viernes, 30 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad. Segunda parte.

Suena el timbre tres veces seguidas. En la memoria subconsciente, la que se cría y engorda al calor de los recuerdos y las experiencias más aterradoras, saltan todas las alarmas. El médico abre los ojos sin ver, sin recordar a ciencia cierta cuando los cerró, aún masticando el realismo del último ensueño, el que le llevó a una juventud tan remota que ya casi había olvidado. Bueno, eso y también masticando los huevos fritos con pimientos que se había cenado antes de acostarse. Cenas ligeras en las guardias, se reprocha como al niño pillado en falta.

Otros tres timbrazos, sin apenas pausa entre ellos. El médico realiza un cambio postural antiescaras, seguido de un arrebujamiento, esperando oír el trasteo de la puerta de la residente. Es su turno. Es el turno de las batas que pesan por  el efecto cargante de los manuales y la indecisiones. Ley de vida, hay que pasar por ello, como lo hemos hecho todos, si no, nunca se aprende. 

Pero el trasteo se hace esperar y el timbre contrataca con tres nuevos estallidos. Los jóvenes no son como en mis tiempos, piensa mientras reacomoda la cabeza en la almohada. Antes saltábamos de la cama a la primera. Otra triada impaciente. Doce o quince timbrazos no atendidos ya pueden considerarse negligencia, y los jueces no entienden de turnicidades ni de  adjuntocidades. 

Se levanta y sale al pasillo con cara de adjunto al que se le llama por la noche. No hay metáfora que pueda con la realidad. Está oscuro y desierto. Golpea la puerta de la residente una octava más bajo que un ariete medieval. Nada. Luego arremete contra la puerta de la enfermera, con el mismo desesperante fracaso. Los intentos de asaltar los picaportes son frenados por los pestillos. El colmo. 

Otros tres timbrazos le hacen definitivamente perder su flema de perro viejo y suelta una blasfemia que asusta al silencio. Se asoma a la puerta. La niebla es más espesa, y en la verja exterior, un perroflauta con rastas y pendiente de corsario parece a punto de volver a apretar el timbre. Pero salvo por el aspecto de atentado contra la salud pública del abrigo que lleva puesto, por lo demás no tiene ninguna pinta de estar a un paso de la REA. Está haciéndole señas con el brazo para que salga. El médico busca algún coche, un acompañante desmayado en la acera. Nada. 

Con el primer paso hacia el exterior, se encuentra en el salón de una casa, mirando junto al joven a una mujer que intenta teclear en un portátil que le queda un poco lejos, pues entre ella y la mesa hay un bebé agarrado a su pecho con esa expresión de inconsciente y plena felicidad tan difícil de volver a experimentar nunca. A su derecha una niña garabatea en una hoja de papel mientras reclama la atención de su madre continuamente. Así que el tecleteo se va volviendo cada vez más lento e improductivo. 

En la casa huele a lentejas cocinándose y al cansancio de no haber tenido tiempo ni para una ducha. 

"¿No habías estado nunca en la casa de tu  residente, después de estos años? Anteayer estuvo de guardia en el hospital. En casa la esperaba una guardia de madre de bebé con fiebre. No es que lleve muchas horas de sueño en la mochila en estos días la pobre. Pero claro, quien la mandó meterse en el lío de ser madre durante la residencia, ¿no? Ya le advertiste tú. Hoy no tenía que haber hecho guardia, pero se lo pediste porque es lo mejor para su formación, por supuesto. Ha estado hasta las dos terminando esas recetas que tenías que renovar de la residencia. Docencia pura, ¿verdad?

El médico ve a la madre dibujar una flor sobre el garabato de la niña, ve a la médica intentando leer lo tecleado en el ordenador, ve a la mujer ponerse la mano en la frente como queriendo evitar que le explote la cabeza del dolor. El médico parece que es capaz de ver por primera vez. 

"Sígueme". El perroflauta da la espalda a la escena del salón y al girar, ambos quedan enfrentados a una anciana sentada en una silla de plástico en la sala de espera de urgencias del hospital. Hay otras muchas sillas ocupadas por gente que susurra, o cabecea, o trastea con el móvil. Ella también tiene un móvil en la mano. Pero con las prisas ha olvidado las gafas en casa y no distingue los números que lleva apuntados en la cartera junto al nombre de sus hijos. Da igual. Tampoco iba a molestarlos hasta que la digan algo, y sabe  por experiencia que la noche será larga. Vuelve a sentir esa sensación amarga de culpabilidad por haber llamado al médico, sabiendo que tenía muchas posibilidades de acabar justo donde estaba. Pero otras veces han ido a casa y han solucionado la papeleta con  un par de inyecciones o algo por la vena, vaya usted a saber, y ella le veía tan fastidiado, le aterraba lo largas que se hacen las horas de la noche cuando uno se encuentra tan mal. Ya no vale de nada lamentarse, solo esperar y acomodarse lo mejor que se pueda en esas sillas de estación de autobuses. 

El joven andrajoso se introduce en el pasillo de la urgencia. Hay camillas pegadas a una de las paredes con personas conectadas a tubos, pies de gotero, sabanas ocultando cuerpos huesudos, incómodos y cansados. 


Hay pijamas blancos sobre cuerpos de médicos jóvenes, pero con caras viejas, agotadas, ojerosas y despeinadas. Mira, hablan de ti y de los que son cómo tú. Los residentes de familia intentan justificarte, pero en realidad están avergonzados, avergonzados y hartos de soportar los comentarios de sus compañeros. Y se sienten en obligación de tapar tus vergüenzas demostrando a todos que son máquinas de diagnóstico, a cualquier precio, incluso al de la salud del propio paciente. Una labor docente espectacular, una vez más enhorabuena. 

El anciano está incorporado en la camilla. Disfruta temporalmente de un cuchitril minúsculo y frío, pero al menos está solo, o casi. Cada vez que se corre la cortina se estremece. Hasta ahora han sido varios pinchazos, pegatinas en el pecho, una sonda de goma por el pito que le ha hecho ver las estrellas.  También se le han llevado a hacer una radiografía. Todos han sido amables con el, aunque no le dicen gran cosa y nadie le da razón de su mujer, que estará dejándose los huesos en la sala de espera.  
La máscara le molesta pero el oxígeno y la meada continua hacen que poco a poco su respiración vuelva a ser la de un hombre anciano, no la de una ballena varada en la playa. 

El médico mira al anciano, mira el trasiego desatado a su alrededor, mira al hombre y lo ve por primera vez, como vio por primera vez a su residente, como vio por primera vez a la mujer de la sala de espera. El médico mira al joven pero el joven se ha esfumado en el puré de guisantes de la calle, que está vacía, húmeda, con ese reflejo mortecino de las luces de las farolas en la niebla. Se toca la boca del estómago, porque los huevos y los pimientos insisten en hacerse presentes. 

Es la segunda vez en la misma noche. Definitivamente, cuanto antes llegue a los cincuenta y cinco años, mejor.  


sábado, 24 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad. Primera parte

El médico da vueltas intranquilo en la cama. Le molesta la tela tiesa y áspera del pijama blanco, le jode tener que meterse en la cama con calcetines, le fastidian los coches que pasan por la carretera junto al Centro de Salud. Intenta encontrar la postura y recuperar el ritmo cardiaco acelerado tras la última bronca con la mujer del anciano que pretendía hacerle salir en esa noche de perros para ir a su casa, y que al final vino en el coche de un vecino al que se le veía el pantalón del pijama por debajo del vaquero. Si cuando fuerzas un poco la mano terminan por encontrar las maneras. Pues a pasar la nochecita en el hospital, para que aprendan. 

Hay un momento en que no sabe si sueña o está despierto. Pero está convencido de haber oído el timbre. Como suele hacer, espera unos segundos sin moverse, son los que concede a la posibilidad de un error auditivo, o al ensueño. Cuando la chicharra vuelve a sonar desagradable, se levanta cagándose en los muertos del que inventó la atención continuada. 

En la calle hay un tipo abrigado hasta los ojos en medio de la niebla. Le espera sujetando la puerta de cristal con el morro torcido. ¿Qué le pasa? El sujeto, en las distancias cortas, tiene aspecto de pobre de novela de Dickens y huele como si llevara muerto desde entonces. Soy el espíritu de las Navidades pasadas. Lo que faltaba. El graciosillo mamado de cada guardia. Ya. Pase, señor fantasma. No, mejor salga usted aquí un momento conmigo. 

El médico duda pero salta a la legua que el tipejo está solo.  Ha dado dos pasos hacia el exterior y el médico le sigue. La bruma se disipa como por ensalmo y se encuentra en el patio central de un moderno Centro de Salud. Hay pacientes sentados en sillas colocadas junto a varias puertas y en otras alineadas en hileras en el centro. Frente a las puertas hay médicos, todos con sus batas, charlando animadamente con tipos trajeados y mujeres elegantemente vestidas, con sonrisas perfectas Profiden, maletines abiertos a sus pies y hermosos folletos de colorines en sus manos. Algunos de los médicos son muy jóvenes y parecen escuchar muy atentos las conversaciones más formales o más distendidas de los más mayores. 

El médico está exoftálmico, y como en los viejos cuentos, se pellizca el antebrazo confiado en que el sistema, aunque antiguo, siga siendo eficaz. Pero la escena continúa frente a él sin parecer afectada por los moretones que empiezan a aparecerle con tanto pellizco. Se percata que el pordiosero está a su lado, mirándolo desde detrás de su bufanda, con ojos de estar pasándoselo de pajolera madre. Pero ¿qué coño? Ahora ya la risa del hombre es indisimulada. Ya te dije que era el espíritu de las Navidades pasadas. ¿Reconoces a aquel chaval moreno que está junto a aquella puerta? ¿El que asiente con la cabeza mientras ojea la publicidad y se guarda los bolígrafos que le dan en el bolsillo?

El médico no ceja en sus autolesiones, pero cree reconocer al joven médico con la bata remangada, al que palmea en la espalda el representante mientras todos se ríen a carcajadas. Ven, acerquémonos, le dice su acompañante, y ambos cruzan el patio hasta llegar a unos pocos metros de donde se desarrolla el encuentro. Puede escucharse la conversación con total nitidez. Y el médico puede ver los ojos del veinteañero con muy pocas preocupaciones y muchísima ilusión, los que ya muy rara vez consigue adivinar en el espejo por las mañanas. 

Bueno, a ver si puede ser que mi residente pruebe ese restaurante tan bueno que tú y yo sabemos, sobre todo ahora que estamos en temporada alta de bronquíticos reagudizados, ¿no? Todos se ríen como si fuera la primera vez que escuchan el chiste, pero el lenguaje no verbal es igual de expresivo y claro que las palabras. Pues venga, si os animáis, hoy mismo. Llamo y voy reservando. La puerta se cierra y el médico y su acompañante están en una esquina de la consulta, viendo cómo el tutor y el residente comienzan a recoger cosas de la mesa. Suena el teléfono. El tutor deja que escupa dos o tres llamadas antes de cogerle con el mismo gesto con el que el Conde Drácula empalaba a sus enemigos 

¿Qué pasa? contesta. No, yo no voy a ningún sitio a estas horas, se lo pasas a los que entren de guardia. Me da igual que te haya dicho que quiere hablar conmigo y que sea paciente mía de toda la vida. He dicho que no estoy para nadie. Cuelga el teléfono y se quita la bata, mientras el residente termina de recoger fonendo, libreta, bolígrafos y dos graciosos pisapapeles con forma de cápsula que pondrá encima del escritorio de su pisito de soltero. La gente es que es la leche, ya te iras dando cuenta. Menudo abuso, alucinante. 

El médico que contempla la escena tiene fijos los ojos en el joven.  Le parece ver la vocación  escapándosele a chorros por los costados. Pero observa como levanta la cabeza y sonríe, como si quisiera recuperarse de un buen uppercut sin que se le notase. Es verdad, hay que joderse con la peña. 

Ven conmigo, le dice el pordiosero al médico. Éste se deja arrastrar otra vez hacia el patio, pero ahora es el salón de una casa. La televisión está encendida con el sonido a niveles de hipoacusia severa. En un sillón de orejas, un anciano enorme, sonrosado, resopla como si le fuera la vida en cada bufido. Tiene un tubo de plástico bajo las narices conectado a una máquina que remata el estruendo de la habitación. Sobre la mesa camilla se desparraman un cerro de cajas con pastillas e inhaladores de varios colores. Una anciana con delantal trastea con el teléfono, mientras le grita a pleno pulmón: No ha podido venir, el hombre. Debe estar liadísimo con las fechas que son. Me han dicho que dentro de un rato mandaran a alguien. No, no protestes, hombre. Ya sabes lo bueno que es este médico, seguro que está pendiente de lo que pase y mañana sin falta hablará con el que venga para interesarse. 


El anciano sigue pegando bocanadas como si quisiera morder el oxígeno del aire que le rodea, mientras la mujer se sienta junto a él y empieza a leer los avisos escritos en las cajas de las medicinas con letra infantil y todas las faltas de ortografía del mundo. 

Nunca preguntasteis qué paciente era el que necesitaba que fuerais a verle. El hombre y su mujer pasaron las Navidades ingresados en el geriátrico. El falleció poco después de reyes. Os enterasteis dos o tres meses después, cuando la mujer le pidió a sus hijos volver a su casa y las nueras aceptaron encantadas. Volvió a vuestra consulta a recoger sus pastillas de la tensión y os contó que su marido no había superado su último catarro. Le dijisteis que era muy mayor y estaba muy delicado de los bronquios, porque toda su vida había fumado mucho, y claro, eso al final se paga. La mujer asintió y se marchó a su casa con la receta en el bolso. 

El médico ha escuchado cada una de las palabras de aquel tipo sin perder la cara de imbécil anonadado en ningún momento. La habitación se ha difuminado en la niebla y él está otra vez sujetando la puerta del Centro. Pero ya no hay nadie. Mira alrededor, dentro de la consulta. Nada. La enfermera se levanta con los ojos medio cerrados. ¿Es que ha sonado el timbre? pregunta. El médico se toma unos segundos para responder. No, me había parecido. Vuelve a meterse en la cama y vuelve a molestarle el pijama blanco, vuelen a joderle los calcetines, vuelve a intentar calmar las palpitaciones que le ha provocado ese mal sueño. 








lunes, 19 de diciembre de 2016

Treinta y siete visitas

Diciembre. Se acaba el año envuelto en las brumas frías típicas de esta estepa en la que vivimos perdidos o encontrados. Es la última guardia del año. El médico lleva  toda la semana rogando por uno de esos días de atención continuada, un brindis al sol de las consultas 365/24/7, que tanto hacen despotricar a los reyes de la queja de salón y que tanto añoras después de dos episodios seguidos de emergencias de serie de la HBO.

Por el momento el día concentra una banalidad tras otra en un imperio desesperante del infantilismo de la sociedad, tiarrones como casas llorando a lágrima viva por unos retortijones y una cagalera, pies torcidos que soportarían una jota aragonesa sin dar un mal paso, y toneladas de mocos de todos los espectros del arco iris empeñados en desaguar hacia el gaznate y que parecen componer allí detrás en las faringes frambuesas iconos de caritas sonrientes descojonándose de la mala leche que se le va poniendo. 

En resumen, una guardia plácidamente aburrida y cariñosamente desesperante. 

Era ya la noche temprana del invierno. El niño de once años parecía desayunarse cada mañana el bote de Cola Cao entre dos hogazas de pan de pueblo. Se sujetaba el costado jadeando como un Jesucristo después del encuentro con Longino. Cuando alguien se mueve en un lugar algo oscuro como son los pasillos de un servicio de urgencias con la familiaridad que lo hacían el sujeto y su señora madre, el viejo observador se echa a temblar. 

La camilla es una antigua amiga a la que subirse con agilidad de felino al que se le ha olvidado el dolor de las costillas, pero el dedo anda rápido para recibir el pulsi mientras el gesto se vuelve a quebrar ante los ojos de la afligida madre con otra andanada de dolor sin límites. 

El Averroes docente dirige un interrogatorio de libro en el que es imposible adivinar el "no tiene nada de nada" que le martillea en el coco. Al fin y al cabo, son muchos años sujetos a las sorpresas de la naturaleza y hay una residente delante. Profesionalidad y empatía, que se dice en las charlas sesudas; buen rollete y objetividad de toda la vida. 

El pulsi marca el pleno del cien por cien de saturación y el fonendo arrastra el resto de las posibilidades de sorpresas de última hora. La clasificación internacional de enfermedades tendrá que esperar a mejor ocasión. La industria de las mantas eléctricas ha ganado esta vez la batalla a la dura industria farmacéutica. 

La hora de las explicaciones comienza y aquí el dossier de cincuenta ítems con una sola respuesta verdadera que ha sacado la madre de la criatura para aprobar el examen queda respondido con vaguedades e incertidumbres como las que nos regala cada día la propia vida, e igual de mal aceptadas. 

"¿Toda esa sarta de estupideces que usted me está soltando justifican el enorme dolor que tenía mi pobre criatura?" Piensa la madre en un pensamiento tan alto que al médico le ha parecido perfectamente audible. "A ver si se va usted a creer que yo vengo aquí porque me apetece, vendré porque mi hijo está muy malo, como puede deducirse de los ayes que difunde a voz en grito", continúa pensando viva voce, aunque las frases rebajen el nivel de decepción con el médico que les ha tocado en suerte y con las ofertas de MediaMarkt en mantas eléctricas. 

La única hermosura que le queda al dolor es la subjetividad, señora. No le arrebatemos ese último reducto de dignidad , es de las pocas cosas que tenemos que aún se resiste a dejarse medir, fíjese usted, como el amor, la alegría, el odio y los seguidores del Atlético de Madrid. 

La señora se pierde calle abajo cagándose en los muertos del sistema sanitario y del jefe de su marido que no quiso subirle el sueldo para que ella pudiera llevar al niño al pediatra de Sanitas con su tarjeta oro, que ese sí que sabe poner el código CIE en el informe (y además la hoja saca el logotipo en color, ratas del seguro con impresoras en blanco y negro)

El médico se queda delante de la pantalla haciendo palotes en grupos de cinco con un papel y un boli. Treinta y siete visitas en los últimos doce meses. Once pasos por urgencias, seis radiografías, dos analíticas, cuatro cultivos. Sanitas habría tenido un mal año





lunes, 12 de diciembre de 2016

Ciencia ficción

Las seis y media de la mañana. Me encanta la música que suena en el despertador, y sin duda, la elección del paisaje proyectado ha sido un acierto de mi mujer. El amanecer en la bahía de La Herradura es incomparable. Y que ocupe toda una pared de tu dormitorio es otra maravilla más de la ciencia. El sol reflejándose en un Mediterráneo azul turquesa. El holograma en el espejo del baño me informa de que hoy es doce de diciembre de 2106, y que fuera hay cuatro bajo cero y una niebla que no me permite ver la casa de enfrente. Pero en la esquina superior de mi pared empieza a entrar un velero levemente escorado hacia babor, con el velamen desplegado. Flipante.

Mi mujer sigue durmiendo, ventajas de un turno de tarde. Ni todo el sol de Oriente consigue despertarla. Pero frunce ligeramente el ceño cuando los rayos se multiplican, así que desconecto la proyección y la habitación recupera el silencio y la oscuridad. 

Las luces del pasillo se ajustan a mis pasos; como camino con las zapatillas y despacio, son suaves y azuladas. Sin embargo, en la cocina, todas las luces están encendidas y se escuchan las noticias en tono elevado mientras las imágenes tridimensionales se esparcen en una de las paredes. Frente a ellas un viejo desayuna leche y cereales de un tazón anticuado, llevándose la cuchara repleta a la boca con temblores asincrónicos. 

- Hola abuelo. ¿Alguna noticia interesante esta mañana?

El abuelo me mira y musita algo que soy incapaz de entender. Son noventa y tres años, y aunque ya no es tan raro encontrar personas de su edad, él está bastante cascado. Ya hace tiempo que se negó a hacerse revisiones, no quiso someterse a la cirugía que podía haberle corregido ese molesto temblor y ni se nos ocurra nombrarle ninguna de las maravillosas pastillas que te aumentan la fuerza muscular, o mejoran tu equilibrio, o potencian tu memoria. 

En casa del herrero, dice el viejo refrán. Él, que durante cuarenta años de su vida fue médico de cabecera, como sus tres hermanos, como lo fue su padre. Él, el último superviviente de esa estirpe de tipos que se resistían a luchar contra la vejez y que sabían que la muerte al final siempre vencería, los últimos dinosaurios de una Medicina que tuvo que rendirse a los nuevos tiempos, y abandonar esos reductos trasnochados que eran las consultas, rendirse a los hologramas, la nanomedicina, la biotecnología, la epigenética, la leche, en resumidas cuentas. 

En fin. Pongo la mano derecha en el tirador del frigorífico. Automáticamente en el panel frontal aparece mi glucemia, mi colesterol y mi tensión arterial. El aparato, que conoce mis preferencias para el desayuno ya ha elegido de entre ellas las que más se ajustan a los parámetros que ha obtenido. Al mismo tiempo, la cafetera ha empezado a funcionar. Café normal con leche de soja. Ese perfil lípidico se ha desviado un poco de la media, pero al menos me he librado del descafeinado. Tensión perfecta. De la nevera saco el bol autopreparado con queso fresco y dos mandarinas. 

Miro a mi abuelo, que sigue a su tarea de rematar su perolo de leche con cereales, pero veo que me observa y sonríe entre cucharadas. Voy a sentarme junto a él. Antes de empezar, con el primer trago de café me meto en la boca la cápsula que escaneará mi tubo digestivo. Alrededor de mediodía recibiré un mensaje en el móvil. Si ha detectado cualquier cosa, la señal habrá quedado registrado en los ordenadores de mi compañía de seguro médico, y automáticamente recibiré un mensaje con la cita para la retirada del tejido sospechoso. Me ha ocurrido antes solo en dos ocasiones, pero uno nunca sabe. La ventaja es que el proceso es rápido e indoloro y siempre te reservan cita a la hora del almuerzo, para no molestar en el trabajo. 

La píldora aún tiene cierto sabor metálico, pero una alarma en el móvil me avisa de que ya ha pasado al duodeno, así que puedo empezar a desayunar. El abuelo se ríe ya abiertamente. Sé que se ríe de mí, pero qué sabrá el viejo. 

Mientras veo las noticias, la pantalla del móvil enroscado en mi antebrazo izquierdo me mantiene informado de mis parámetros. La glucemia ha subido lo justo y para corregir el ligero déficit de sodio, el queso fresco lleva una pizca de sal. Tengo una salud de hierro 

En el coche, de camino al trabajo, he suspirado un par de veces y me he removido algo inquieto en el asiento cuando nos acercábamos al aparcamiento de la oficina. He recordado que tendré que ver a mi jefa y explicarle por qué no alcanzamos las cifras de ventas que esperábamos en Extremo Oriente. Los sensores del coche han detectado mi incomodidad y han cambiado las noticias de fondo por música relajante. Uno de los múltiples compartimentos del salpicadero me muestra una pequeña pastilla blanca y en el monitor central del coche, aparece la cara de uno de mis médicos aconsejándome reducir ese nivel de estrés tomándomela. 

Se deshace en la boca con un regusto agradable y respondo a la sonrisa franca del médico con otra mucho más bobalicona. En el vestíbulo del edificio de oficinas, unos números enormes proyectados sobre una fuente central nos indican los niveles de contaminantes atmosféricos. Justo antes de acceder a los ascensores, hay unos espejos frente a los que nos vamos colocando y hacemos una exhalación profunda. El registro se vuelca directamente en el móvil de mi antebrazo, junto con el resultado del escáner torácico, que descarta lesiones bronquiales o pulmonares y me felicita por la capacidad y la limpieza de mis vías respiratorias. Como decía, una salud de hierro. 

La vida sigue. Y aún tengo que recibir el informe de la cápsula intestinal, y las imágenes en 3D de mis coronarias, obtenidas por los sensores que contiene el colchón de mi cama y que suelen llegar si no hay novedad a eso de la hora de comer con un pequeño informe de uno de mis cardiólogos, ojalá sea mi preferido, el que tiene una sonrisa parecida a la de ese actor tan famoso. Verle me deja tranquilo para el resto del día. De la próstata ya hace dos años que no tengo que preocuparme. Me la extirparon una tarde a la hora de la merienda después de recibir un decepcionante informe con esas ciento cincuenta células malignas porculeras. Cosas de la madre naturaleza. 

Menos mal que tenemos estos adelantos. ¿Cómo podrían vivir en los tiempos de mi abuelo, o de su padre? La humanidad, sin duda, ha avanzado espectacularmente. ¡Esto es vida!








domingo, 4 de diciembre de 2016

¿Sueñan los residentes con tutores eléctricos?

9:45 p.m. Día 3. La residente llora en el asiento de atrás del coche de urgencias. Es un llanto casi inaudible, pero con efecto taladrante. El tutor conduce bajo la lluvia. Es una noche fría. La calefacción empaña el cristal cada poco tiempo. Durante muchos minutos, lo único que se escucha allí dentro es el ruido del aire saliendo por las toberas, intentando desempañarlos. Eso y el llanto, pero éste es tenue, como la lluvia sobre el asfalto. 

Luego el tutor intenta romper el silencio casi inhumano con un pregunta infantil, ¿cómo estás? mientras la mira por el retrovisor. La respuesta se articula con palabras de las que se rompen en la garganta. Y el tutor se calla y duda sobre si no hubiera sido mejor haber aligerado un tanto la carga de humanidad que traía la residente en su mochila genética. 

5:00 a.m. Día 1. La residente hace tres inspiraciones profundas antes de coger el teléfono. Mira otra vez el número que tiene apuntado en un papel y que ya casi ha conseguido memorizar. Está tratando de reunir el valor suficiente, de encontrar las palabras adecuadas. No existen las palabras adecuadas. No existen palabras que no destrocen la vida que contestará a aquella llamada. 

Las piernas le pesan como dos vigas de acero, y sin embargo parecen de plastilina. Las rodillas le tiemblan porque al cansancio de las catorce horas de pie le ha caído encima, de golpe, la responsabilidad de marcar ese número. Se sienta por fin, puede que por primera vez en esa guardia terrible. Piensa en su tutor. Piensa en las largas charlas de aquellos cuatro años, charlas en las que se ha mantenido intacta toda la humanidad que almacenaba antes de empezar la especialidad, humanidad que se había dicho mil veces que tendría que rebajar en una profesión como aquella, si no quería pasarse la vida llorando por las esquinas. Ella era muy llorona, de toda la vida. Ese ángel rescatando a  James Stewart era una cabronada de Frank Cappa para los lacrimales y los kleenex de caja. 

Pero en esos cuatro años su tutor la habían enseñado a conservar toda su humanidad como un auténtico tesoro. Toda esa compasión, toda esa capacidad para sufrir con los demás, eran, según él,  sus auténticos bienes raíces, y aquello no se sacaba al mercado de valores. Se guardaba en la caja fuerte. 

Al final, coge el teléfono y marca los números. Mientras escucha los tonos de llamada, piensa en las palabras que utilizará, y en cómo será capaz de contener el tsunami de pena que se la viene encima. 

9:00 p.m. Día 3. Ya levan unos minutos todos tirados en la alfombra repleta de chismes tecnológicos pitando. La médica de la UVI comprime el ambú sobre la carita inmóvil y azulada, mientras todos se turnan en masajear salvajemente el pequeño esternón. Los brazos bambolean un poco con las sacudidas, que provocan ondas irregulares en el monitor, a las que nadie quita ojo. Las enfermeras trastean con sus tubos y jeringas. 

La residente está a sus pies. No puede dejar de mirar el pañal. Es de la misma marca que el de su hija, de la misma talla. Aprieta el pulsi sobre el pequeño dedo gordo del pie para que no deje de registrar y reza sin parar retahílas de oraciones que va concatenando en su cabeza. 

1:00 pm. Día 2. Se despierta bruscamente en el sillón. No sabe cuánto ha dormido, pero su pequeño duerme con respiraciones profundas en la cuna a su lado. Está medio reclinada, despeinada y con la boca seca como una alpargata. Le da miedo moverse y hacer ruido, no quisiera que se despertase el niño al menos hasta que pueda tomarse algo para el dolor de cabeza. Con sumo cuidado se levanta rodeando la cuna y va a la cocina. Coge un vaso de agua y se mete en la boca un paracetamol que le sabe a yeso. Se lo traga a toda prisa. 

La casa está silenciosa. Vuelve al sillón y se reclina con cuidado. Cierra los ojos esperando que se le eche el sueño encima como un nublado otoñal. En su cabeza vuelve a escuchar con claridad el llanto desolado al otro lado del teléfono, metalizado por los cables y la distancia. Siente de nuevo las mejillas empapadas y la respiración entrecortándosela. Y escucha de nuevo, justo un segundo antes de colgar, con toda claridad, una voz infantil adormilada, una niña que pregunta ¿mamá, qué te pasa, por qué lloras?


4:00 a.m.  Día 1. Por fin se ha relajado algo la cosa en la guardia. Hay un montón de pacientes pendientes de camas para ingresar, pero eso ya es percata minuta. Los adjuntos duermen el sueño de los justos y el azar ha jugado su partida repartiendo los turnos de imaginarias. Es su primera guardia de residente mayor después del paréntesis maternal. Los días antes no le cabía un gramo más de estrés en el cuerpo. Pero ahora ya, por fin, la cosa tiene pinta de encarrilarse. 

El hombre entra por su propio pie. A aquellas horas brujas la atención es casi inmediata, y la enfermera se lo lleva a un box para ir haciéndole el electro que le adjudicó la etiqueta de dolor torácico que le pusieron en el triaje verbenero. El grito de la enfermera solo podía traer malos augurios. Luego la precipitación a la REA, el baile orquestado alrededor de enfermeros, adjuntos, intensivistas y residentes, y el monoacorde final del monitor que detiene de golpe todos los movimientos. 

La adjunta se vuelve hacia ella y la pide que localice a la familia. Tarda unos segundos en procesar la frase, aunque ha oído cada palabra. 


11:45 pm. Día 3. El tutor, la enfermera y la residente están sentados en los sillones del estar. A la adrenalina le está costando volver a sus niveles normales, asi que el sueño tarda en aparecer. A las conversaciones también las está costando volver a su ritmo normal. Como si fuera un experimento de telepatía, la misma imagen se repite en las cabezas de los tres. Hablan de la dureza de esta profesión, de cómo golpean sin piedad los sentimientos y el dolor de los demás. Sí, es cierto, piensa la residente, todo ese dolor es inevitable, como dice el tutor, pero la verdad es que toca muchísimo los cojones. 

"No os podéis imaginar cómo añoro a veces ser cajera del Mercadona"



P.D.: mi más entrañable cariño para las y los integrantes del Club de Lectura de Recas, en Toledo, que fueron tan amables de leer dos entradas de este blog y que me pidieron expresamente que las nombrara en la siguiente entrada. Lo prometido, como podéis ver, es deuda. Un fortísimo abrazo a todas.