lunes, 5 de septiembre de 2016

La entrevista

Una consulta cualquiera, en un centro de salud cualquiera, en un lugar cualquiera.

El médico mira su edad dos veces, incluso la calcula mentalmente con los dos primeros números de su CIP. No, no había ningún error. Y como las matemáticas no engañan, mira dos veces a sus ojos, incómodo como al que pillan cotilleando donde no le llaman. Aquella mirada triste, los ojos mates, todas y cada una de las pequeñas arrugas que se extrarradiaban desde las órbitas, todas, se empeñaban en imponer su ley, una ley de hierro de la vida, mucho más dura que la benevolente ruleta del destino de la fecha de nacimiento. 

Aquel hombre era extraordinariamente viejo, y lo que resultaba aún más desasosegante, aquel hombre no parecía tener ningún futuro. 

Una historia clínica con una única anotación, un reconocimiento de empresa transcrito a regañadientes al poco de llegar el médico a su nuevo cupo. Sin alergias medicamentosas, no fuma ni bebe, practica ejercicio (juega al tenis) con regularidad. Casado con una hija. Trabaja como comercial. Operado de apendicitis a los diecisiete años. Una vida en cuatro líneas. ¡Una vida! ¡Qué poco sabemos los médicos! Es inevitable pensar que tantas veces, nuestro paso por la vida de los pacientes deja apenas un arañazo en un búnker de hormigón de cuatro metros de grosor. 

La consulta se terminaba. La ventana que había a espaldas del médico hacia rato que había dejado de regalar el sol de la tarde y los balidos de las ovejas de la granja junto al centro de salud. El cansancio se acumulaba y rodear la mesa para salir a llamar al siguiente paciente empezaba a hacérsele claramente cuesta arriba. Al médico no le gusta estar cansado en la consulta. Transpira debilidades y las neuronas parecen empeñadas en hacerle pagar peaje para transitar por las mismas autopistas por las que antes corría como James Dean en su Spyder plateado. 

No sabe si es el último paciente, pero sí que está deseando que aquello se convierta en una simple, rápida e insustancial consulta, quizás uno de esos ramalazos burocráticos de los que se abjura con indignación en los foros de la Atención Primaria, y que sacan la sonrisilla de padre condescendiente cuando te vienen al pelo. 

Aquel caballero se sienta en la silla como si cada uno de sus músculos pesara media tonelada. La viva imagen de la derrota. El médico se siente abrumado por la obscena claridad de su lenguaje corporal, que se empeña en desnudar al paciente ante él a pesar de su silencio. 

-¿En qué puedo ayudarle? - dice, con la misma timidez que un adolescente en su primera cita. Y es que toda aquella pena transpirando en la habitación le cohibe. 
-Mire doctor, vengo obligado por mi jefe. Es un buen hombre y esta mañana me llamó a su despacho para decirme que cogiera cita y viniera a su consulta sin falta. Dice que llevo ya demasiado tiempo así y que prefiere que pare unos días y me recupere bien antes de volver al trabajo. 

Su tono de voz, como su mirada, como sus arrugas, como sus hombros hundidos y sus manos sobre las piernas inmóviles, seguían hablando a sus espaldas, seguían diciéndo que aquel era un hombre viejo, acabado, sin esperanzas. 

La noche se cerraba ya, egoísta, sobre el pueblo, las farolas intentaban salvaguardar la civilización cómo podían, y el médico tenía claro que aquel día volvería a llegar tarde a casa. 

-¿Y qué es lo que le ocurre? 
-No consigo concentrarme, duermo poco y me encuentro siempre cansado. He perdido peso, pero es lógico, apenas como. Se me han escapado ventas que antes jamás hubiera dejado escapar

Las palabras átonas se arrastraban intentando cubrir de racionalidad el irracional sentimiento de desesperación que resultaba tan obvio. Su mirada se perdía en la ventana y el médico percibía el fracaso que subyacía tras la entrevista, percibía como los restos de aquel hombre se parapetaban en formalismos que parecía haber estado repasando en la sala de espera, mientras el resto de sí mismo le enseñaba el naufragio. 

Así que el médico le hace un corte de mangas al destino fútil en que parecía convertirse aquella petición de baja, y decide lanzarse a degüello. Al fin y al cabo, si uno va a llegar tarde a casa, que sea por una buena causa. 

-Usted está casado y tiene una hija, ¿verdad?
-Mi hija..- la mirada se fija fríamente en el cristal de la ventana y la voz se vuelve de acero. El latigazo de dolor es tan palpable que le endereza en la silla, como si hubiera sido su Mary Shelly particular, como si descubrir que aún quedaba en su interior un sentimiento, aunque fuera éste, hubiera devuelto por el momento la vida al cadaver andante en que se había convertido. -Mi hija se mató en un accidente de moto hace un año. Su madre y yo llevábamos separados cuatro años. Ella se marchó porque trabajaba demasiado. Se hartó de esperar a que se agotaran esos pocos años que yo le había pedido de sacrificio para situarme. 
Tenía dieciséis. Ahora que no está, soy capaz de acordarme con un realismo de película de los más mínimos detalles: los colores de las gomas del pelo con los que sujetaba su coleta para ir al colegio, los patines de bota que le regalé cuando cumplió siete años, el puzzle que le trajo el Ratón Pérez el verano que se le cayó el primer diente y que tuve que salir a comprar de madrugada al OpenCor. Qué curiosa es la mente humana, ¿no le parece, doctor?

 Vuelve a mirar al médico y el hechizo frankesteiniano ha desaparecido como por ensalmo. La desesperanza reaparece y se hace cargo del remedo de ser humano que se ha quedado callado frente a él. El silencio se adueña del espacio y exige ser respetado. No importa, porque en las entrevistas, los silencios pesan tanto como las palabras, y a veces, las historias se llenan más con ellos. Pero los silencios encierran el peligro oculto de estallar entre nuestros dedos, y, como el humo de un mago, hacen desaparecer al prestidigitador, dejándonos con un palmo de narices. 

-En fin, ha sido una tontería, no se preocupe. Hablaré con mi jefe y le pediré que me de esas vacaciones que tengo pendientes desde hace más de un año y a la vuelta estaré perfecto.- Se levanta con movimientos inesperados sobre los balbuceos inútiles del médico, balbuceos  de público asombrado ante el truco de magia. En la misma puerta se vuelve por un segundo. -La moto se la compré yo aunque su madre se oponía. Nunca pude negarle gran cosa. 

El médico se queda en el rellano viendo como atraviesa las puertas inteligentes y se pierde en la calle. Si quedaba algún paciente, se ha debido de marchar, porque la sala de espera esta vacía. La administrativa está recogiendo su bolso y la enfermera trastea en el maletero de su coche. 

La carretera está oscura y tiene toda la longitud del fracaso. La música tranquila tiene esta vez poco efecto balsámico. Llevarse a casa estas horas extras debían enseñarlo en primero de carrera. Durante unos días, el médico reserva siempre un momento en la cabeza para repasar aquella entrevista. Busca su nombre en las listas sin encontrarlo hasta que las demás vidas van cubriendo el recuerdo como placas tectónicas. 

-Fíjate qué pena. -La administrativa lee el periódico antes de empezar las consultas. -Un vecino del pueblo fue al lugar donde su hija se había matado con la moto, colocó un ramo de flores y allí mismo, se pego un tiro. 
















9 comentarios:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

Brutal, amigo. Esta vez te has superado... "tantas veces, nuestro paso por la vida de los pacientes deja apenas un arañazo en un búnker de hormigón de cuatro metros de grosor."
Muy duro, pero no menos que la vida, claro.
Un abrazo.

Ana Cordobés dijo...

Dios mio, qué duro! Lo único que puedo comentar que muchas veces los pacientes necesitamos tan sólo una palabra de aliento y no un medicamento, porque el alma cuando está atormentada necesita una cura que ningún fármaco posee.
Quizás ese médico debió decirle esa palabra o derivarle al especialista, no sé. Lo único que se que me ha quedado esa sensación de tristeza tanto por el hombre que acudió a la consulta como por el médico que luego recibió la noticia.
Un saludo.

Juan Antonio García Pastor dijo...

Intensa historia muy bien relatada.
Muy útil para que aprendamos.
Aparte de escuchar, de los silencios o de empatizar, ¿qué diríamos si nos sucediese a nosotros?. ¿Sabríamos acompañar, apoyar o consolar?. ¿Sabríamos conectar con la persona en la fracción de tiempo que dura una consulta?. ¿Sabríamos evitar sumirnos en la emoción que nos despierta este drama y ver el sentimiento que sufre ese padre?.
Gracias por compartir esta profunda narración.

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a los tres por los comentarios. La historia solo pretende reflexionar sobre el tenue paso por las vidas de nuestros pacientes, a veces tan tenue, que aún siendo capaces de reconocer una grieta tan terrible, como el agua de un arroyo sobre una piedra, somos incapaces de hacer poco más que pasar sobre ella y después mirar hacia atrás desde la impotencia, o la futilidad, o el desconcierto. Es una historia creo con muchos ángulos, que permite pensar desde ópticas muy diferentes en la relación entre médicos y pacientes, y sobre nuestros límites y lo que se encuentra más allá de ellos. No sé si me explico. Abrazos para todos.

Juan Francisco Jiménez Borreguero dijo...

Interesante y brutal realidad la que nos expones, querido compañero, hecha con la exactitud de disección del bisturí y la sensibilidad y profundidad de San Juan de la Cruz, siempre nos quedará la duda si es es real o u relato novelado y extrapolado.

En cualquier caso, retratas una realidad que nos toca ver a los médicos a diario en las consultas: es el drama de las rupturas matrimoniales con las gravísimas secuelas de destructividad social que generan en padres, abuelos e hijos
Rupturas familiares que algunos estimulan alegremente ante cualquier desavenencia o contratiempo de convivencia, como un derecho "progresista" olvidando que la familia es la base de la persona y por ello también de la sociedad.
La realidad por desgracia nos los recuerda, a veces brutalmente.

Amaya Gárriz dijo...

Acabo de descubrir tu blog y ,será que hoy me he levantado un poco floja pero todavía estoy con la lagrima .Como transmites la tristeza y el dolor de ese padre y la impotencia del médico que se enfrenta a esta durísima situación .Podemos hacer mucho por los pacientes y muchas de las veces solo con una atenta escucha.Hay mucha información e el lenguaje no verbal y no siempre necesita de fármacos .Enhorabuena.Te seguiré con atención .

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias Juan y Amaya por vuestros comentarios. Ambos tenéis mucha razón: por un lado se pone de manifiesto el drama que a veces no trasciende alrededor de las familias desestructuradas y por otro lado nos demuestran lo importante es que permanezcamos siempre alerta ante cualquier forma de comunicación de nuestros pacientes, incluso cuando no desean comunicar nada abiertamente.

Un saludo a los dos.

becejota dijo...

Hola Raúl!
Como te dije que te haría una pequeña crítica sobre el relato, ahí voy... ¿porqué un juego de maquillaje y no algún otro juguete, como un juego de construcción, un puzzle, un cuento? A una niña pequeña a la que se le cae su primer diente ¿ya tenemos que sexualizarla? Ya lo sé ya, aquí viene cuando resopláis y me decís que soy una exagerada... pero de verdad, son estos pequeños detalles los que construyen ideologías más grandes. Y que sepas que me atrevo a decirlo en tu blog porque sé que eres un hombre dispuesto a escuchar e ir moldeando esas pequeñas cosas... no le hace ningún daño al relato, no cambia nada, y sin embargo el que te devanes los sesos buscando otro juguete que encaje bien en el relato para esta niña, es importante.

A parte de eso, espectacular como siempre, y espeluznante. Eres un pedazo de escritor y transmites como nadie. Gracias por regalarnos tus palabras y tantas historias. Un abrazo gigante

Raul Calvo Rico dijo...

Pues muchas gracias Belen. Y tienes toda la razón. No pienso decirte lo de que eres una exagerada ni nada de eso. Es evidente que construimos realidades también con las palabras en este caso con las que escribirnos, y que la realidad es manifiestamente mejorable. Yo no tengo hijas, solo cuatro hijos varones. Pero tengo tres sobrinas. Una de ellas, que es mi ahijada, en su último cumpleaños me pidió un juego de maquillaje para sus muñecas y de ahí es de donde sale el de la historia (es decir, no se trata de una elección sexista, sino simplemente de un recuerdo recuperado y utilizado en el proceso literario. Y la verdad es que no me he dado cuenta de que podría ser interpretado de esa manera hasta que lo has expuesto. Pero insisto en que desde el punto de vista que lo planteas, me parece que tienes toda la razón.
Si te parece, y lees esta respuesta, vuelve a releer el relato. Muchas gracias.