lunes, 25 de diciembre de 2017

Luchar

Hay consultas que se recuerdan como si no hubieran pasado cien años. Consultas que desconocen la continuidad temporal y se han quedado congeladas en los recuerdos esos que siempre encuentran el momento para colocarse en primera fila.

Fue el primer día que la vi con peluca. Era una peluca muy buena, de un pelo negro azabache tan natural que escupía su artificialidad. Me dijo que estaba muy guapa con ella con una sonrisa que tampoco consigo borrar del disco duro de imágenes. Tampoco es que ponga mucho empeño en ello. Yo le devolví la sonrisa y le dije que por supuesto. 

Acababan de meterle por las venas el segundo ciclo, una mezcla de potingues que le achicharraban las venas, le daban la vuelta al estómago como a un calcetín y le dejaban la cabeza como una bola de billar. Claro que todos confiábamos en que de paso se cargaran una buena parte de las células de ese cáncer cabrón que llevaba en las entrañas, faltaría más.

Sólo la había visto una vez antes de aquella, al poco de salir del hospital, aún con su pelo negro, tan parecido al de la peluca y al mismo tiempo tan diferente. La naturaleza mantiene siempre ese orgullo chulesco de hacerse la inimitable. Ella quería una cita breve, de pasillo, pero yo la arrastré dentro y la senté junto a mi simplemente porque me apetecía abrazarla y decirle que la vida a veces se empeña en ser una hijaputa. Pero ella mantenía una actitud de película de Tom Hanks y Meg Ryan, de esas de “me voy a curar sí o sí, voy a ser la tipa más dura del mundo”, que ya había visto tantas veces y que me provocaban una enorme compasión, no porque creyera que fuera una mala actitud ante todo aquel desastre, no. Simplemente por lo que sabía que había detrás: el miedo, el miedo terrible a ser débil, el miedo a tener miedo, el miedo al cuadrado.

Así que cuando volví a verla, aquel día de la peluca, cuando me senté junto a ella y me enseñó su preciosa peluca, el miedo ya no sabía como ocultarse. Y cuando algo ya no sabe cómo ocultarse, cuando sale del armario, ya lo inunda todo, es una corriente embravecida de terror que te ahoga porque no hay quien sea capaz de nadar en ese torrente. 

Pero no se, tiene algo de liberador, o mucho. Y cualquier cosa que provenga de la palabra libertad debe de ser buena por narices. Cuesta convencerles de que nadie debe convertirse en un soldado, de que no se trata e ir a la guerra cada mañana cuando estas agarrada a la tapa del váter echando las tripas, de que no hay que poner cara de Rambo delante de tu marido para que él no haga un pucherito, con lo machote que es, de que si no te apetece ver a la vecina, por cariñosa y amable que sea, no pasa ni gota.

Cuesta convencerles de que, simplemente, están enfermas. Decir simplemente cuando algo es tan complejo, sólo demuestra lo intelectualmente pobre que soy. Pero sí tengo claro que no tienen que tener todo el día el fusil al hombro, que no tienen por qué tener valor cada minuto del día, que se permite la cobardía y el pánico, como se permite estar vivo, porque sí, sin tener que dar razones ni motivos. Porque sí.


Así que aquel día de la preciosa peluca inolvidable, sentado el uno junto al otro, ella me dijo que todo aquello era una mierda mientras se secaba, al fin, las lágrimas que le había apetecido llorar hacía tiempo, y mientras yo la intenta explicar con mis torpes palabras que se le permitía algo mucho mejor que ser una soldado: que se le permitía ser un ser humano. 

Y esa consulta ya no se me olvidó nunca.


Para todos aquellos que alguna vez quisieron encontrar un médico al que explicarle que tienen miedo y no fueron capaces de hallarlo. Para todos aquellos que alguna vez quisieron buscarme a mi para decirme que tenían miedo y fui incapaz de darme cuenta.


A todos aquellos que pacientemente han leído mis historias.

Feliz Navidad

Y gracias a mi amiga Mónica por permitirme usar su preciosa felicitación de Navidad 

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6 comentarios:

isabel dijo...

Feliz Navidad!
Que sigas muchos años contando esas historias,que son nuestras vidas pero que nosotros no sabemos contar
Gracias,y un beso

María Urdampilleta dijo...

Qué duro y que real.

Myriam dijo...

Gracias, me ha encantado leerlo.

Anónimo dijo...

Lo que me sorprende Myriam es que seas tan generosa y amable con alguien que nunca te diagnosticó la enfermedad y que durante meses lo achacó a una gastritis.Un diagnóstico temprano te hubiera ayudado mucho y no un relato.

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