lunes, 30 de mayo de 2016

El atlético

Había vivido mil vidas, y algunas de ellas me habían tocado, aunque hubiera sido de refilón. Otras tantas formaban parte de mi imaginario particular, convenientemente deformadas por brochazos de fantasía, la propia, y la de quienes las contaban. Ya se sabe que las historias pertenecen a quienes las relatan.

Y así, su viaje en petrolero alrededor del mundo se convertía para mí en la inspiración de un Herman Melville describiendo el Pequod y al capitán Achab. Su viaje en Vespa por la Europa de los bloques se transformaba en un Steve McQueen escapando del campo de concentración nazi a bordo de su Triumph, o en un Gregory Peck enseñando a montar a la Hepburn por vía Veneto. El diploma que mi abuela conservaba en el salón de su casa, considerándole parte del proyecto Apollo XI, repleto de sellos de la NASA y con las firmas de Armstrong, Aldrin y Collins le guardaba en mi imaginación un hueco en Cabo Cañaveral con camisa blanca de manga corta, corbata estrecha negra y gafas de pasta, delante de un ordenador antediluviano. 

La realidad era mucho menos glamourosa, desde luego, pero ese es un empeño de ella, una manía de pragmatizarnos contra la que estamos en obligación de rebelarnos al menos de vez en cuando. Y yo, desde luego, con él, siempre me negué a que se me estropease la ficción. 

Luego, en el medio de aquel maremagnum de fantasía, salpicaban retazos de realidad que a la larga iban difuminándose en sus contornos, entremezclándose en mi memoria de tal forma que juraría sobre la Biblia haberlos vivido, incluso aunque otros de sus protagonistas persistan en su intención de desmentirme. Entre estos recuerdos, sigo viéndome pequeño, con pantalones cortos, un 15 de mayo de 1974, contemplando a mi héroe de leyenda dar volteretas sobre la alfombra de un salón repleto de humo, gritando y llorando mientras Scwarchzenbeck salta con los brazos en alto vestido con la camiseta roja del Bayern de Múnich, transformada en gris oscura por efecto de los tubos católicos de los setenta. 

Puedo que aquello no ocurriera nunca, o puede que me lo hubieran relatado tantas veces que en mi mente conseguí transportarme a ese rincón donde veía asustado llorar a hombres que para mí eran como rocas. 

Los años fueron erosionándo mi imaginación como les gusta hacerlo, casi con sadismo, a pesar de nuestra resistencia. Y esa erosión deja muchas veces a nuestros héroes en Abanderados, y así es difícil mantener los mitos. Pero el mitocidio nunca consigue llevarse por delante el cariño, que se vuelve más tierno cuando se empapa de las imperfecciones. 

Le recuerdo eternamente con el Marca y un cigarrillo en la mano, con el que encendía el siguiente, envuelto en una nube de humo resistente a las más duras leyes antitabaco. Recuerdo sus conversaciones de tasca, repletas de improperios al rival eterno, detallando planes de futuro futbolístico o rescatando recuerdos de sus farras con legendarios jugadores de bigote y rojiblancas en blanco y negro. 

La vida había ido pasando, empujando con fuerza centrípeta a casi todos sus seres queridos, así que de tanto en tanto volvía al refugio de nuestra cercanía, siempre con su cigarrillo quemando los manteles y con su Marca mucho más colorido pero quizás mucho menos sentido. A mí me seguía gustando charlar con él con esa soltura que se ganó en la barra del Miguel Ángel de los cincuenta y muchos sirviendo cócteles a los marquesitos y sus conquistas. Pero esa vez me alertó un tinte de dolor en su voz que este perro viejo de las cabeceras ha aprendido a olisquear como un buen sabueso. Tenía una buena médica en su ciudad, a la que iba de tarde en tarde para obtener su permiso de Sintrom reglamentario, y que había pasado por aquellos dolores con las primeras y prudentes maniobras de rigor. 

Pero su alma de golondrina, su culo inquieto, no era la mejor compañía para la adecuada longitudinalidad, y la consulta sucesiva se había esfumado mientras el dolor había ido aumentando. El tinte dolorido de la voz hacia mal juego con las ojeras, y la preocupación de mi madre hizo el resto. Dejó de lado el Marca el tiempo suficiente para que me localizara el dolor cerca de su hombro, mientras me aseguraba que este sería el año del Cholo y el Atleti, que aquello de Oporto había sido demasiado duro y que era imprescindible una revancha. 

Yo alternaba la anamnesis marañoniana con la conversación colchonera, y de aquel marasmo, salió el compromiso de una infiltración que aliviara dolores y ahorrara medicinas más peligrosas.  Pero el dolor insistía en abofetearme en la cara, como si quisiera empujarme a mirar al cigarrillo. Así que, sin dejar nuestro tema impenitente, conseguí enviarle a hacerse unas radiografías. Aquel fue el último día que pasó fuera de un hospital. Los acontecimientos se empeñaron en atropellarse como si hubieran estado esperando la señal de salida. Quizás el tumor que ocupaba la parte superior de su pulmón derecho hubiese decidido darle una oportunidad. Quién sabe. Cuando fui a visitarle el mismo día de su ingreso, solo había junto a él uno de sus dos compañeros infatigables, el otro no había podido superar las lógicas barreras. Abrí el periódico, arrugado y releído, y empezamos nuestra habitual conversación sobre Griezman y el golazo que había metido en la última jornada, mientras veía unos comprimidos de diclofenaco sobre su mesilla para el dolor, según me dijo. La defensa está impresionante con Godín y Jiménez, eses chavalito vale muchísimo, ya lo verás. Sí, esta mañana hice la caca negra, y me fatigo un poco. El grupo de la Champions no es tan difícil, seguro que pasamos fácil. 

Sin aspavientos ni alarmismos fui al control de enfermería. Pregunte por el médico. No era el mejor momento y las caras con las que se recibieron mis preguntas no auguraban nada bueno. Opté por sacar esa identificación tan horrible "de la casa" y me pidieron con cierto fastidio que esperara en la habitación. Después vino una conversación con un residente al que se le había asignado el paciente lo suficientemente reciente como para no haber advertido fibrilaciones, anticoagulaciones, ni melenas. 

Cuando a la vida le da por consumirse, en ocasiones adquiere una velocidad inusitada. Y aunque esa velocidad sea dolorosa, a veces trae la ventaja de comprimir el dolor, y también genera la suficiente fuerza centrífuga como para atraer hacia ti a quienes se habían alejado. Aquella vida insólita, aquel ser protagonista de mil fantasías y realidades, se agotó con sus Marcas acumulados sobre la mesilla, sus charlas de café del Paseo de los Melancólicos, y quién sabe si en el delirio de la morfina, reaparecieron   Capón o Ufarte para acompañar sus últimos debates sobre la Copa de Europa que la historia nos debe. 


En este fin de semana de ilusiones y enormes decepciones, en tantos momentos se me ha ido mi mente hacia él, y hacia otros como él con los que compartí sueños, que, aunque doloroso y dolorido, le debía este homenaje. Porque a los sentimientos nunca se renuncia. 








2 comentarios:

mercedes dijo...

Entre futbo, Champions y derbis, me recuerdas a mi padre. Así fue el principio de su fin y con la dolorosa sensación de 2 hijas médicos que no tuvieton valor para ver más allá....El Barça era su equipo y su pasión. La imagen de mi hijo con 11 años arropandolo con su bandera.Todavia duele. Gracias por compartir tus historias.
Mercedes Biosca

Cristina dijo...

Nunca dejaré de creer. Seguro que él lo hizo hasta el último segundo. Volveremos y miraremos arriba, por él y por tantos otros. Aupa Atleti.