lunes, 24 de abril de 2017

Guardias

Puede que se hayan convertido en uno de los principales indicadores del paso del tiempo, esa arruga en la frente que no hay bótox que consiga eliminar. Después de cada guardia me duelen los riñones, farfullo como un viejo gruñón, las ideas parecen de papel y en mi cerebro sopla un huracán de fuerza cinco que las desbarata y no las deja posarse. Me duermo en el sillón y me despierto desubicado como un homeless en el banco de un parque. Y ya no puedo resistirme a las gafas de cerca, las letras insisten en emborronarse por mucho que me empeñe en alargar el brazo. 

Las guardias me pasan facturas que crecen cada día a ritmo de inflación desbocada. 

En las guardias cabe todo. Anoche empezó a dolerle la garganta, era como haberse tragado un vaso con clavos. Su marido la mira compasivo, la ha visto dar vueltas en la cama y levantarse ojerosa. Hace un par de horas que se tomó el segundo Ibuprofeno (ese bendito de Dios que ocupa en todas las casa el lugar que ocupaba el Sagrado Corazón en la casa de nuestras abuelas). De seiscientos, claro. ¿Ah, es que lo hay de menos? No le ha hecho nada. La garganta sigue siendo un infierno, la saliva quema, eso debe ser un desastre de gérmenes. Me sale la voz de cura repipi cuando le digo que todos los procesos llevan su tiempo. Reconozco la mirada de "no va a mandarme nada, seguro, ¡qué mala suerte he tenido! y recurro al viejo truco de ofrecer certezas a cambio de fármacos: le pongo plazo a los alfileres del gaznate con una seguridad de inspector de hacienda, una seguridad incontestable que remato con un "se lo digo yo".  No pudo resistirme a la broma de mandarla a hacer gárgaras: en mi consulta soy muy de bromas y mis pacientes me las toleran como al cuñado graciosillo que se te sienta al lado en la boda. Pero ésto es una guardia.  


Se sienta incomodísimo en la silla, como si fuera la de un fakir. Su cara me resulta vagamente familiar. Son diez años haciendo guardias en el mismo sitio. Cualquier otro con mejor retentiva les pondría nombres y apellidos. Yo les adjudico la sombra de un  recuerdo, y gracias. Sus síntomas son complejos, enrevesados, pero de una forma extraña han ido encajando en mi cabeza como cuando ves las palabras en una sopa de letras. No ocurre siempre y los años te enseñan a desconfiar de los diagnósticos sencillos y rápidos. Va al baño con un bote en la mano. Les suelto mi apuesta a la residente y a la enfermera. Cuando regresa nos dice que está pendiente de ingresar dos días después para hacerle pruebas en el hospital, porque ha perdido muchísimo peso. Le doy mi opinión sobre lo que le pasa y sonríe, lo cual no deja de extrañarme. Después me confiesa que hace años, ocho ni más ni menos, tuvo un cuadro similar y que le había atendido en urgencias y había sido el primero que le había diagnosticado. ¡Ocho años! Busco la anotación en su historia y la encuentro allí, la de un médico ocho años más joven. Sonreímos los dos.  En las guardias cabe todo. 


Ella había venido por la mañana acompañando a su sobrina, pero no pudo resistir la tentación de volver. Se sienta ante mi nerviosa. Me cuesta hilvanar las ideas porque se le atropellan y se mezclan con los gestos exagerados de unas piernas que la queman y unas manos que la hormiguean. Soy el quinto médico al que consulta, y en cinco localidades diferentes. Es que tengo Sanitas. Desde luego, aprovecha bien el dinero que paga. Por en medio se ha llevado una analítica, tres clases diferentes de pastillas, un aumento de la dosis de sus pastillas para los nervios y hasta dos chupitos de homeopatía, que por lo menos le habrán endulzado la vida, digo yo. 

Su marido no ha querido ni bajarse del coche. La espera sentado oyendo el fútbol, aparcado en la calle. Repaso su hoja de medicación, un compendio de la farmacopea occidental. Pero ella niega tomar pastillas. A veces las evidencias nos desagradan, basta con negar la mayor. Intento convencerla de que quizás sea esa tortilla de píldoras las que provoquen los problemas, intento aclarar concienzudamente cada una de las prescripciones de los últimos dos meses. Nada, no me compra el argumento. Insiste en que ella no toma nada. Se marcha poco satisfecha de su quinto intento. Las guardias cada día me agotan más. 


Incluso cuando la noche se echa, los párpados pican y las piernas parecen de plomo, aún decides aguantar un poco más, esa visita de la una de la madrugada, en la que puedes quemar las últimas naves de tus neuronas antes de rendirte al sueño, a ese sueño intranquilo repleto de ruidos y despertares reales o quiméricos. Esta noche vuelve ella. Su marido deja el coche en marcha en la puerta con la resignación del buen esposo cristiano al que si le valiera y tuviera edad, se apuntaría a la legión extranjera. Vuelve a decirme que sigue igual, que mis remedios de darse crema no sirven para nada. Esta vez charlamos en la misma puerta de las urgencias, la intento tranquilizar, no le de tantas vueltas, váyase a la cama, no tiene nada malo, de verdad. ¿Pero no me va a mirar? No, no es necesario.


En las guardias cabe todoMe voy a la cama. Cualquier sueño, por corto, intranquilo y narcotizante que sea, es bueno, si es recibido en decúbito lateral y sin los zuecos. 


El timbre sueña con premura. Dos timbrazos auguran prisas y dificultades. Eso, o sueño profundo agotador. En cualquier caso, parecen adrenalina precargada enchufada directamente en la patata. El caballero dice ahogarse y tener dolor de abdomen. Tiene unos cincuenta y la mirada delatora de una vida tirada a la basura. Confiesa haber estado consumiendo, cocaina y hachís. Sus parrafadas están repletas de las incoherencias propias de los cerebros deshechos. Aunque el cansancio me cubre como un capote militar, lo siento de una forma muy fisica, la experiencia de todos estos años toma el mando y maneja la situación con la prudencia que marca el destornillador que el tipo guarda en su bolso y que se ha cuidado de enseñar oportunamente como quien no quiere la cosa. Al final, se marcha cantando calle abajo, hacia el pueblo. 


Pienso que esa noche no podré ya volver a dormirme, pero subestimo el palazo que llevan mis huesos y a lo mejor no quiero darme cuenta de lo viejo que estoy ya. Las guardias me matan. 











lunes, 17 de abril de 2017

El caleidoscopio

Hay lecciones que se tardan años en aprender. Otras que solo minutos, que se graban a fuego y no llegan a bajar nunca al subconsciente, permanecen en el consciente más doloroso. Pero la realidad es que nunca sabemos cuáles se clasificarán entre las apremiantes y cuántas tardaremos siete vidas en fijarlas. Quizás una de las más caóticas sea descubrir lo diferente que puede ser nuestra visión de la de nuestros pacientes. En ocasiones esa divergencia nos asalta sin avisar y ya nunca la olvidamos. Otras veces, pasamos años y años de consulta creyendo que el único gran objetivo a través del cual se contempla la realidad es el de nuestra cámara, hasta que descubrimos que nuestra lente solo es una más, a veces tan turbia y distorsionante como los cataratosos ojos de un abuelo.


Llevaban un tiempo adaptados a vivir en la pequeña consulta como en el camarote de los hermanos Marx: dos sillas para los pacientes, un sillón de jefazo que el jefazo evitaba siempre que podía y dos taburetes informales y juveniles, donde era más fácil encontrar al inquieto tutor. Allí, o de pie apoyado contra la ventana, aprovechado la tibieza del sol del final del invierno. 

Pero de vez en cuando, esa presencia tiranizante del tutor, que atrae las miradas y las palabras de los pacientes como un agujero negro espacial, absorbiendo los tímidos intentos de autonomía de las residentes, esa presencia de voz en off, de supertacañón de los tiempos del Un, Dos, Tres, emigraba hacia la consulta de al lado, aprovechando el vacío de las visitas domiciliarias del compañero, intentando arrastrar todo ese inevitable magnetismo lejos de las dos jovenes médicas, que disfrutaban de una libertad agridulce, pero libertad en cualquier caso, y esa es una gran palabra. 

Ese día el tutor regresaba de uno de esas pequeños interregnos. Después de tantos años, es capaz de percibir las corrientes subsónicas como los perros policías. Y le chirrían igual de fuerte. El paciente estaba sentado en silencio ante las médicas, que repasaban su historial. No le dio tiempo ni a saludar. 

- Hombre, menos mal. 
-¿Cómo estás, F.?
- Ya está bien que te vea. Pues mal. Como quieres que esté. La última vez venía con un dolor que no veas en la pierna y aquí estoy, igual. No sé si será de la circulación, el tobillo o qué. 

El paciente vuelve a contar la historia mientras el tutor ojea las anotaciones de las residentes. Hace un par de preguntas para centrar el tema, pero salta a la vista que lo que le apetece al buen señor es un poco de jaleo tabernario. Las médicas asisten a la diatriba en silencio. Nunca se sabe cuando saltará la lección, es cierto. 

- Lo que no es normal es que me sienten en la camilla, estén media hora mirándome y hablando entre ellas y no sean capaces de preguntarme ni qué me pasaba. 
- Venga hombre. ¿Me vas a decir que dos médicas te han sentado en la camilla y te han explorado sin haberte preguntado qué te pasaba, donde te dolía, que te habías hecho y cómo? ¡Venga ya! 
- ¿Es que no me vas a creer lo que te digo?
- Pues sintiéndolo mucho, no puedo creerte. No creo que ningún médico sea capaz de hacer eso, pero estoy seguro que ninguna de estas dos médicas lo ha hecho. 


Hay firmeza en la voz del tutor, pero se nota claramente entremezclada con la pena, la que rezuma en los conflictos de parejas condenadas a la convivencia, donde no caben divorcios ni separaciones amistosas, ni aun llamándoles cambios de cupos o traslados. Cuando todos asumen esa irremediabilidad, siempre se mantiene sujeto el freno de mano, se dejan puentes que algún día vuelvan a cruzarse, se pliegan las velas de la dignidad al menos lo suficiente para que no escueza el reencuentro. 


El paciente se marcha dejando dos o tres frases hechas que mantienen la fantasía del orgullo pero que suenan a cálculo de bajas en la retirada. La despedida es algo más seria que lo usual y la puerta cerrada permite el momento de la reflexión, el descubrimiento súbito y permanente de la existencia de los mil y un cristales a través de los que contemplar la realidad, y a dos jóvenes médicas asimilando ese caleidoscopio de las vidas con las que apenas acaban de empezar a cruzarse. 

  













lunes, 10 de abril de 2017

Su corazoncito

No hay un tiempo determinado para sentirte a gusto en una consulta, no. No existe una pauta aleatoria o basada en sesudos estudios científicos que permita orientarnos sobre en qué momento comenzaremos a sentirnos parte de la comunidad en la que trabajamos, parte de las vidas de los pacientes a los que atendemos. No hay reglas que dirijan el flujo de buenos sentimientos, que despierten de la noche a la mañana la confianza, el respeto, la sonrisa al verte salir a la puerta a llame al primer paciente. No las hay.

Conozco gente que lleva años pasando consulta en el cráter más seco de Marte. Con casco de astronauta y todo puesto. Atraviesan la sala de espera como si llevaran botas de plomo gravitatorias, miran a su alrededor y ven solo polvo. Y para sus pacientes parecen bustos en bronce de Gregorio Marañón con la capacidad de hablar, pero poco, eso sí. Y nunca jamás de sonreír. Por descontado.  

Y también conozco otra gente que son un mestizaje entre Miliki y la madre Teresa de Calcuta, gente que sonríe con absolutamente todos los dientes, hasta los de leche, con sonrisas de esas que provocan calorcito y ganas de que te toque en el amigo invisible. Son gente a los que las sopas de letras les forman siempre la palabra empatía, hasta con el juanete enfurruñado o dos horas de sueño efectivo porque le está saliendo el premolar al churumbel. 

Pues ella era de esas personas, cálida como una manta zamorana, una araña capaz de tejer lazos sin darte cuenta, telarañas que jamás se te ocurriría limpiar con la mopa. 

Llevaba casi cinco años pululando por la consulta, compaginando las largas estancias hospitalarias con apariciones intermitentes pero tan inevitables como los monzones en la India. E igual de torrenciales, de deseadas y de fértiles. Entre medias, dos permisos maternales disfrutados como solo se puede disfrutar de ser madre, aunque siempre con ese puntito de añoranza por la consulta y por recuperar ese huequito en las vidas de los pacientes. 

Y por fin, unos últimos meses de entrega diaria, de derramar sobre la comunidad su empatía como el cura el agua bendita con el hisopo, de haber entrado en las casas y haber vivido la enfermedad en pijama, y de haber sentido a la muerte esperando a los pies de la cama a que la vida dejara de ser tan obstinada. 

No sé cuántas horas dicen los manuales que hay que tener de vuelo para sentirte arte y parte de una consulta, ni me importa, pero ella se había ganado las alas con creces. 

Aquella mañana la reunión del tutor parecía alargarse más de lo esperado por todos. La oportunidad de probar esas alas es demasiado golosa como para no afrontarla sonriendo desde el minuto uno, así que la residente abrió la puerta de la consulta como quien abre el telón el día de su debut en Broadway, exactamente con la misma ilusión y las mismas ganas. 

Las caras se volvieron hacia ella presumiendo de sincronización perfecta, y las sonrisas que pudo percibir tras el buenos días la hicieron sentirse como Julie Andrews dando vueltas en lo alto de un monte de los Alpes. 

Pero entonces se escucharon desagradables los primeros truenos:

- ¿No está el doctor?
- No. Está en una reunión, y no sé a qué hora volverá. Pero yo pasaré la consulta. 

Julie Andrews empezaba a marearse y a trastabillar un poco. 

- Ya, pero es que yo quería que me viera él.
- Y yo también. Pues menuda faena, porque hemos venido a verle a él y para nada. 

Julie definitivamente se había caído de culo al prado. 

- Bueno, pero yo puedo atenderos igual, ya os he atendido otras veces y he estado con él siempre que os he atendido. 
- Mujer, si no es por ti. Es que queríamos verle a él, porque él entiende mucho de esto que le pasa a mi hijo. 
- Y yo quiero enseñarle mis tensiones para que vea como me va el tratamiento. 

La confianza es una flor delicada, un edelweiss difícil de encontrar, y que puede estropearse con una breve ráfaga de viento (no sé por qué tanta metáfora alpina, me disculpen). Aquella florecilla tenía raíces fuertes, había crecido robusta y hermosa y las miradas comprensivas, cálidas de las demás personas de la sala de espera consiguieron que apenas se dejase un par de pétalos. 

La vida continuó regalando retazos de sus mil formas detrás de la puerta de la consulta, y aquella médica, disfrutó de sus bien merecidas alas, aunque le envió un guasap al médico para contárselo. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestro corazoncito. 



lunes, 3 de abril de 2017

Ni puta idea

Me gusta ir a comprar al súper de mi barrio. Es él mismo que había bajo la casa en la que pasé mi infancia, el mismo al que me mandaba mi madre a por el tambor de Colón que pesaba como un muerto. El año pasado se jubiló la cajera que llegó siendo una jovencita y se sabía el nombre de todos los chavales. 

Voy los martes a la carniceria. El carnicero ha sido una de esas herencias que arrebatamos a nuestras madres, responsable de elegir los mejores filetes a la familia, de recordar cuánto nos gustan las costillas en las lentejas, de cabecear con las derrotas de nuestro Atleti, o de retrasarse por estar echando la partida de mus. Voy los martes porque por la mañana estuvo en el matadero y la carne es fresca y variada,y solo altera ese ritmo las vacaciones, y, como no, las guardias. 

A veces me encuentro alguno de los antiguos vecinos, los que me llamaban con el diminutivo, el sanbenito inevitable de quienes llevamos el mimo nombre que nuestros padres, y que te horroriza siendo niño que quiere ser mayor. Están viejos, con la piel arrugada y los ojos vidriosos, pero en mi mente siguen siendo aquellos jóvenes y fuertes currantes del Simca 1000 y los cigarrillos Rex. Él llegó la otra tarde, mientras esperaba pacientemente mi turno. Siempre procuro ser el primero en saludarles, por borrar esa desagradable sensación que te aturde cuando conoces a alguien y no eres capaz de ubicarle. Cuando les sonrío y les llamo por su nombre me parece percibir en sus miradas como si la llama de la memoria se insuflase de golpe, y entonces me estrechan la mano sonrientes o me plantan dos besos y un achuchón, y se les ilumina la cara de felicidad, no por verme, sino por recordarse otra vez jóvenes y con toda la vida por delante, como hace cuarenta años. 


Me contesta al inevitable cómo estás con el clásico hecho un cacharro. Generalmente el cruce de pelotas blandas en la red sigue con un yo te veo fenomenal, que se devuelve con un qué va, será por fuera, por dentro estoy hecho una calamidad. A veces quieres dejar el partido en ese amable cruce de sainetes, sobre todo cuando eres consciente de cómo les ha golpeado la vida, y el pudor te impide provocar un rebrote de dolores que sólo deseas que duerman en las profundidades bajo cientos de capas de tiempo. No haría ni dos años que murió su hija mayor. Yo no quería bajo ninguna circunstancia revivir ese dolor. 


-En realidad los médicos no tenéis ni puta idea. La Medicina en general.- No era un tono ofensivo, sino más bien de un Cela de barrio. Yo sonreía. -Quiero decir que hay cosas que nos pasan de las que no sabéis nada. 

Temí por un momento que se tratara de rencores alimentados por la enfermedad de su hija, rencores que buscarán ser escupidos a la cara del primer representante de Esculapio que fuera a comprar cuarto y mitad de carne picada, y me preparé para la invectiva, consciente de lo duro y antinatural que es para un padre sobrevivir a cualquiera de sus hijos. Pero no, 

-Mírame a mí: siempre estoy con estos mareos tontorrones que no me dejan en paz. Y ya me han hecho de todo, hasta me ingresaron en el hospital unos días y me hicieron escáner y un montón de pruebas y nada, que no dan con ello. 

Bueno, no pude evitar sonreír. Estaba preparado para afrontar los reproches a la Medicina nacidos del dolor y la rabia, pero ésta era una rabieta de niño malcriado. 

-Hombre, pues si no te encuentran nada malo, pues será cosa de la edad. Tampoco sabemos quitar las arrugas, qué se le va a hacer. 

-Nada, que no tenéis ni puta idea. Anda que no podíais haber inventado algún dispositivo que mejorara la circulación en el cerebro, para que no pasaran estas cosas. ¿Y sabes también de que no tenéis ni idea? De la piel. De la piel es que no sabéis nada de nada. Me lo dijo un catedrático una vez que me salieron unas ronchas y fui a ver a un amigo mío en un hospital de la capital y me ingresaron. Le pregunté qué eran esas manchas y me contestó: eso querría saber yo. Así que, lo que yo te diga: ni puta idea.

El carnicero me salvó de la diatriba entregándole un pedido que había dejado encargado su mujer por la mañana, así que nos despedimos con otro apretón, y al marcharse con sus mareos y su piel incomprendida de anciano me llamó por el diminutivo de mi nombre, lo que tuvo la virtud de vestirme automáticamente con pantalones cortos y un jersey de lana hecho por mi tía, al menos durante unos segundos. Después, como ocurre con todos los ensueños, el hechizo se rompió de golpe y volví a ser el médico ya entrado en años que todavía, y después de tanto tiempo en la cabecera, sigue en tantas ocasiones sin entender a las personas.