lunes, 29 de febrero de 2016

El emigrante

Me encantaba su acento. Nunca he podido resistirme a ese deje pampero, esa entonación arrastrada empeñada en convertir en agudas todas las palabras. Y a él le gustaba que le diera cancha, como solía decir. Había caído en mi cupo por los azares administrativos que dejaban a la población como única posibilidad venir a la consulta del médico de la tarde, que aunque siempre suele ir con retraso, deja hablar a los pacientes y por eso al final nadie se queja. Y eso le venía como anillo al dedo, así que desde la primera consulta se estableció una conexión cálida y agradable que parecía transportamos a unos sillones de cuero en un viejo casino de provincias, en lugar de a las horrendas sillas del consultorio local.

Cuando se presentó, le pregunté si era uruguayo. Abrió una sonrisa de orgullo que construyó de golpe toda la empatía necesaria y me contó que después de cincuenta años viviendo el Uruguay, aquel debía considerarse su hogar, pero que él, en realidad, era del pueblo, de donde se había marchado con apenas veinte años. Yo adivinaba una historia apasionante, y sabía con certeza que iría descubriendo cada capítulo, que no debía tener prisa. 

La consulta transcurría fluida, entre sonrisas y preguntas contestadas con amabilidad y superficialidad. Hasta que me soltó la bomba de profundidad:

- Doctor, yo he venido aquí a morir. 

Lo hizo sin abandonar una sonrisa elegante, con las piernas cruzadas, colocándose el pañuelo que llevaba al cuello, divertido ante mí estupefacción. 

- Que no le equivoque el aspecto externo. Tengo una enfermedad que me va matando lentamente, pero que ha sido lo suficientemente cruel como para permitirme ver morir a la persona que más he querido en este mundo, y lo suficientemente generosa como para dejarme volver a ver las calles por las que corrí de niño. 
No tengo ya familia, no queda nadie que me recuerde. La noche que regresé me asombro la indiferencia de todo, como en el tango de Gardel, hasta de las estrellas que me veían volver. 
Mi pareja era un hombre. Lo fue todo para mi durante casi cuarenta años. Cuando murió, tuve la sensación de soledad que solo puede tener el emigrante en tierra extraña, y decidí volver para ver si desaparecía ese dolor amargo de la boca de mi estómago. 
Pero aquí tampoco tengo ya nada. Así que ahora convivo con mi enfermedad con agradecimiento. La que antes fue odiada y temida a partes iguales, la que combatí con todas mis fuerzas hasta quedarme calvo, hasta perder los dientes y quemarme la garganta, ahora es una vieja amiga que me va ayudar a superar la cobardia que me ha impedido haberme marchado mucho antes. 

Terminó el discurso levantándose de la silla, dándome la mano, sin permitirme añadir ningún comentario.

-Por hoy es suficiente para empezar a conocernos, ya le he entretenido demasiado, le ruego que me disculpe. Si le parece bien, vendré más adelante sobre todo para pedirle calmantes. No tolero el dolor, ni tengo ninguna gana de tolerarlo, y espero que en eso pueda usted ayudarme. 

Le acompañé a la puerta y nos estrechamos la mano, mirándonos a los ojos. Sentía que me estaba midiendo pero no me importaba, me parecía lógico. Hay encuentros que parece que ponen un punto final al día, aunque no sea así en realidad. Aquel fue uno de ellos. 

Volvió al cabo de un par de semanas. La misma sonrisa amable y la misma transmutación en sala de casino, la desaparición de las paredes blancas y las luces grises, de la camilla, de los aparatos de tensión y los otoscopios. Dos conocidos charlando en una sala en penumbra, hablando de lo divino y de lo humano. Ni médicos ni pacientes: personas. 

-Si piensa usted que esta sociedad es machista, no sabe lo que fue ser joven y homosexual en los años cincuenta, no le digo ya en un pueblo, aquí había que tenerlo oculto bajo siete llaves, le digo en la mismísima capital, una ciudad de toreros y fumadores de puros, de barra de Chicote y EvItas Perones. Mis padres me mandaron a estudiar a la universidad. Yo era el orgullo de la familia y por dentro pensaba "por Dios que no se enteren jamás". Me marché nada más terminar la carrera, dejé a mi madre en un mar de lágrimas. No volví a verles nunca más. 

Las consultas me dejaban una píldora de la historia, como si fuera el peaje que debía pagar para obtener los analgésicos que demandaba. Aunque yo empezaba a pensar que para él se iban convirtiendo en una expiación necesaria, un poner las cuentas al día antes de irse

Poco a poco, la enfermedad nos obligó a ir trasladando nuestros encuentros a su casa: un pequeño chalet, limpio y muy acogedor, repleto de plantas y marcos con fotos de dos caras sonrientes y enamoradas, jóvenes e inmortales. La cabecera de su cama tenía una cómoda butaca preparada para que me sentara (por su asistenta, una mujer callada y hacendosa, que también era paciente mía y me sonreía angustiada pidiéndome que le obligara a comer más). Allí el deterioro al que le sometía la enfermedad era más patente. No somos nadie en pijama. 

-Esto avanza irremediablemente, doctor. Aunque sé que podré contar con usted cuando lleguen los peores momentos. No permita que me muevan de casa, no tiene sentido, ni quiero. 
Conocerle a él fue volver a nacer. Esa experiencia de conexión absoluta, no sé si usted habrá sido tan afortunado en su vida, espero que sí. Saber que has conocido lo que tanta gente ansia, lo que ha hecho escribir tantos libros, pintar tantos cuadros... ¡Qué afortunados somos los pobres mortales que lo hemos saboreado, aunque sólo sea por un momento, o por el breve espacio de cuarenta años! ¡Y cuánta compasión se merecen los pobres que morirían sin haber sido tan afortunados! ¿No le parece, doctor?

Poco a poco, la fatiga fue obligando a acortar las confidencias, y a sustituir muchas palabras por gestos y miradas que terminan siendo igual de elocuentes. Mientras le colocábamos el infusor repleto de fármacos que pretendía ofrecerle el alivio que siempre me reclamaba, me miraba y sacando fuerzas del amasijo de aristas y pellejos en que se había convertido su cara, era capaz de apuntar una sonrisa que parecía querer ayudarme a contener las lágrimas. 

- Vamos doctor, ésto se acaba. Al fin y al cabo no ha sido tan malo, ni tan duro. He vuelto, doctor, he vuelto con la frente marchita. No se olvide de Gardel: el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar.

 









domingo, 21 de febrero de 2016

Acostumbrarse a la tristeza

Hay frases que te llegan por sorpresa y te golpean. Frases que dicen bocas ajenas, palabras dichas con acentos caribeños o de las más recia Castilla. Son terremotos de sentimientos que se salen de la escala Richter, que te escupen a la cara toda la poesía que aún esta oculta por ahí, por el mundo. Poesía que no deberíamos olvidar que sigue fluyendo por las cloacas de la vida, y que sin embargo olvidamos porque andamos demasiado ocupados siendo guays o siendo famosos o siendo los mejores o siendo ricos. Son las únicas cloacas que me gustarían que reventaran algún día.

La angustia que transmitía su voz al teléfono no admitía ninguna duda, pero estábamos en las antípodas de su casa y el retraso era inevitable. Las urbanizaciones del milagro aznariano son un desafío para los GPS más modernos, y faltan cursos de orientación para sanitarios. 

Uno aprende con los años a no perder los nervios en la maraña de calles del pueblo sin placa de cerámica. Porque al final la magia te lleva hasta la puerta. 

Baja las escaleras del chalet y nos abre la puerta sonriendonos y dando las gracias. Yo me disculpo y el achina sus ojos verdosos y me responde que seguramente no hubiera sido capaz de llegar ni siquiera  al pueblo. Tiene el pelo blanco y conserva un atractivo caribeño basado en un bronceado natural y un deje cadencioso en su voz. 

Nos sirve de guía a través del pasillo. La casa está inmaculada. Los suelos brillan con un fulgor rabioso. La habitación del fondo tiene unos muebles normales, intrascendentes. No hay fotos sobre la cómoda ni en las mesillas de noche. Sobre la cama hay mantas dibujando un relieve enorme. No se cuántas hay ni distingo debajo a la responsable del relieve. 

Tengo que acercarme a la cabecera: es un terreno en el que me siento a gusto. Digo su nombre en voz alta pero sin respuesta. Así que aparto con delicadeza  los ropajes y me presento sonriendo. La sonrisa y mi nombre rebotan en sus ojos.  Es un muro de Berlín, gris, frío y fragmentado, como si quisiera dejar alguna rendija al discernimiento. Pero yo no la encuentro. 

El continúa su relato que voy acompañando con preguntas breves, es un relato coherente y tan bien estructurado que apenas tengo que reconducirlo. Esta interpretado tantas veces que hasta los tramoyistas se saben los papeles. 

A una petición mía desaparece en el pasillo y cuando vuelve estoy enfrascado en la tarea más fría de auscultar y palpar. Trae una bolsa de plástico repleta de cajas que coloca sobre la cama, justo en la zona donde los pies de ella forman una pequeña meseta. La historia de aquellas cajas da escalofríos por lo que revelan y sobre todo, por lo que ocultan. El las mira haciendo un gesto inequívoco de desesperanza. 

El relato se vuelve más cercano, tabernario, sin caretas. No nos conocemos pero nos cuenta cómo decidió dejarla tres mañanas a la semana en una residencia para poder ser un poco él. Se atraganta levemente porque las lágrimas ocupan cada una mil centímetros cúbicos mientras resbalan gañote abajo. 

Ella sigue impasible sobre la cama, tira de la camisa del pijama hacia abajo cubriéndose el pecho, a pesar de haberla explicado cada paso que iba a dar y de moverme despacio y delicadamente como si desarropara a una muñeca de porcelana china. Pero insiste en cubrirse y yo no quiero violentarla mas, me doy por satisfecho con lo escuchado. 

Mi compañera intenta ofrecer unas palabras de consuelo, la constatación de lo duro que es dedicarte a cuidar en cuerpo y alma. Lo dice desde su alma de enfermera, donde quedó tatuada para siempre la sublimación de los cuidados, y donde permanecen para siempre por más que se les cubra con tecnologías y zarandajas. 

El la mira con sus ojos verdes y su pelo cano de galán venezolano y la sonríe agradecido. 

-A todo se acostumbra uno, señorita, menos a la tristeza. 

La frase me golpea con toda su pena y no encuentro nada que decir. Quiero autoconvencerne de que el silencio es igual de empático, pero la pura realidad es que estoy desarmado otra vez. Le acaricio la cara y la arropo con cuidado, despidiéndome de nuevo contra el muro berliniano de su cerebro inconexo. No habremos sido ni una sombra en su vida, en sus vidas. 

El caballero nos despide a pie de escalera, volviendo a agradecernos una atención que nos deja a todos insatisfechos y muy tristes. Cierra la puerta tras de sí y esas vidas se esfuman como si nunca existieran. Todo es amargo. 

Luego, de vuelta, en el silencio de la carretera, el amargor da paso a la belleza que encierra la Medicina, al privilegio de pasar por estas vidas dejando, aunque sea sólo eso, una caricia. 

Aquella tarde vino a verme una joven médica, en tránsito hacia un país donde hay niños descalzos y sucios, pero niños que se merecen ser felices, y se merecen que les atienda una médica como ella, aunque solo les desparasite o les acompañe a vacunarse. Acababa de bajar el último círculo dantesco de la Medicina, jugándose en una carta su futuro. Y en su ansia de ser médica, de ayudar a los demás, y en su afán de caminar por un sendero humanista, se debatía angustiada en la tela de araña de las posibilidades, y de las puertas cerradas que no sabemos qué esconden. 

Para ella y todos las miles de personas que se revuelven inquietas en sus conciencias esperando acertar al escoger su camino, la osadía de un consejo: la puerta hay que abrirla y el camino empezar a recorrerlo. Solo pedirles que no traicionen nunca a la verdadera Medicina. 






domingo, 14 de febrero de 2016

La mesa

Dejé abandonada la bata en algún perchero al terminar la residencia. Corrían tiempos vertiginosos poco dados a grandes pensamientos estructurados, más bien pasto de ideas mediocres y decisiones temblorosas. No fue pues un acto de reflexión particularmente inteligente, al menos no en aquel momento. Más bien el acto rebelde del que tenía que consumir neumáticos para atender pacientes, del nómada de consultas apresuradas, que se siente lo suficientemente joven y lo suficientemente harto como para contravenir los convencionalismos que le de la gana.

Así que se quedo por ahí, inútil excepto para las boutades carnavalescas de algún amiguete y poco más. 

Y cuando la ruleta quiso al fin dejar de rodar y por primera vez no cayó en la bancarrota, la bata seguía colgada en el mismo sitio y para entonces ya me sentía tan a gusto con mi personaje que ponérmela hubiera sido como pedirle a Batman que persiguiera a los malos con un pijama del Alcampo. Así que mi aterrizaje en la estabilidad se hizo sin el sobreveste blanco que nos inviste de autoridad y nos convierte en oráculos de la salud de las poblaciones. 

Y el bueno de Ángel, el panadero del pueblo de toda la vida, me palmeaba la espalda cuando salía a recibirlo a la puerta de la consulta y chasqueando la lengua meneaba con reproche (no excesivo tampoco, no exageremos) su enorme papada mientras me espetaba:

- ¡Con lo buen médico que es usted y que no se ponga bata!

Y como yo me reía siempre sí o sí, aunque llevara más de cuatro horas sin mear y un retraso de narices, y me oliera que llegaría a casa para el telediario del Carrascal, pues el hombre volvía a palmearme y me sonreía mientras empezaba a contarme lo mucho que le costaba no apretarse cuatro magdalenas de las gordas para desayunar. 

Fue bastante más tarde cuando se me ocurrió analizar todo este asunto de la abataminosis, por aquellas cosas que trae el aburrimiento, supongo, y como ocurre casi siempre con las autorreflexiones, caí inevitablemente en la complacencia: ser el único espécimen en mi tribu más cercana sin cuatro capuchones de boli sobresaliendo por el bolsillo de la dalmática, sin soportar el peso de treinta y siete libretas, reglas y manuales, y sobrevivir al cuerpo a cuerpo no solo me daba el aura de ácrata inconformista con sus efectos doriangreyzantes, sino que es que, además, me hacía sentirme más a gusto que un marajá. Así, tal cual. 

Y cuando los vaivenes del destino me llevaron a mi nido definitivo, las buenas gentes de mis pueblos se resignaron sin grandes aspavientos al chaval que venía a sustituir a su médico de toda la vida, y se tomaron como uno de esos pecadillos perdonables de juventud mi rechazo al baterío, a la corbata y a colgarme el fonendo como el toisón de oro. Y allí no tuve nunca un Ángel que me chasqueara la lengua, me golpeara la espalda y meneara su papada, al contrario, las pocas ocasiones en que me veían con la camisola del pijama de guardias, que me permitía refrescar los sobacos las horas eternas de encierro en el garito urgencil, se partían de risa como si me estuvieran viendo desfilar en la comparsa del carnaval. Definitivamente, el blanco nuclear sanitario había roto cualquier romance conmigo. 


Pero los años pasan y a medida que crece el volumen de mi próstata y la longuitud de mis orejas me voy volviendo algo más reflexivo, ignoro si existe alguna relación de causalidad. Y enredando el diablo con su rabo y dos o tres moscas, empecé a pensar que igual ya me sentía suficientemente en equilibrio con las flujos energéticos que me rodeaban como para saltarme otro muro. Vamos, que tenía ganas de liarla un poco. Y superando terrores ocultos e insospechados, y reflejos pavlovianos de más de treinta años de evolución decidí apartar la mesa del centro de la consulta, y castigarla de cara a la pared. Eso por barrera y poco facilitadora, hala. 

El vértigo fue digno del Dragón Khan de Port Aventura. Tanto que la experiencia hubo de ser masticada en dos veces y con antiácidos a saco: aprovechando la estancia de una residente excepcional y valentona que me reía la gracia como si fuera un tutor malcriado. Y primero probando en uno de los pueblos, no fuera que el experimento se quedara en fallido por falta de acostumbramiento, y hubiera que devolver los muebles a su sitio con los egos jibarizados. 

Fueron días de explicaciones y caras de asombro, pero el vértigo se va diluyendo en la cercanía y la calidez que se te pega cuando pinchas la burbuja de tu espacio personal. Daba algo de miedo pero una vez que nos fuimos acostumbrando parecía que hubiésemos estado así toda la vida. Nos lanzamos a pecho descubierto y quemamos las naves porque seguir sentados detrás de mesa, por despejada que estuviera, nos provocaba una extraña sensación de pena que queríamos desterrar para siempre. 

Y, no sé muy bien si asombrosamente o a lo mejor no tanto, la transición se hizo sin bajas de consideración, quizás alguna mueca que se escapó antes de que diera tiempo a ser repensada y algún comentario inesperado, como el de un paciente preocupado porque en la cercanía pudiera pegarme algún otro paciente al que le hubiera recomendado perder peso, resuelto con una carcajada estentórea y un deseo de que nunca se deterioren las relaciones hasta ese punto, ni aun en la mórbida obesidad. 

Es asombroso cómo hay cosas que a veces provocan un formateado del pasado en el disco duro de lo cotidiano. Parece que llevara toda mi vida con la consulta como un prado enorme donde sentarse unos al lado de los otros. Hoy un compañero joven se acercó para preguntarme sobre la experiencia, buscando, supongo, la reafirmación de una decisión que llevaba tatuada en la ilusión de sus ojos y su sonrisa, y que le daba tanto vértigo como el que me dio a mi, perro mucho más viejo y con más rituales y miedos. Yo ya no estoy para apologías, creo que quemé ya aquellas naves, y mucho menos para reproches encubiertos o más descubiertos. Solo soy el que soy, y pretendo ser. Así que, sí Mikel, viniste a mí a preguntarme, y aquí te dejo tan solo mi historia. 

Gracias Laura, por ayudarme y ser aquellos días la red de este trapecista. 
















domingo, 7 de febrero de 2016

Un día de furia

Hay días. Indudablemente. Esta es la historia de uno de ellos. Una de tantas.

Un día encapotado y frío, que amenazaba lluvia después de un invierno cálido y seco, que traía adelantadas las alergias primaverales. De esos que provocan conversaciones de café sobre el cambio climático o sobre lo loco que está el tiempo. Material para aligerar los viajes en ascensor. Además era viernes. Los viernes son días que a veces parecen precipitarse, y otras se resisten a terminar, como si les diera pena que te fueras, como si se fuera a acabar en ese fin de semana la Seguridad Social. 

La mañana empezaba rara porque no había nadie en la sala de espera al llegar, una anomalía infrecuente entre gentes que despiertan a los gallos de una patada en el culo para que cacareen desde su más tierna infancia. El alguacil abre el consultorio bien temprano y enciende la calefacción. Allí se está calentito y la mayoría lleva levantado un buen rato, así que lo habitual es llegar pronto y esperar al resguardo. Pero aquel día no había nadie. 

Saludos de rigor con mi compañero y a apretar botones desde el principio, como si aquello fuera la sala de máquinas de un submarino de los de las pelis de la Segunda Guerra Mundial. Empiezan a oírse pitos y encenderse pantallas y me acomodo en mis rutinas en las que me siento tan a gusto. Y ahí, el teléfono es un invitado desagradable e inesperado. Una llamada del centro con pocos datos y muchas incertidumbres, pero que al final termina en una conversación apresurada con una de mis pacientes del otro pueblo: su marido se ha mareado al levantarse y se ha caído, golpeándose en la cabeza. Está bien pero en la cama, y se queja de que le duele mucho. Les conozco bien a ambos, no son gente dada a exagerar. Él es un hombre recio, de pocas palabras, toda la vida trabajando en el campo, vigilando los cotos, que lleva mal la inactividad de la jubilación, y las pastillas que se ha visto obligado a tomarse en los últimos cinco años, por culpa de un atasco en alguna cañería de su cerebro que le había dejado de secuela una tortilla de cápsulas y comprimidos como si fuera ya un viejo. No, aquello no estaba bien. Siempre me pedía que le quitara alguna de aquellas condenas, pero en realidad tenía la medicación reducida a lo mínimo imprescindible. Lo que ocurre es que a él aquello se le hacía un máximo insoportable. 

Fuera, en la sala de espera, seguía sin aparecer nadie. Desplazarnos al otro pueblo garantiza como mínimo media hora extra de retraso irrecuperable. El día prometía. Pero decidimos no aplazarlo a pesar de que la conversación telefónica no impresionaba de gravedad. Esa sala de espera vacía, al contrario que en la canción de Sabina, sí nos ofrecía esperanza. 

Entrar en los domicilios de los pacientes sigue siendo para mí algo sagrado. Sus habitaciones, los muebles setenteros, las estampas en la mesilla de noche, la foto de novios, el edredón de flores. La sensación de violentar una intimidad profunda siempre me ha abrumado. Y el paciente en la cama, arropado hasta la oreja, quejándose, me parece un ser humano tan frágil y vulnerable que me enternece casi hasta hacerme un nudo en la garganta. 

Y la expresión de tranquilidad que les asalta cuando te abren la puerta y te dejan pasar, esa seguridad de que ya está su médico en casa y nada malo puede ocurrir, es una responsabilidad abrumadora. La primera evaluación ya no es buena y la decisión del traslado se vuelve inevitable. Instrucciones a la esposa, llamada a la hija que vive más cerca, todo se sucede rápido, pero en apariencia controlado. Les dejamos unos minutos, el tiempo justo para acercarnos a la consulta a preparar un informe para el hospital. Al regresar, la situación ha empeorado drásticamente, la conciencia se desvanece y la respiración se apaga. Hay que movilizar otros recursos y prepararse para una actuación tan alejada de lo habitual que pone en entretela todo tu aplomo. 

Pero la vida sigue repartiendo cartas y nos da algún triunfo. Los recursos llegan antes de que la situación se vuelva crítica, y gentes con las manos repletas de maletones y tecnología lo llenan todo de cables y transforman la inmaculada intimidad del cuarto de viejos novios en una sala de reanimación de batalla. El médico de cabecera pasa el brazo sobre el hombro de la pobre mujer asustada, que sigue revoloteando como una polilla molesta, y se la lleva al cuarto de estar contiguo. Allí nos sentamos en el sillón uno junto al otro y mientras explico la situación con palabras sencillas y entrecortadas, espero unas lágrimas que no llegan. Intentamos sin éxito localizar a otra hija y planeamos los próximos movimientos, cualquier cosa menos ver los tubos entrando hasta los bronquios y oír sin entender las conversaciones profesionales que llenan ese dormitorio. 

Una llamada al ayuntamiento ha vaciado la sala de espera, que poco a poco debía de haberse ido llenando de gentes extrañadas de encontrar todo de par en par y manga por hombro. No ha habido protestas ni reclamaciones: hoy por ti, mañana por mí. 

Media mañana se ha consumido con la UVI móvil marchándose camino del hospital aullando como una loca. Tengo que tomarme un café porque tengo el estómago cerrado y el viernes aún no se ha rendido. Antes de meterme en la trinchera de la otra consulta tengo que visitar a dos ancianas en sus casas. Son fragilidades diferentes, una desde el abandono y la soledad, la otra desde la crueldad de una enfermedad inmisericorde, pero ambas necesitan el bálsamo de un apretón de manos, de una sonrisa que apacigüe los miedos del largo fin de semana. 

Después, a desprenderse de las urgencias mentales y empezar de cero con cada paciente que entra por la puerta, a mantener una expresión amable cada vez que la consulta se multiplica por dos o por tres, porque si hay días en que la lista parece una blástula descontrolada, son sin duda aquellos días. Esa es la ley de la atención primaria que todos aprendemos a fuego. Todo se ralentiza, los corazones entran en bradicardia y hasta el cerebro se recrea en una bradilalia, que aquello parece un documental del National Geographic de los de leopardos cazando en la sabana a cámara súper lenta. 

Y el teléfono sigue sonando porque es un viernes ladron que no quiere marcharse, y en una de esas, la enfermera de la residencia del pueblo te dice pesarosa que sabe que te va a rematar el día con sus dos problemas inaplazables y le devuelves unas frases de consuelo porque qué culpa tiene ella, la pobre, cobrando una media jornada trabajándola entera y llevándose un móvil a su casa cuando termina. 

Y te vas para allá cuando hace tiempo que pasó la hora de fichar de los mal pensados y te queda aún una caricia por algún lado para dársela al pobre hombre que no se conoce ni a sí mismo y esta ardiendo de fiebre, y a la mujer que sólo es la sombra de lo que fue y que no siente ni el dolor que le debería producir una tripa como un tambor que asusta al más pintado. 

El viaje hasta casa servirá para poco a poco recuperar los ritmos, los cardiacos, los respiratorios y los cerebrales. Comerás a la hora de merendar, pensando en que es cierto que hay días, pero que esta es la profesión más maravillosa del mundo.