domingo, 27 de noviembre de 2016

Gorda

Fermi sale de la consulta de la enfermera cojeando. A las rodillas les cuesta arrancar, más a la derecha. Se las mira un segundo antes de levantar la cabeza y las recuerda huesudas y bailarinas. ¡Qué lejos le parecen aquellos tiempos! Pero existieron, eso seguro. Para no olvidarlos tiene la foto de su boda en el mueble del salón. Serían entonces apenas cincuenta quilos. Levanta la cabeza y saluda a una vecina que espera para tomarse la tensión. Intercambian secretos de mercado o cotilleos de salón, da igual. Después se marcha despacio, sin abandonar del todo la retranca de la pierna derecha, con la dieta en la mano que le acaba de entregar la enfermera. La sexta, la séptima, la octava quizás, desde que la conoce.

La semana pasada la vio por fin el traumatólogo en el ambulatorio. Le costó un mundo llegar, cada vez se maneja peor en la ciudad, autobús desde el pueblo y luego el autobús urbano, con esa sensación de sardinas en lata insoportable. Anda y que se metan su ciudad por donde les quepa. Igualito es salir a pasear por el arroyo, o llegar andando hasta las eras. 

Y ese es el problema, que ya no hay quien siga andando con los huesos de esas rodillas que se rozan como el papel de lija y duelen como si llevara dos puñales clavados en cada corva. Así que había esperado pacientemente a ser recibida en audiencia por esos seres místicos que son los traumatólogos, y había salido de la consulta tras unos tejemanejes bastante violentos de sus piernas, con una bronca descomunal por estar gorda, y el disgusto de una cita en un año para ver si había sido  capaz de abandonar el saco de kilos que se había echado a las espaldas desde que tuvo a su último hijo y podía entrar en el quirófano. Total, el chaval tenía ahora veintiún añitos era cosa de perder en doce meses lo ganado en unos doscientos cincuenta. La educación general básica no le había dado para calcular aquello muy exactamente pero mientras volvía a la estación de autobuses en el urbano le pareció que sería un poco difícil. 


En el largo pasillo del centro de salud tiene tiempo de saludar a un par de vecinas más que se distribuyen por los distintos pasillos. Menos los martes, que es el día de mercadillo, el resto de la semana parece concentrarse allí toda la actividad del pueblo. Amparo lleva más de veinte años siendo su enfermera, ella le controló el último embarazo, el del tercero, las dos mucho más jóvenes y también las dos con muchas más ilusiones. Hoy, cuando la ha visto entrar en la consulta, han intercambiado preguntas amables sobre sus respectivos chicos, pero cuando le ha dicho que venía a adelgazar, el suspiro interior de la pobre Amparo se le ha escapado por todas y cada una de las arrugas de su cara. 

Ella rápidamente le ha explicado que eran cosas del traumatólogo para poder operarla de la rodilla que la estaba matando, que ya sabía que lo había intentado muchas veces pero que esta vez lo iba a conseguir seguro, porque el dolor la tenía loca y no la dejaba salir a andar por el arroyo ese ratito que se permite dejar las cosas de la casa y marcharse cada tarde, y que de verdad que ahora sí que sí. 

Y había escuchado atentamente cada una de las explicaciones de Amparo sobre los grupos de alimentos, y las mezclas, y le había dicho que lo entendía todo y prometido que veinte gramos de pan en la comida y en la cena y dos cucharadas de aceite para todo el día, que se lo juraba por sus hijos. Y ahora se marchaba a su casa pensando quién coño le iba a prestar a ella una ciclostatic y cómo se iba a apañar para poner los garbanzos que había echado ayer al remojo con una sola cucharada de aceite. 

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Amparo se toma unos momentos antes de avisar a su siguiente paciente. Está terminando de rellenar en el ordenador los ítems del protocolo de obesidad como mandan los cánones, que si no los jefes dicen que no la pueden evaluar y al final ni productividad ni leches. Mientras espera que se abra la ventanita del tratamiento no farmacológico, al desesperante ritmo de su ADSL rural, intenta memorizar cuantas veces a puesto a dieta a Fermi desde que la conoce. 

La tiene cariño. Cree que fue la primera embarazada que siguió nada más coger la plaza en el pueblo. ¡Era tan joven! Veinte años ni más ni menos. Para que luego se desmarque el Gardel diciendo que no son nada. ¡Los cojones! 

Siete, quizás ocho veces. No es una mujer que esté siempre en su consulta. En realidad ha sido ella la que ha mantenido el contacto dándola citas cada par de meses, sobre todo para pesarla y controlarle la tensión, que con sus añitos y esa sarta de kilos, no es cosa de que no aparezca por allí, menuda bomba de relojería ambulante. Y sabe que es una mujer disciplinada. No falta nunca a su cita, aunque la señora donde limpia le exige siempre el justificante de asistencia a pesar de llevar más de quince años con ella, que el servicio ya se sabe, dice Fermi que le oyó decir una vez a una amiga por teléfono. 


Y con el marido y los dos hijos mayores trabajando en el campo. El pequeño no, que ese está en la capital estudiando su carrera. El orgullo de su madre. Pero cuando hoy le ha pedido otra vez la dieta, a Amparo se le ha hecho presente la imagen de Florence Nightingale crucificada y se ha aguantado un exabrupto porque fue a un colegio de monjas y su madre le habría dado un buen pescozón. 

Así que le ha imprimido por las dos caras de un folio una dieta de mil quinientas abierta, y con su boli malva de la suerte le ha ido marcando las familias de alimentos y su equivalencias, las proporciones en cada comida, hasta un par de truquitos que siempre ayudan a sobrellevar la condena. Fermi no se perdía ripio y ella se iba calentando, como las seis o siete veces anteriores, cogiendo carrerilla como la animadora de un hotel de jubilados del INSERSO. 


Y cuando Fermi se ha ido con su dieta en la mano, su consejo para hacer bicicleta estática, veinte minutos diarios suaves mientras ves a la Mariló que te va a ir muy bien para las rodillas, y su cita para dentro de un mes, pesarte y ver cómo van las cosas, se ha tomado su tiempo para su tecleteo torpón de hija del boli BIC revenida, satisfecha de ver que a pesar de las dos décadas a las espaldas, aún conserva suficiente frescura como para poner a dieta a una mujer obesa que necesita que la operen de la rodilla. 

Y encima rellenar todos los ítems para cumplir los objetivos. Ole. 









lunes, 21 de noviembre de 2016

El principio de autoridad

Llovía como si fuese el primer día del diluvio. Los limpiaparabrisas no se permitían un segundo de descanso y la carretera escupía agua como si se hubiera transmutado en los canales de Venecia. Bueno, igual no era para tanto, pero permítasele la hipérbole a un tipo de secano del interior que en cuanto caen dos gotas se atrinchera en su sillón tras los cristales a ver cómo se encharca el patio de casa. Llevábamos tres horas de camino modo spa, o lo que viene a ser lo mismo, dos adultos pudiendo hablar de sus cosas y de las de los vecinos con una agradable música de fondo que se deja tararear de cuando en cuando, sin broncas, regaños, bob esponjas ni que te pego, leche, habituales y seguro que en un futuro, fuertemente añoradas... En un futuro. Ahora estamos en el presente, gracias. 

El paisaje empezaba a hacerse arisco y precioso. Las montañas comenzaban a amenazar como un chulito de patio de colegio y el otoño se había quedado ya sin gama de grises que utilizar. Era el norte, violento y hermoso. 

Aquello era como hacer un domicilio: una casa de las que abrigan, una anciana encantadora con un pijama de felpa morado que sonreía y se presentaba a sí misma bromeando, tan elegante y frágil como si nos hubiera recibido en audiencia la duquesa de Windsor. Una mesa redonda repleta de comida, una chimenea en la esquina del salón con un perrazo negro de cuadro de Velázquez roncando al amparo de su calorina. 

Un grupo cuando menos curioso: la anciana atenta a la conversación, degustando su Rioja con el placer que provoca ese matiz de rebeldía aún posible después de consumir casi toda una vida, con la imperceptible tristeza de la pérdida en los ojos; un niño con la vida reventándole por todas partes al mismo tiempo, impidiéndole permanecer quieto, como marca la naturaleza, y luego cuatro sanitarios, una enfermera y tres médicos. 

Los dos médicos del norte son grandes, fuertes. No puedo evitar imaginármelos con pantalones blancos, camiseta de tirantes y fajín, partiendo troncos o levantando unas piedras. Y sonríen con una sonrisa de las que usan todos los músculos de la cara, una sonrisa de las que te dan una palmada en la espalda que te desencuadernan. Tienen la maravillosa exageración en la amistad norteña. Es inevitable sentirse pequeño a su lado. Tres médicos perroflautas y una enfermera que nos mira con una paciencia de canonización por la vía urgente. 

Las historias se atropellan inevitablemente. Se llora por la sanidad perdida, se dibujan tres tratados sobre un nuevo sistema dignos de un cum laude salmantino. Se vacían varias copas de vino y se sueltan las lenguas, y después lo sentimientos. Y aparecen las personas. Las que nos llevamos a casa, las que nos empaparon con sus vidas solo para embarbechar las nuestras. 

Entonces hablamos de lo sagrado de entrar en sus casas. Y a mí, que estoy en la casa de uno de ellos, me parece escuchar Te Deum de órgano de catedral. Y de esos álbumes ambulantes que son ahora los móviles, me enseña una foto. Es una anciana con un camisón de organdí, metida en su cama, repantigada sobre varios almohadones. Se ve que ha colocado el embozo de la sabana para que saliera bien en la foto. A su derecha, el cuerpo inmenso del médico ocupa un buen sitio en el colchón. Con su sonrisa plurimuscular mira a la cámara, no es una pose, es pura y dura felicidad. En la  pechera lleva una chapa que dice: "paliativos visibles" o algo así, sin gafas soy un gato de escayola. 

-Ella siempre me dice que tiene mi sitio en su cama guardado. Es un auténtico encanto. Le pedí que si quería hacerse una foto conmigo para una campaña que estábamos haciendo que visualizara los cuidados paliativos, y por supuesto me dijo enseguida que sí. Pero después pensé en ello y no quise utilizarla. 
Si alguien que está yendo a verla casi a diario en los últimos días de su vida le pide que se haga una foto con el ¿cómo iba a negarse? Si su médico de cabecera le pide que le deje contar su historia en un congreso, o que participe en un estudio, o que le dé permiso para subir una foto de su domicilio a Instagram, ¿cómo podría decirle que no? 

Aunque creamos ser los reyes de la empatía, aunque nos regalen mazapanes en Navidad con su pensioncilla ridícula, o no paguemos nunca un café en el bar del pueblo, aunque pensemos que la confianza es el único puente posible tendido entre nosotros y nuestros pacientes, nunca conseguiremos abandonar del todo el principio de autoridad. Como un viejo dictador gobierna nuestra relación y astutamente, sabe esconderse porque esta decrépito y huele a antiguo, y a nadie le gusta ese olor. Pero conviene no olvidar que ahí sigue. 

-¿Tengo derecho a utilizar esa foto sólo porque me interesa, para mi campaña, o para demostrar que soy un tipo genial y lo mucho que me quieren? ¿Tengo derecho real, aún sabiendo que nunca me habría dicho que no, porque allí, detrás, encima de ella, acecha el principio de autoridad, aunque la buena mujer nunca haya oído hablar de eso tan complicado? 

Las historias nos rodean como sombras en una gruta, que nos llegan distorsionadas y que prometen sorpresas si somos capaces de girar hacia ellas nuestras linternas. La buena gente también nos rodea. Y los buenos médicos, los que son capaces de enseñarte esas cosas, no sólo deben rodearnos, deben abrazarnos. 











martes, 15 de noviembre de 2016

Compasión

La enfermera apenas llevada unos días en su nuevo trabajo. Después de años de sustituciones pateando la capital, al fin la habían llamado del hospital de su ciudad. Y en el momento más oportuno. Cuando fue buscar su nuevo pijama blanco, pidió el pantalón varias tallas más ancho de lo que solía. Cuatro meses después nacería la razón de esa nueva talla de cintura. Y no había manera de borrarle la sonrisa de la boca, porque era el primero, y porque el traslado le ofrecía una tranquilidad inesperada, un abandonar los metros y los viajes eternos en los túneles oscuros traqueteantes y malolientes. Así que luego dicen que vienen con un pan debajo el brazo. ¡Y tanto!

El destino le asustaba un poco. Acumulaba experiencia aquellos años previos de la trashumancia, pero nunca había estado en una planta de oncología. La noche antes de su estreno apenas cerró los ojos y a la mañana siguiente llegó al hospital cuando todavía no habían vaciado los contenedores en las calles los madrugadores camiones de la basura, y las conversaciones en los pasillos aun se intercambiaban en susurros respetuosos.

Fiel a su mentalidad algo germánica, ya se había dejado caer un par de veces por allí para enterarse de quién era quién, de dónde estaba cada cosa y de esas rutinas que encierra cada planta, que parecen transmutarse en pequeños reinos con sus propias costumbres y rarezas. Así resultaba más fácil meterse en la dinámica sin parecer un pato mareado, lo demás ya lo iría trayendo la experiencia.

Como decíamos al principio de la historia, apenas llevaba unos días, los suficientes para que la brutalidad del cáncer la golpeara como si se enfrentara con Mike Tyson, los suficientes como para que los ojos hundidos y los pómulos afilados la demostraran la fragilidad de los cuerpos ante un enemigo duro e implacable, los necesarios como para que las miradas perdidas y las lágrimas contenidas o incontinentes le revelaran la falta de misericordia de una naturaleza empeñada en mantener su equilibrio a cualquier precio.

Ella entraba y salía de aquellas habitaciones empujando su tensiómetro, o con sus frascos en la mano, sintiéndose cada vez más como una asmática que se ha dejado el Ventolín en su casa. De vez en cuando se ponía la mano en el vientre, como si quisiera proteger a su hijo de todo aquel dolor, o quizás para sentirse un poco más acompañada, nunca se sabe.

Solo llevaba unos días, los suficientes. En el pasillo, junto a la puerta de la habitación, una mujer de unos cuarenta años cruzaba sus brazos sobre el pecho atravesando el techo con la mirada. Al otro lado, dos adolescentes con las manos en los bolsillos de los vaqueros mantenían la cabeza agachada, con los flequillos lacios a la moda colgando bamboleantes, tapándoles casi por completo la cara. Estaban inmóviles y en silencio.

La enfermera atravesó aquella barrera invisible con el mismo silencio que la recibía. La habitación estaba en penumbra, casi costaba encontrar entre las sábanas lo que quedaba del hombre que un día había besado apasionadamente a aquella mujer, el padre que había subido a costillas a aquellos dos chicos. Tenía los ojos cerrados y las respiraciones superficiales se iban descontando como los segundos antes de llegar el año nuevo.

La enfermera hizo ademán de volver hacia la puerta, ante el inminente desenlace. Ella no conocía de nada a aquel hombre, y su mujer y sus hijos estaban allí, a solo un par de metros. Pero algo la hizo detenerse. En aquel momento se supo incapaz de juzgar a nadie, de presuponer cuánto dolor puede soportar una persona, de ser ella quien determinara qué debe hacer cada cual ante la crudeza de la muerte.

Así que volvió a la cabecera de aquella cama y cogió esa mano de piel y huesos que parecía que se quebraría con solo rozarla, y se quedó allí, mirando como se escapaban los últimos instantes de esa vida que desconocía, hasta que la muerte, silenciosa, desplazó a la ruidosa agonía y se hizo dueña y señora.


Luego, despacio, colocó la mano sobre las sábanas, y abrió la puerta. Rozó suavemente el hombro de la mujer, que no necesitó ni una sola palabra para liberar liberar las lágrimas que contenía, y mientras entraba con sus hijos a la habitación, la enfermera regresó al estar, se sentó en un sillón y lloró un buen rato, hasta que le apeteció a su alma.

Después, mientras se limpiaba los ojos y se sonaba los mocos, entraron las demás enfermeras y las auxiliares, y con aire de veteranas curtidas, la regañaron por haber llorado. Ella no se sentía con ánimo para responder y se limitaba a empapar kleenex con saña intentando frenar las vergonzantes lágrimas.

- Tienes que aprender a ser mas fuerte, a mantenerte al margen. Si no, no lo vas a soportar.

Ella asentía porque era una novata y aquellas mujeres llevaban años viviendo en medio de todo aquel dolor, y si ellas lo decían, sería así. Pero sabía que le sería imposible desprenderse de la compasión porque era incapaz de verse a sí misma sin esa cualidad que nos lleva un paso más allá de la humanidad.

Esa noche se sentó en el sillón de su casa con sus manos sobre su vientre, mientras le contaba a su marido cómo aquel día, se había enamorado definitivamente de la más humana de las profesiones.


















lunes, 7 de noviembre de 2016

La Puch Cóndor

Cuarenta días al año de tu vida pasando la tarde y la noche en el servicio de urgencias, o al menos eso es lo que dice el cartel de la puerta. Aunque no engaña a nadie. No hay que llevar demasiado tiempo en este negocio para darse cuenta de que ese nombre tan políticamente correcto de Atención Continuada le viene mucho más al pelo. Y cuanto antes aprenda uno a asumirlo, menos riesgo de desarrollar una ulcera de duodeno tendrá. Cuarenta días al año, cuarenta tardes y cuarenta noches. Dan para mucho, y también para poco. Después de unos cuantos años, las caras se vuelven conocidas, los apellidos te suenan y sin bucear demasiado aparecen viejas entradas de otras tardes o de otras noches.

El bucle de la vida recubriendo de longitudinalidad el trabajo más transversal que existe.

Ya escribió algún pirado por ahí que la Medicina de Familia era la vida. Y como en la vida misma, cuando los años van consumiendo la fogosidad juvenil, el cuerpo te pide menos adrenalina, ya no te apetece tanto ese paciente desconocido con un problema de ayer, de hoy o de siempre, como las presentaciones de las canciones de las folklóricas que hacía Íñigo. Ahora la cara se te ilumina si al sonar el timbre aparece uno de los pacientes de tu cupo, de esos que, según la forma que tiene de arrastrar la pierna derecha, ya sabes que le ha atizado la ciática asesina por andar recogiendo los melones del huerto.

Pero cuarenta días al año son muchas horas, son muchas caras, son muchos nombres. Y terminas por agradecer que tu frágil memoria empiece a retener alguno de ellos, la ilusión de confianza que te proporciona es árnica para los viejos huesos que mal duermen en las camas de los servicios de guardia.

Cuando veía la Puch Cóndor aparcada en la puerta al asomarme, ya sabía quién era. Nos saludábamos   con un gesto de reconocimiento mutuo, como Karpov y Kasparov en sus buenos tiempos. Yo nunca conseguía acordarme de su nombre por más que lo intentaba, era inútil. Necesitaba siempre el chivato de la tarjeta sanitaria, que él dejaba encima de la mesa mecánicamente. Cuando la pantalla me daba el  pie, empezaba el intercambio que yo conseguía mantener bajo el paraguas de la cordialidad llamándole por su nombre de pila, y preguntándole por los anteriores encuentros, casi todos ellos provocados por unos bronquios hartos de tanta nicotina.

Tenía una voz aguardentosa inconfundible, se repantingaba en la silla y colocaba una ristra de inhaladores sobre la mesa seguidos por un inevitable no me hacen nada que yo respondía siempre con un algo le harán, que era algo así como una apertura española y la defensa Murphy correspondiente, y que nos llevaba a una partida que solía terminar firmando las tablas: yo le ajustaba el tratamiento, le regañaba por fumar, y él cabeceaba gruñendo maldiciones contra el jodido tabaco y la madre que lo parió.

Me extrañó no ver la Puch Cóndor en la puerta cuando sonó el timbre, aunque al instante descubrí la causa: es imposible empujar una silla de ruedas desde la moto, por versátil que resultara el modelo catalán. Nos saludamos con respeto aunque noté algo extraño, como si llevara los hombros mas caídos o como si hubiera abandonado ese toque de bravuconería que había llegado a conocer bien. Rarezas de tantas horas de guardia, u olfato de perro viejo, quien sabe.

En la silla de ruedas se encogía una mujer canosa, con gafas, que trataba de ubicarse con la mirada, sin encontrar el recuerdo que le sirviera. Los que almacenara en aquella cabecilla, eran a todas luces  inservibles para el mundo real. Tranquila madre, que terminamos enseguida, le dijo mientras cabeceaba con fatalismo. Había dejado la silla de ruedas mirando hacia la ventana, mientras me explicaba que veía a su madre fatigada y que aquello le parecía más que un catarro.

Guardó silencio mientras la auscultaba, y sólo intentó tranquilizarla en alguna ocasión en que se revolucionaba cuando trajinábamos con sus rebecas, jersey y combinaciones. Luego, cuando me senté frente al teclado, mientras escribía, las cosas se precipitaron sin estrategia ni aviso previo. Nunca sabes cuándo se desbordarán los sentimientos, y bien pensado, es preferible no saberlo por la tentación cobarde de largarse, y porque sería una canallada abandonar la partida.


Con la voz más ronca que de costumbre, empezó a contarme cómo hacía poco había encontrado a su hermano ahorcado. No se si sabe, doctor... me dijo. Yo no sabía si sabía, pero daba igual. La espita estaba abierta y de lo que se trataba era de dejar salir todo el gas.

El relato fue crudo, corto. Le había buscado por todas partes, sin poder sospechar nada como aquello.  Cuando se se le ocurrió subir al desván se había quedado durante unos minutos de piedra,  sin saber cómo reaccionar.

Yo había detenido el tecleteo, paralizado. Estaba absolutamente abrumado viendo la pena negra que ahogaba a aquel hombre, mientras miraba de reojo a su madre, que, de lado a nosotros, seguía ajena a la conversación, con los ojos vacíos clavados en la ventana.

Cuarenta días al año no te preparan para recibir de golpe todo ese dolor, no puedes hacer mas que rendir tu rey ante esa partida fulgurante y brutal. Sólo pude asentir con la cabeza, balbucear sobre lo dura que es a veces la vida, el tiempo justo para que tragara el nudo de lágrimas y poniéndose de pie, diera la vuelta a la silla de su madre y se marchara.

Ahora estoy sólo cuidando a mi madre, que ya ve usted cómo está, y no doy más de mi. Sí que es dura la vida a veces, sí.

Cuesta trabajo saber qué ha sido de personas que no son de tu cupo. Parece que el batallar diario apenas te deja tiempo para hablar con un compañero, y cuando lo consigues, siempre surgen cosas que parecen empeñadas en reclamar los titulares y dejan para las últimas páginas esas vidas que, ¿sin quererlo?, alguna vez nos golpearon.