lunes, 22 de agosto de 2016

La rozadura

Jennifer tiene dieciséis. Acaba de tocar el timbre de la puerta de urgencias del centro de salud de su pueblo. Son casi las doce y media, y los whatsapp se acumulan en su smartphone, repiqueteando sin parar. Es una parte más de su anatomía, un artefacto integrado a la perfección entre las palmas de sus manos y unos veloces pulgares de mecanógrafa de juzgado. Le acompaña una de sus amigas, a la que le cuesta el mismo trabajo liberar la vista del brillo de la pantalla. Mascan chicle, en sincronía casi perfecta. En un esfuerzo sobrehumano levantan la cabeza como si se tratara de un dúo de natación sincronizada y tras intercambiar dos enérgicas mascadas en un lenguaje de signos ininteligible fuera de la ESO, vuelve a tocar el timbre.

La verja metálica se abre al fin, y en el corto trayecto hasta la puerta de cristal interior vuela la información en la nube de los dedos hiperactivos. Dos o tres mensajes más leídos, una foto subida y comentada. 

Jennifer tiene dieciséis años de sábado por la noche, de falda cortisima y sandalias de pedrería con tacones de infarto de miocardio. Y una melena lacia que cae con estudiada dejadez sobre la mitad de su cara de niña, como un Cristo velazquiano, una cortina de reflejos brillantes que, cuando lo permita el móvil, quedará apartada tras la oreja el tiempo justo para deslumbrar con sus ojazos de dieciséis años de sábado por la noche. 

En la puerta las esperan dos tipos también de sábado por la noche. Llevan pijamas blancos con logos. A los que salen en  Anatomía de Grey les quedan de otra manera, piensan las dos amigas. Estos están despeinados y ojerosos. Tienen cara de sábado por la mañana, por la tarde y por la noche. 

En la misma puerta les preguntan qué les pasa. Las dos amigas vuelven a su sintonía de movimientos rituales: mirada a la pantalla del móvil, recogida del pelo tras la oreja, mascada de chicle. Puntuación de nueve noventa y cinco en ejecución. Algo menos en originalidad. Jennifer es escueta, mientras se señala las uñas en perfecto azul azafata de uno de los pies. Los dos hombres las ceden el paso y señalan la puerta de la consulta. 

Jennifer la conoce bien. Ha vivido siempre en el pueblo y se acuerda algo menos de las urgencias del viejo centro de salud, pero ella tenía siete años cuando inauguraron el nuevo y no es una novata en estas lides. Así que se dirige decidida a la primera puerta a la derecha. Frente al ordenador se sienta el que parece mayor de los dos hombres, mientras ellas se acomodan en las dos sillas de delante de la mesa. El otro tipo, más joven, se apoya en la camilla. Para una experta como Jeniffer, la colocación de cada actor ha repartido automáticamente los roles, así que, dejando el móvil sobre la mesa, se dispone a afrontar el interrogatorio habitual. 

A esos dieciséis años les espera una fiesta de verano de las que han olvidado la hora de volver a casa, les esperan exclamaciones de admiración ante la apabullante juventud y el empuje irresistible de la vida, les espera los comentarios envidiosos, las miradas dejadas en suspenso, la ilusión de no saber lo que les espera. Y esos dieciséis años no van a dejar que una inoportuna rozadura de aquellas maravillosas sandalias estropeen todas esas promesas. 

El médico deja de teclear y se pasa la mano por su pelo cano. No está mal, para ser un viejo, piensa Jennifer, que se pierde el cabeceo encabronado porque un destello de la pantalla le avisa de la entrada de más mensajes. Pero ella sabe que los médicos son bastante quisquillosos con eso de que se mire el móvil durante la consulta, así que solo echa un vistazo de refilón, mientras espera la siguiente pregunta. 


El médico resopla. Seguramente tendrá calor, con ese pijama tan basto. Le pide que se siente en la camilla y se la enseñe. Jennifer se levanta compaginando al tiempo la caída del pelo sobre su cara. Otro nueve noventa y cinco en ejecución. Se sienta sobre la camilla con toda la gracia de movimientos que le falta al enfermero mientras se retira para cederla el sitio. 

El médico tarda en levantarse y Jennifer se impacienta, aunque pregunta muy educadamente si debe quitarse la sandalia. El enfermero contesta con un alzamiento bilateral de arcos supraciliares y una mirada al bies que ella no sabe interpretar, así que por su cuenta se la quita y pone su piececillo de cenicienta de uñas azafatas sobre el papel azul cielo. Un contraste bastante bonito, piensa. 


El médico sigue mirando la pantalla, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Ella no lo tiene. El tiempo es un bien demasiado preciado en la adolescencia. Es algodón de azúcar, dulce pero breve. Menos mal que el enfermero se pone unos guantes (también azules: sin duda, un éxito la elección del color de las uñas) y empieza a examinar la rozadura. 

Jennifer sabe cómo son los médicos. Hasta hace un par de años era una visitante asidua de su pediatra. Siempre le recordaba cúanto lloraba los primeros meses y qué preocupada estaba su madre porque no crecía. La niña no llega al percentil, no llega al percentil, doctora, habrá que hacerla una analítica. Esos son su peores recuerdos, las analíticas en sus esmirriados bracitos. Su madre y su abuela confiaban ciegamente en su pediatra, y en cuanto el termómetro pasaba de treinta y ocho, ella se veía jugando con los dos o tres juguetes cascados que tenía en su sala de espera. Dalsy y Apiretal, dulzones, su madre le dejaba rechupetear bien la jeringuilla. Casi siempre acababan así las cosas, pero qué tranquilas se quedaban ellas dos cuando la pediatra se lo decía. Si no fuera por el miedo a que se quedara canija. Así que del par de analíticas que recuerda con horror culpabiliza a su madre, que ponía a la pobre pediatra la cabeza como un bombo.

 Las otras dos de los últimos años sí fueron cosa de ella, y de su nuevo médico de cabecera. Aquello era otro nivel, la trataba como a una adulta, daba gusto ir a su consulta. Y ella no tenía la culpa si se la caía mucho el pelo, que menos mal que luego no le faltaba ninguna vitamina, ni tampoco tuvo culpa de adelgazar tanto, sin hacer casi nada, excepto comer como un jilguero, claro, que si no, ya se sabe lo que pasa. Fue todo un alivio que el tiroides funcionara bien. Una nunca sabe. 

El enfermero le ha limpiado la rozadura y puesto un pequeño apósito. Al calzarse de nuevo no siente esa incómoda molestia. Pero cuando salga de allí se lo quitará, porque cualquiera aparece en la fiesta con ese adefesio atrayendo las miradas, en vez de la pedrería y el azul de las uñas. 

El médico no se ha levantado de la silla. Desde luego hay algunos que no se merecen el sueldo que les pagan. Ha dejado caer el informe sobre la mesa con total desgana, cosas de viejos cascarrabias. Si no te gusta tu trabajo, búscate otro. Los pitidos y vibraciones devuelven a Jennifer a la tiranía de las 4G. Las dos amigas se levantan renovando la sincronía y los dedos recuperan su vida propia sobre las pantallas. Jennifer deja caer un adiós mientras se cierra la verja tras ella. Al subirse en el coche que las espera, le parece ver la silueta de los dos hombres mirándolas en la puerta. Lógico. 

El lunes sin falta vendrá a contarle a su médico lo mal que la han tratado. Antes de perder la cobertura, deja cogida la cita con la nueva App. 











8 comentarios:

Unknown dijo...

Tristemente la medicina se ha convertido en un bien de consumo más. Como es "gratis" , aunque la paguemos entre todos, tenemos derecho a exigir al MD de cabecera o en urgencia: "las analíticas que a mí me parezcan"(verídico), consultar por nimiedades a los servicios de urgencias, contribuyendo a su saturación, sin responsabilizarse de un mínimo auto-cuidado: una rozadura te la puedes tratar en casa, no hay que ir al médico.

Manuel Gálvez dijo...

Real como la vida misma y ¡excelentemente escrito colega!

Javier FR dijo...

Tienes arte con la escritura!!

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a los tres por los comentarios. Confundir un derecho ganado por la sociedad con su esfuerzo y trabajo por desarrollarse con un bien de consumo (con el riesgo de caer en el "usar y tirara") es un error que sin duda pagaremos si no revertimos la tendencia

Unknown dijo...

Desde luego el alma de escritor la tienes. Fantástico relato , en serio.
Desgraciadamente se da en todas las profesiones. Recuerdo a la sra X en la farmacia donde yo trabajaba, venir a por unos medicamentos y decir que se negaba a pagar el euro por receta (que se puso de moda en Catalunya) porque tenía derecho a negarse. Y no, no lo pagó(después de rellenar no sé cuántos papeles, tres firmas y dos sellos)( y a hacerme perder el tiempo, claro).
Pero luego no dudó ni un segundo en comprarse una crema Lierac (que son muy buenas, porque "trabaja en los telómeros, alarga la vida de la célula y te hace más jovén") de 125 eurazos.
Yo realmente creo que confundió los telómeros con los teleñécos y la educación por la televisión.
Creo que el problema de nuestra sociedad es que le falta "un hervor"( o incluso dos). Como leí hace poco, hemos ahorrado tanto en educación que ahora nos sobre ignorancia.

elengj dijo...

A propósito de los móviles y los adolescentes:Urgencias rurales,5 y media de la mañana:Timbrazos insistentes,carrera desenfrenada por las escaleras (será un infarto?un miembro amputado?....).Adolescente tras el cristal con visibles muestras de nerviosismo.¿Agresión?¿Violación?.Nooo."Me he quedado sin batería en el móvil y vengo a ver si tenéis un cargador para dejarme porque me he venido de fiesta sin que mis padres lo sepan y si no me localizan me va a caer una buena".En fin.

Raul Calvo Rico dijo...

Increíbles los dos casos que comentáis. Tal vez nuestro problema es que vivamos en una sociedad todavía adolescente, a la que la falta madurar de verdad. Gracias y un saludo a ambxs

Anónimo dijo...

Y siendo menor de edad y sin ser urgencia vital....se siente pero no pasa padentro!!!
A casita guapa!!