a la mesa, sacando su tarjeta y esperando a que me sentase. 

Sigo recordando sus ojos exhaustos, el pelo desordenado y un aura de fragilidad de las que me aterroriza dañar con alguna torpeza. Cuando detecto un marco tan delicado procuro ser parco en palabras, pero generoso en sonrisas. Las utilizo como si fuera papel de burbujas, e intento rodear a cada uno de nosotros, a cada uno de los objetos incluso, con ellas, como si fuéramos porcelana china por desembalar. 

No es fácil tratar pacientes que no conoces de nada, es un poco ser trapecista sin red. Y a mí me dan bastante miedo las alturas. Por eso me manejo mejor en las bajuras de mis pueblos, donde me siento más cerca de los sentimientos. Así las cosas, confiado en haber utilizado suficiente papel de burbujas, me ofrecí a ayudar a aquella mujer en lo que me pidiera. Yo creo que la descolocó un tanto la fórmula, o que se sintió cómoda con tanta burbuja. Lo cierto es que me pidió que le retirara la leche. Quería dejar de dar el pecho a su bebé. 

Entonces lloró. Yo saque más papel de burbujas, mientras ella se sonaba los mocos. Repartí sonrisas y obviedades a partes iguales. Seguro que estás agotada, los primeros días en casa son muy duros, no te preocupes, esta sensación de tristeza es muy frecuente. Quería dejar de una vez los tópicos así que opté por cerrar el pico y darla tiempo a que se sorbiera las lágrimas y dijera algo. 

Ella había esperado esa hija con absoluta ilusión, sin la más mínima sombra de duda de su capacidad para ser madre, y en solo unos días se sentía absolutamente derrotada. Y sola. E incomprendida. Estaba harta del dolor que sentía en los pezones, estaba harta del calor insoportable de las tetas, de los cabezazos de la niña que no sabía engancharse, que escupía el calostro y lloraba desconsolada a la hora de los serenos, dejándola con el pecho duro y dolorido y muerta de sueño. Estaba harta de sentirse una inútil incapaz siquiera de hacer lo que cualquier mujer llevaba haciendo miles de años, así que quería cortar por lo sano, quería una pastilla que le lavara la conciencia y justificara los biberones y la leche en polvo. 

Me miró orgullosa después del discurso liberador, con esa mirada que dice en voz alta: no te atrevas a juzgarme tú, que no tienes ni idea de por lo que estoy pasando. No la mantuvo mucho, porque enseguida percibió que no había necesidad. He abandonado hace tiempo la prerrogativa de juzgar, que nunca debimos arrogarnos, pero que todos hemos arrastrado en una profesión de miserias y grandezas humanas como la nuestra. Pero no he abandonado, ni espero abandonar nunca, la capacidad de sentir pena por un ser humano que sufre. Si lo hiciera, tendría que abandonar la Medicina. 

Así que ni me negué a su petición, quería demostrarla haciéndola la receta que no era su juez, que solo pretendía ayudarla. Pero mientras la hacia, empezamos a hablar. Fue una conversación tranquila, sin reproches por ninguno de los dos lados. Fue una conversación sencilla, buscando desmenuzar los problemas, desmigarlos para digerirlos mejor. Fue una conversación de lo más sencillo a los más complejo. Hablamos de dormir, de comer, de reír y llorar. Hablamos de su niña apoyada contra su pecho. De la felicidad inmensa aunque dure un minuto. Y de los miedos. 

Hablamos mucho aquella noche en que era tarde, hacia frío y yo estaba cansado. 

Hablamos hasta que se hizo un silencio y ella se levantó sonriendo. Cogió su receta, que estaba abandonada sobre la mesa y explotando al moverse todas las burbujas que nos rodeaban, me dijo que pensaba que no se la iba a tomar de momento, que se daría a sí misma otra oportunidad. La acompañé a la puerta donde se reunió con el hombre del capazo. Echó un vistazo al bulto informe que reposaba bajo las mil capas y tras decirle una frase breve tranquilizadora a su acompañante, se marcharon con prisas a refugiarse del vendaval en su coche. 

Yo me fui a la cama y me pasé un buen rato recordando la cara de pavor de mi mujer cuando nació nuestro primer hijo, su agotamiento, lo perdidos que nos sentimos sin nadie que nos escuchara cuando implorábamos ayuda, porque las enfermeras, seguramente saturadas y desbordadas, pasaban raudas haciendo su trabajo y no tenían tiempo para memas primerizas incapaces de hacer algo tan sencillo como amamantar. Habían pasado mil años. 

Y pasaron mil más. Era una mañana de sábado. Una sala de espera abarrotada de niños vociferantes, con sus sempiternos mocos y sus fiebres recién paridas que no terminan de bajar con apiretales y dalsys. Yo me lo tomaba con filosofía de la barata. A esa media mañana del fin de semana siempre la he llamado la hora Warner, parodiando, en un derroche de ingenio de ese que me ha hecho un famoso humorista, a un viejo programa infantil de la tele. 

Esperando en las sillas plasticosas, una lindeza de tres añitos rubia estaba sentada junto a un cuco donde jugaba con el chupete una bebé vestida de rosa riguroso. Los papás sonreían mirando el cuadro, y yo, aún en las primeras horas de la guardia, con el depósito lleno de empatía, les interrogué sobre las edades de ambas. La pequeña lucía mofletes de anuncio de Maizena y pregunté a la madre si la amamantaba. Ella se marcó una sonrisa que iluminó toda la sala de espera y me contestó:

- Sí, se lo doy, como hice con su hermana hasta que tuve que incorporarme a trabajar, gracias a aquella charla que tuvimos hace más de tres años. Nunca me tomé aquella pastilla. 

Aquella guardia no se me hizo larga, no hizo frío, y no recuerdo siquiera haberme cansado.  


Dedicado a Ángeles, matrona durante años, casi siempre en Atención Primaria, comadrona experta en ayudar a las mujeres que han deseado parir en sus casas, y sin duda, la persona que más me ha enseñado sobre cómo tratar a la mujer en todas las etapas de su vida. 

Gracias a ella soy mejor medico. Porque haberla conocido también me ha hecho mejor persona. 


sábado, 2 de enero de 2016

Obituario

Desde hace un tiempo tengo un obituario. Lo guardo en esa maravilla electrónica que me sigue a todas partes en el bolsillo del vaquero, ese mini ordenador que alguna que otra vez, de forma cada vez más asombrosa, me permite hacer una llamada de teléfono. Esto lo cuento para los que creen que ser un médico de pueblo es ser un analfabeto tecnológico.

Tengo una nota que titulé, un poco pomposamente, en un latín inculto, in memoriam. Debajo aparece el nombre de cada uno de mis pueblos, y una relación de las mujeres y los hombres que han muerto desde que yo aterricé, este año hará ya una década. Junto a sus nombres, una breve frase de recuerdo, no es un certificado de defunción, ni es un determinación de causas: son muchas veces sentimientos, rasgos, recuerdos con carga de profundidad evocadora. 

No recuerdo los nombres de todos, para mí vergüenza. Hubo tiempos en que la vida transcurría demasiado deprisa, y el galope de las caballos no me dejaba escuchar, solo oía estruendo. Aunque, sin excusas, debí haber estado más atento: me faltó paciencia y descubrir el gusto de la intemporalidad. Aun así, me he propuesto ir averiguándolos como investiga estas cosas un médico de pueblo, preguntando a los vecinos. Hay algunos de los que conservo el recuerdo de su mote, que en muchos casos es un árbol genealógico de raíces más profundas que algunos títulos nobiliarios. De otros, solo los lazos de parentesco que me regala la longitudinalidad, el día a día con sus familias o sus amigos. 

Nunca he comentado con otros compañeros si tienen costumbres parecidas, pero la necesidad de grabar en palabras sus caras, convertirlas en inmortales, en la frágil inmortalidad de la batería de mi teléfono móvil, germinó en mí como esas arrugas de las sábanas que no te dejan dormir a pierna suelta, pero que sabes que la más absoluta pereza te impedirá levantarte a deshacerlas. Mi mujer dice que estoy pirado porque alguna noche ha sentido que me levantaba y me obstinaba en reconstruir la lisura perdida, y no le quito la razón, faltaría. 

Así que un día decidí vencer la pereza y les puse palabras a los recuerdos. Para mí, las palabras son joyas delicadas. De vez en cuando leo el obituario y les quito el polvo a esas joyas con mimo, como el mayordomo que sabe lo que vale la cristalería de Murano. No es una lista larga, medio centenar, pero tardo cierto tiempo en leerla, y suelo hacer algún añadido, o corregir un tanto, como si recolocara la cristalería de una manera distinta en su vitrina una vez limpia. 

Y detrás de cada línea me asaltan las historias, cincuenta vidas multiplicadas por millones de acciones, cincuenta memorias recordadas detrás de no sé cuántas puertas, con un enigmático efecto mariposa de recuerdos, que salta de uno a otro y a otro y a otro, muchos aquí, y quién sabe cuántos allí o allá. 

No, no guardo un obituario por ser especialmente macabro. No tengo oscuras y tétricas intenciones. Tampoco lo hago por necesidad de justificarme. Y no porque no haya creído todas y cada una de las veces que hubiera podido hacer algo más. He sido educado en una férrea cultura de enfrentamiento con la muerte, en la absurda creencia de que los médicos estábamos hechos para vencerla, sin que me dejaran, en todos los años en que estuve convirtiéndome en médico, que mirara el reverso de esa sentencia, ese en el que pone que, realmente, a lo más que llegamos es a retrasar su victoria.  

Y tantos años escuchando la cara A del disco hacen inevitablemente que a la mínima oportunidad tararees la musiquilla, y te pares a pensar en pruebas no pedidas, antibiótico no mandado, derivación demasiado tardía, no se, un sinfín de señoritas Rottenmeyer metidas en tu cerebro golpeándote con una vara flexible en los nudillos recordándote que podrías haber sido mucho mejor médico. 

Pero insisto, no es mi obituario un ejercicio de penitencia o de exculpación hacia mi, no. No es para mí. O para ser más exacto, diría que no es para mi provecho egoísta. Y añado el feo adjetivo porque en realidad sí es para mi provecho. Porque esas pequeñas joyas colgadas de esos grandes recuerdos,  son en realidad para acompañarme. Y es que creo que el médico de cabecera que vive expuesto a tantas vidas queda enganchado de éstas, dejándose arrastrar como Mesala por los caballos desbocados en Ben-Hur. Yo no concibo forma de desatarse de esos enganches, aunque te arrastren por la arena del Circo Máximo. Así que al final de esas vidas, los médicos acabamos magullados y son sus recuerdos los únicos que pueden ponernos el bálsamo en las heridas. 


Y yo no quiero desengancharme de esas bridas, ni aún por las magulladuras, ni tampoco perderme el bálsamo sanador. Por ello, como la memoria es frágil y ellas y ellos atravesaron una vez sus vidas con la mía, esos conjuntos disjuntos se merecían una memoria más resistente, aunque se nombrara en gigas y cupiera en una tarjeta milimetrica. 


La vida parece a veces una carrera de cuádrigas de caballos desbocados y conductores asustados intentado sujetar las riendas. Lo siento, pero la analogía no se me iba de la cabeza.