lunes, 13 de marzo de 2017

Cuidar

- No sabes lo que es que suene el timbre, vayas a la habitación y te pidan algo tan absolutamente normal como que les rasques la frente. 

La enfermera lleva un par de semanas habituándose a su nuevo destino. Ha llegado como un bálsamo para curar ásperas heridas, las que empezaban a dejar cicatrices en la vocación y en el ánimo. Un clavo ardiente para salir de una ciénaga donde alguien la habia empujado sin comerlo ni beberlo. Ha pasado unos meses mordiéndose los labios de rabia por la sensación de fracaso, de derrota inaceptable para un espíritu como el suyo. Pero finalmente se ha sentido como esos náufragos que, agotados, deciden dejar de mover los brazos aunque ello suponga hundirse sin remedio: aliviada. 

Aun así sabe que es una persona afortunada, al menos tiene la opción de volver a sacar la cabeza del agua. A otras muchas compañeras solo les resta dejarse llevar por la corriente e intentar sobrevivir. 

Los principios guardan siempre terrores nocturnos y horas de insomnio. Así ha sido y será siempre. Y ella el insomnio lo lleva fatal, tan mal que le cuesta no caer en la tentación de los lorazepanes. Pero los caminos parecen menos aterradores cuando empiezan a recorrerse. Los primeros días son de tanteo, con un deje de frustración, un querer llegar a todo y una desagradable sensación de torpeza que no es más que el desconocimiento de las rutinas y las convulsiones del día a día. 

No es fácil entendernos a los sanitarios. Hacen falta dosis veterinarias de comprensión y empatía. Llegar a casa agotada y con ganas de hablar, buscando en la escucha el truco de magia que ayude a parar el temblor de las piernas. No es fácil entendernos, no. Las historias se precipitan una de tras de la otra, cada cual más absurda, cada cual más terrible, cada cual más ridículamente normal: una caída de la cama, un accidente de tráfico, una caída de la silla. Una madre, un joven, un abuelo, una hippie, un ejecutivo. 

La razón sujeta al corazón y le pide algo de sosiego. Los relatos superan a las personas y eso es un error a corregir. Y la enfermera se propone hacerlo, porque lo que hay allí, en esas habitaciones, esperando sentir sus dedos rascando sus frentes, son personas. 

-  Dos veces en semana les damos un baño completo en la bañera. Yo me encargo de lavarles el pelo. Les enjabono y les froto la cabeza dándoles un masaje y siento cómo les gusta y les relaja. Es un momento increíble. 

¡Qué difícil es entender a los sanitarios! El que escucha a la enfermera tiene un nudo en la garganta y los malditos ojos de tierno irredento a punto de delatarle, aunque ya le quedan pocos recovecos que mostrarla. Entonces ambos hablan de lo hermosas que pueden llegar a ser sus profesiones, de lo místico en que puede convertirse cuidar, de la fortuna que manejan entre los dos, auténticas megaestrellas de Wall Street que nunca sufrirán una OPA hostil. 


Los días seguirán religiosamente a las noches, como está mandado. Las camas se irán llenando y con el paso del tiempo, vaciando, para volver a llenarse en la ruleta loca y azarosa en la que se mueven nuestras vidas, todas las vidas. La mucosidad atascará las traqueos, las úlceras amenazaran con devorar los sacros. El ánimo subirá y bajará como el Dragón Khan y a los veranos seguirán las navidades, y a la vida, la muerte, faltaría más. Y allí, en esas plantas donde, como en un museo, se concentran en pocos metros y en pocos meses, retazos, muestras de todas esas verdades inevitables de la vida, allí seguirán cuidando todas esas raras personas tan difíciles de entender por el común de los mortales. 

¡Qué orgullosa estaría de ti Florence Nightingale! 









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