lunes, 25 de julio de 2016

Sonrisas y sonrisas

Nadie lee los blogs en vacaciones, y hacen bien. Seguir escribiendo se convierte en un ejercicio de ajetreo profiláctico de la sesera. Y no está mal, porque hay seseras que necesitan urgentes remodelaciones, incluso el golpeteo de unos pensamientos contra otros, una recombinacion de ADN de las ideas, la generación de inspiraciones mutantes. Lo que viene en llamarse en román paladino, unas pajas mentales, vamos. 

Como decía, la evanescencia de los lectores en los tórridos cuarenta grados nos permite escoger derivas intimistas, andar de puntillas caminos de esos en los que nos vamos despojando de los ropajes hasta quedarnos como nuestras señoras madres nos trajeron al mundo. 

Un médico recuerda cómo empezó a estudiar Medicina con la inconsciente inocencia de los diecisiete ochenteros, los de hombreras y cabinas telefónicas, los de la guía Campsa y el 127 de tercera mano del colega con el que te marchabas a la playa en el último verano antes de ser universitario. Un médico recuerda que en esas aulas magnas de quinientos alumnos donde un tipo bajito con gafas recitaba con puntos y comas el Orts Llorca disfrazado con una bata, entre grupos de herederos dinásticos con cargas genéticas de cadenas pesadas, y humanistas rebosantes de amor al prójimo, los pueblerinos insensatos desubicados vagaban como almas en pena peleando por su huequecito, e intentando no morir en el intento de la búsqueda de El Dorado vocacional. 


Un médico rememora los largos años, los veranos con los libros esperándole sobre la mesa, recordándole su mediocridad, los amigos licenciándose y sumergiéndose en el mercado laboral y en los cubatas de pago en la barra, mientras él esconde la petaca estudiantil con la que amarga el dulzor de la Coca-Cola. 

Un médico puede verse a sí mismo mirando arrobado el primer carnet de colegiado, la primera nómina  mecanografiada en un papel amarillo. Un médico recuerda todos esos detalles mientras está tumbado en el sillón de cuero de su casa. Aquel día, como casi todos, apenas ha dormido cinco o seis horas. El día se queda corto y un médico nunca ha necesitado dormir demasiado, a Dios gracias. Son cuatro hijos, nueve años entre el primero y el último. Son al menos doce años de interrumpir el sueño por un llanto, o una pesadilla, o vaya usted a saber qué otra cosa. Son al menos doce años de aprovechar esa tendencia innata al trasnoche, que se alimentó en las tazas gigantes de café negro de los exámenes de junio y septiembre. 

Un médico, tumbado en el sillón de cuero, recuerda cómo empujó el amor por la Medicina para salir desde las entrañas, recuerda cómo, cuando ese amor se sentía fuerte e invencible, se miró a los pies y vio que los tenía de barro. Y se hizo más humilde, y así, un médico recuerda cómo se hizo mejor médico. 

Un médico escucha a sus dos hijos más pequeños trastear en el armario, se reparten algo con sus particulares negociaciones de mafia infantil. Y sonríe mientras piensa en cómo cada día de sus vidas, esos cuatro niños han escuchado a un médico hablarles con pasión de la Medicina, de los pacientes, de las consultas, de las guardias, de los compañeros, de los amigos. Un médico se escucha decirles que no imagina mejor vida para ellos que ser médicos, aunque sabe, y no les cuenta, que hay una ascensión a un ocho mil que debe hacerse sin oxígeno. Y un médico quisiera que sus hijos no sufrieran nunca jamás en esta vida. 

Un médico cierra los ojos mientras mastica estos pensamientos, y oye a la gente reírse de sus pretensiones de forzar la mano al destino. Y el también sonríe en esos segundos previos a la inconsciencia de la siesta en medio del barullo, porque lleva demasiado vivido para saber que al destino pocas veces se le fuerza mano. 

Y entonces recuerda la última conversación con el mayor de sus cachorros, en la cocina, como casi siempre, donde el diapasón de la vida no se permite ninguna interrupción:

- Hijo, ahora que vas siendo mayor, ya podemos hablar más en serio de estos temas. ¿A ti te gustaría de verdad ser alguna otra cosa que no fuese médico?

- ¡Pues claro que no, papá!

Y lo que más le gusta a un médico es la mirada de incredulidad de su hijo ante la pregunta, ese pensamiento que sabe le cruza al cachorro de este viejo está un poco p'allá.

Y un médico con la sonrisa puesta, suelta amarras para lanzarse al vacío del sueño, cuando siente algo frío en su tripa, y abriendo los ojos, encuentra a sus dos pequeños entregados a la más tierna de las exploraciones. 

El destino, sin duda, trazará sus caminos. Nosotros nos limitamos a serle infieles en lo posible. 













lunes, 18 de julio de 2016

Historias de verano

Por la noche, cuando parece haberse marchado el ultimo trasnochador, sale al exterior del edificio. Las noches de verano no tienen el silencio plomizo del frío, se empeñan en ser profanadas por chicharras enfurecidas, o risas estentóreas, o música bacaladera. No sabe si le gusta o lo lamenta.

Mete las manos en el pijama, levanta la cabeza y respira hondo. Dilata las alas nasales buscando la más mínima partícula, está seguro de que sería capaz de reconocer una dosis infinitesimal. Pero nada. Allí  sigue sin llegarle el olor a mar. 

Así que, cuando la realidad se pone cabezota, el levanta la barbilla y manteniendo los ojos cerrados, empieza asomar en su mente una bachata, y en sus recuerdos explotan las arenas blanquísimas de Boca Chica, el agua del color de las gemas, caliente como el baño de un bebé, encharcándole los pies morenos metiéndosele entre los dedos, hundiéndole al retirarse, como queriendo convertirle en parte indivisible de la playa. 

Entonces vuelve a dilatar las fosas nasales y ahora sí, ahora reconoce indudablemente el salitre y la piña colada, y sonríe y empieza a mecerse suavemente porque la música ha tomado el control y está chorreando la humedad agobiante, quedándosele la piel brillante como un piano recién barnizado. Y deja los segundos en suspenso porque la ficción sabe dejar en pañales a la realidad cuando le da la gana. 

Un coche frena ante la puerta, pero él se niega a romper el hechizo. Los portazos insisten en borrar la piña colada de su mano, el agua caliente de sus pies, el sudor de su cuerpo, la música de su cintura y sus piernas. Él lucha como los bravos, apretando los ojos y dilatando aún más las narices. 

- Oiga, oiga. Que venimos de urgencia. 

Mantiene la cabeza alta porque sigue en su Caribe. La música empieza a sonar a chicharras, el suelo es gris y basto. 

Oiga, ¿es usted el médico? ¡Que a mi novia le duele mucho el oído!

Ha soportado ya dos inhóspitos inviernos. El frío era para él una sensación buscada. El frío frío, él estepario, el inhóspito, el desagradable y cortante. Los pensamientos se le paralizaban en el limbo, y en el sistema limbico también. La primera bofetada le hizo hasta gracia, la segunda le desagradó como le desagrada la primera regañina a un niño mimado. Hubo entre medias un verano, pero supo de su existencia por las noticias, porque él lo pasó alternando aires acondicionados: de la consulta al coche, del coche a otra consulta, de la consulta al punto de guardia, del punto de guardia a otra consulta y los días de non, a un coche a pasear la calle de la capital a la hora de las putas y de los munipas chungos. 

Alguien le había vendido que "no" era una palabra impronunciable para un morenito caribeño como él. Aunque igual se lo había vendido el mismo, tampoco estaba seguro, porque tocaba perseguir el sueño europeo, que es como el americano pero con menos parafernalia de banderas. 

Pero este segundo verano aquello debía terminar. No reconocía la cara que veía en el espejo al levantarse. Buscaba y buscaba al joven al que su familia le hizo una fiesta el día que entró a Medicina en la Autónoma de Santo Domingo. Acudieron todos los vecinos de alrededor. Corrió el ron y la salsa y las risas y los bailes, y la gente le golpeaba la espalda como si fueran a desencuadernarle, y él se erguía tras cada palmetazo orgulloso de ser el primer médico que saldría del barrio. Y soñaba con trabajar en el dispensario de aquella zona de la ciudad, y que todos le saludaran al pasear o le invitaran al café de la mañana. 

No sabía dónde habían quedado todos aquellos sueños. Igual no podían facturarse en el aeropuerto. Los de la Pedro Henriquez volaban a Miami a convertirse en traumatólogos o cirujanos plásticos, los de la UASD se asomaban al mostrador de Iberia, que debía ser más bajito que el de American Airlines. 

Allí han terminado sus sueños, tristemente, como un aborto tardío. Allí, donde, para que el mar esté cerca, hay que recortar la silueta de Portugal.  Porque allí, perdidos en la meseta, parecía más fácil encontrar tres o cuatro trabajos al mismo tiempo, porque hasta entre los precarios existe una gradación, y hay bastante dinero esperando si tomas la decisión de no tener vida, y de olvidarte de una vez para siempre tu vocación. 


El timbre suena disruptor e hijoputa. 

- ¡Oiga, que le he dicho que es una urgencia! 

Inspira profundamente por última vez. Ya no queda ni rastro de salitre. La ficción será la leche, pero la realidad, como la muerte, solo tiene que sentarse a esperar. 

- Perdone, pase. 




Imagen de la playa de Boca Chica, la más cercana a Santo Domingo, en la Republica Dominica. 

lunes, 11 de julio de 2016

Nadie hablará de nosotros

Supongo que el arte de pasar desapercibido se tiene o no se tiene. Su hermano mayor y su hermana pequeña lo tenían, pero él no. Y no sería porque no lo había intentado, llevaba practicando desde que recordaba. Cuando su padre llegaba trastabillándose y llamaba a su mujer a voces, sus hermanos desaparecían como por ensalmo, y él parecía llevar encima un jersey fosforescente: se le veía a la legua. Intentaba quitarse de en medio silenciosamente, miraba alrededor buscando desesperadamente una cortina tras la que camuflarse, una mesa bajo la que esconderse. Pero no había manera. Y las bofetadas se mezclaban con un tufo apestoso a alcohol matarratas, y se revolvían con la amargura de las lágrimas y de los mocos, y ese revoltijo de sabores se le quedaba tatuado en el cerebro, en la memoria olfativa o donde carajo quiera que se almacenen las penas más negras.


Durante años se había dicho a sí mismo que aquel era un buen hombre. No lo quedaba más remedio, porque a ver quién era el guapo que se confesaba con don Anselmo de odiar al cabronazo de su padre. Y don Anselmo era compañero de los primeros chatos, y aunque le había visto en alguna ocasión reconvenirle, solo había sido en el par de veces que había dejado a su mujer el ojo a la birulé. Los dedos señalados en la cara de los zagales eran harina de otro costal. 


Los sesenta eran tiempos de cambios, de Beatles y melenas, pero no en el campo. Su hermano y él aparcaron las clases por los madrugones y las ampollas en las palmas de las manos. Los años hicieron desaparecer los golpes al tiempo que trasformaban sus cuerpos en robustos e incansables, y a aquel hombre que nunca supo decir basta en la taberna, en un despojo amarillento y de vientre hinchado que terminó sus días gritando sinsentidos desde los pocos pellejos que le quedaron. 


Los años pasaron y la vida siguió ralentizándose como acostumbra en tantas ocasiones. Su hermano y su hermana se fueron del pueblo a darse una oportunidad donde al abrir las ventanas les entrara un aire gris y sucio, pero que no oliera a tristeza. Su madre le miraba silenciosa, como había sido siempre. Pero el percibía el miedo a la soledad tras esa mirada y aquel miedo le encadenaba. 

La primera copa de su vida se la bebió cuando el médico le dijo que aquellos olvidos que ella estaba teniendo y los accidentes caseros que tanto le habían preocupado, era un Alzheimer. El sería un destripa terrones, pero sabía que esa condena no tenía posibilidad de recurrirse. Pidió ayuda a sus hermanos que desembarcaron con sus familias urbanizadas, sin desprenderse del hato de visita, y sus soluciones de ingresos y residencias y ahí te quedas, ya nos llamaremos. 


Cuando quiso darse cuenta, en realidad, ya no quería darse cuenta de nada. El alcohol era poderoso invadiendo su mente y aplastando la negrura de su presente, o todavía más poderoso, convirtiendo toda su vida en un marasmo anestesiado y vacío. Al menos él no pegaba a ningún hijo, su destrucción era egoístamente suya. 

La demencia fue tan inclemente como la ginebra, aunque más rápida. El ataúd era tan pequeño como el de un niño. El marchaba detrás hacia la fosa, con los pies y la cabeza pesándole como pesa la pena negra y la botella que la noche anterior le dejó sin sentido. Su hermano y su hermana, con sus parejas del brazo y sus trajes negros de Zara, le miraban ofendidos y enfadados. El no dijo nada cuando le llevaron a un psiquiatra para que dejara la bebida. Los silencios eran ya los protagonistas de su vida. Le dieron pastillas, le hacían acudir dos veces por semana a una reunión donde aún no había dicho más que su nombre, y sabía que en los dos bares y en la tienda del pueblo se había convertido de repente en un menor de edad: lo sabia por la forma disimulada con la que la tendera vigilaba lo que cogia de los estantes, y por el apuro que percibía en los taberneros cuando levantaba el dedo para pedir, y casi podía escuchar el resoplido de alivio cuando abrían una cero cero. 


El médico no conocía la calle, pero creía haberla memorizado en el plano de internet. El coche patrulla de la Guardia Civil señalaba el lugar sin ninguna duda. Se saludaron con esa solidaridad de los que están guardando a los que descansan. El médico le hizo un par de preguntas al guardia, que señaló unas escaleras que conducían a un altillo sobre un almacén abierto. La enfermera se acercó al medico:

-"¿Te importa que no suba? Si te parece voy a ver si alguien ahí dentro nos necesita" 


El médico sonrió y le agradeció que se ocupara de cuidar a quien pudiera necesitarla. Después de tantos años juntos, sobran palabras y explicaciones. Siguió al guardia escaleras arriba sin poder evitar la tensión, algo avergonzado por desear estar en cualquier otro lugar del mundo. La imagen tenía una tristeza singular, sobre todo por los detalles de la cotidaneidad: el pijama, las zapatillas. La expresión se graba en la retina, en ese lugar que sabes que ocupará siempre. La vida se había escapado dejando toda la pena del mundo colgada de la viga de aquel tejadillo. 

El viaje de vuelta al centro de salud fue silencioso, con las imágenes pugnando por reproducirse mil veces, pero sin embargo, por alguna extraña razón, hubo pocos por qués. Tal vez porque tratar con tantas vidas nos haya enseñado lo solitarios que podemos llegar a ser. 




lunes, 4 de julio de 2016

Extraño, como un pato en el Manzanares

Se puso a rellenar los papeles del traslado el día que salió de su segunda noche consecutiva, ojeroso e inyectándose la cafeína de la máquina de la planta, que era de las que resucitaba a Juan Valdés para que se volviera a morir del asco. Ya no tenía edad para según que florituras, pero no le había quedado más remedio si quería asistir a la función escolar del más pequeño de los tres. Habían sido demasiadas perdidas, demasiadas las veces que su mujer bromeaba sobre parecer una divorciada, demasiados partidos de pueblo y sábados por la mañana pensando en el niño que hace tiempo no mira a la grada cuando mete un gol.

Un fin de semana libre cada mes y medio, un montón de nochebuenas preparando medicación con una guirnalda alrededor del cuello y el matasuegras y las uvas esperando en la mesa del estar, frente a la tele de veintiuna pulgadas sin sonido, con el timbre sonando en medio de los cuartos o de las campanadas. Tres mañanas, dos tardes y una noche, anti-estrés, ¡cuánto le hubiera gustado echarse a la cara al pollito que se inventó el eufemismo!

Había amado su trabajo desde la primera vez que, siendo estudiante, había curado una úlcera en la pierna de una anciana a la que se le saltaban las lágrimas cuando la rozaba con más miedo que vergüenza con la gasa. La mujer le había sonreído y le había pedido perdón por ser tan quejica, y a él le habían dado unas ganas terribles de abrazarla. Aquel día supo que sería feliz siendo enfermero, a pesar de que su padre no terminaba de verlo, porque estaba chapado a la antigua y en su promoción eran cuatro monos a los que una sociedad que todavía olía a naftalina de la rancia confundía con el médico. Él siempre respondía igual: "¡qué va, qué va, mucho mejor, yo soy la enfermera!"

Treinta años en el mismo hospital, primero de destino en destino buscando el hueco, y después, publicaciones en el BOE mediante, la estabilidad que había añorado, poder permanecer en la misma planta, con las mismas compañeras, sentirte a gusto, como el tahur que se conoce todos los trucos. Treinta años dan para mucho, para ver como van llegando cada vez más enfermeros y cada vez más médicas, cómo pasan los gerentes, cómo viene los malos tiempos y los buenos tiempos, y otra vez los malos tiempos, y se recortan las plantillas, y todo se llena de ordenadores y se empieza a teclear con dos dedos y luego como una mecanógrafa de los años cuarenta. Da tiempo a ver el desembarco de grandes ideas, y cómo a muchas se les acumula el polvo en el rincon del olvido.

Da tiempo a llegar a casa y que se te llenen los ojos de agua contándole a tu mujer cómo es la vida de terrible,  y a que te tiemblen las canillas cuando desempaquetas una placa donde un ser humano ha grabado su agradecimiento. Da tiempo a quere abofetearte cuando te descubres llamando a una pobre mujer "la gorda de la 27B", y a zamparte una caja de bombones con las señoras de la limpieza a las cinco de la madrugada "porque tú lo vales".

Por dar tiempo, da tiempo hasta para que un trasnochado jefe nacional del movimiento, de los añorantes de tocas y besa-anillos, te amenace con convertir tu vida en un infierno, sólo porque se te ha ocurrido que las cosas se podrían hacer mejor,  no como siempre, y al mismo tiempo igual podías recuperar algo de tu vida.

Pero ya se ha acabado. Treinta años también te dan el preciado pasaporte hacia ese mundo de leyenda, del que te llegan ensoñadoras referencias, que te parecen tan diferentes a tu realidad, que sólo pueden  ser exageraciones o mentiras. Y al final, una mañana coges el coche y te presentas en un centro de salud. Sabes que te esperan, porque has llamado un par de veces, pero hasta el último momento has tenido que dar el callo en tu planta, no hay lugar para transiciones dulces. Llegas pronto. Saludas a las administrativas que te plantan dos besos y te presentan a una compañera que cree que te recuerda, pero no está segura. Tu sí lo estás de que no las has visto en la vida. Te enseña todo aquello en un tour guiado low-cost, porque hay prisa. Hay una multitud frente a una sala con dos o tres sillones, con el brazo arremangado y caras de estómago vacío.

Te plantas las gafas de viejuno y te lías con el compresor y los cachetitos en el antebrazo. La gente charla y cuenta a tu compañera sus vidas mientras los dos os ponéis pim-pam, como los churros. Cuando se vacía la sala, te suda el puente de la nariz y se te resbalan las gafas. Tu compañera te lleva a una cocina que está a rebosar de gente. Te presenta en genérico diciendo a gritos tu nombre, pero tu besuqueas y das la mano con paciencia a todas y cada uno interrumpiéndoles mientras mojan las galletas en el vaso de café con leche. Los principios nunca fueron fáciles, pero allí la gente parece agradable. La última de todos es una mujer bien vestida, con una bata en la que florece un matojo de bolígrafos. Te habla con sinceridad, mirándote a los ojos:

-"Me llevaba muy bien con la anterior enfermera, era mi compañera y mi amiga. Me alegro de que por fín haya sacado plaza fija. La verdad, aquí en primaria, cuando llegan los trasladados del hospital, solemos esperaros de uñas, ha habido mucha gente que creía venir a retirarse..."

Deja la frase en el aire mientras parece estar valorándote con la mirada. Entonces la sonríes y ella adivina todo detrás de esa sonrisa, porque puedes notar como se caen sus barreras casi con estrépito audible.

-"Mira, me siento, como decía Sabina, extraño, como un pato en el Manzanares. Pero he venido aquí a ser feliz siendo enfermero, algo que cada vez me ocurría con menos frecuencia en el hospital. Ya asumía que todo sería nuevo para mi, pero estando dispuesto a aprender, siempre encuentras a alguien dispuesto a enseñar. Así, que, si te parece, trabajemos, y pasémonoslo bien". 


Dedicado a los y las impresionantes profesionales que he conocido en estos años, que han aterrizado en la Atención Primaria como el americano que viajaba a Albania en los años 60, y que conservaban intacta su capacidad para aprender y para disfrutar de su profesion y de sus vidas. Con mis mayores respetos.