lunes, 26 de febrero de 2018

Tiempos modernos

El joven médico está repantingado en el sillón con los pies encima de la mesa. Frente a él hay seis grandes monitores que escupen datos epilepticamente. Tiene cuidado de no taparse la vista de ninguno de ellos con sus zapatillas sin abrochar. Alcanza con facilidad un vaso enorme de café que reposa junto a una tarjeta de credenciales plastificada con su cara reflejando un aburrimiento infinito.

La bata que está olvidada sobre el respaldo del sillón es un signo de rebeldía, tanto o más patente que la camisa por fuera, el pelo enmarañado y la tarjeta con su nombre y apellidos haciéndole burla desde la encimera. Ese año lleva ya al menos cuatro sanciones económicas por incumplir la normativa de vestimenta e identificación de la empresa. Tampoco tiene tantos campos donde poder rebelarse: esas pequeñas inconformidades le hacen sentirse aún como un pequeño verso libre. Su abuelo nunca se puso la bata, y eso que en aquel entonces ellos sí que eran auténticos médicos.

Ha crecido leyendo sus historias, las que convirtieron a su padre en médico de cabecera, y las que le empujaron a él a seguir sus pasos. Sus aventuras como residente, sus andares por tantos pueblos hasta que por fin encontró aquellos en los que se se asentó definitivamente, las personas que conoció en todos esos años, las alegrías y las tristezas, los residentes que se hicieron mayores a su lado. Un libro de Medicina que no se estudia en ninguna facultad, pero que rezumaba Medicina auténtica, de carne y hueso.


La pantalla emite un pitido que le incorpora en su asiento paulovianamente. Con un breve toque del índice en un micro auricular en su oreja derecha se abre una ventana en uno de los monitores centrales más grandes.

- Doctor, ¡cuánto me alegro de verle!. Otra vez han empezado esos molestos ruidos en los oídos. Sí, iguales que los de la vez anterior. No, no me apetece perder la mañana en el otorrinolaringólogo más próximo. Sí, claro que llevo dos o tres noches malas. Mi marido vuelve a estar preocupado por su trabajo, llega a casa de un humor de perros y nos ladramos más que hablarnos. 

Sobre la imagen comienza a encenderse una luz roja en destellos agresivos. El médico coloca una mano frente a ella mitigando la molestia.

- Sí, ya se que siempre me dice que si no duermo bien me pasan estas cosas, pero no paro de dar vueltas en la cama porque aunque no lo crea, me preocupa no escucharle roncar, ¡quien me lo iba a decir a mi! porque se lo que eso significa, pero él cerrado en banda.

A la luz se ha añadido una cigarra insoportable que convierte en un intento desagradable cualquier conversación.

- Bueno, que veo que le están regañando por dedicarme tanto tiempo. Haré lo que me dice. Aprovecharé para hacer algo de ejercicio por la tarde y cuando llegue le obligaré a hablar aunque los hagamos en lenguaje perruno. A ver si la próxima vez le llamo para decirle que ronca como un aserradero. Gracias doctor.

La pantalla vuelve a llenarse de datos entrecruzándose vertiginosamente. El joven echa un vistazo al recuadro de los pacientes que no han tomado su medicación del desayuno. No son muchos. Sabe que recibirán un aviso en sus televisores, en sus móviles, en sus relojes. Ve cómo van desapareciendo del listado, salvo un par de ellos, irreductibles que se empeñaba en llevar el control de sus vidas. son ilusiones de independencia, los embargos de la pensión por incumplimiento terminan por convencer a los más anarcas.

El pitido regresa y la conexión le devuelve la cara de un anciano con el ceño fruncido.

- A ver, doctor, por qué leches me están friendo a avisos en la tele conque no me he tomado la píldora del colesterol, si usted me dijo que tampoco era tan importante a mi edad. Ya sabe que estoy hasta las narices de tanta pastilla...

La pantalla contigua descarga datos en tiempo real de su tensión arterial, su glucemia, su colesterol y su ritmo cardiaco. También descubre el aviso chivato de que en la última semana no ha hecho su paseo de tres kilómetros diarios, y que su consumo de grasas había superado el límite establecido.

- Pero qué cojones, que era el cumpleaños de mi nieta y había una tarta casera de nata y chocolate a la que no había quien se resistiese. Sí, vale, le creo, ya se que son los algoritmos del cabronazo ese del ordenador central el que decide la medicación pero digo yo que algo tendrá que decir el que se la toma. Pero vamos, que no estoy yo como para que me peguen un palo a la pensión. Nada, nada, a empastillarse. La madre que me...

Había llegado tan tarde a la Medicina que estudiar la carrera fue casi un empeño romántico, a pesar de que su padre insistió en que apenas quedaba nada de lo que había disfrutado su abuelo. Era curioso; su abuelo empeñado siempre en que su padre y sus tíos fueran médicos de cabecera, y su padre, rendido, derrotado, pelando hasta el final porque él no siguiese su camino, simplemente porque sabía que ya no había camino que seguir. Su abuelo siempre había dicho que seríamos lo que la sociedad quisiera que fuéramos, y la sociedad había querido rendirse a las fantasías de vida eterna, aun quemando sus últimas naves de libertad.

Y los médicos de cabecera como su abuelo habían desaparecido en la generación de su padre, los últimos mohicanos que decidieron quedarse en el barco de sus consultas hasta que la gente hubo de rendirse a la comunicación a través de unas cámaras que jamás podrían cogerles la mano para tomarles el pulso de sus vidas, ni darles un pañuelo para secarse las lágrimas de esa enfermedad con desenlace fatal que es la vida.

Y cuando los últimos mohicanos rindieron sus posiciones y sus gritos desesperados dejaron de oírse porque dejaron de interesar, los médicos pasaron a ser esos seres que te contestaban a través de tu televisor o la pantalla de tu móvil, impecablemente vestidos con sus batas blancas y sus identificaciones en la solapa, que escuchaban atentos tu relato fuese al hora que fuese y te asignaban un número que se te volcaba de inmediato en tu teléfono o en el navegador de tu coche para llevarte a un lugar aséptico donde alguien pronunciaba esa clave en la que te habías convertido y tras una exploración somera, eras sometido a una serie de pruebas cuyo resultado te entregaba una máquina situada al final de un pasillo, que también expedía píldoras y folletos de instrucciones, y que hasta tenía un botón que, si optabas por pulsarlo, te brindaba la cara de un médico sonriente y embatado que te resolvía cualquier duda que se te pudiera haber planteado.

Así que esos cubículos con luz artificial, pantallas enormes y mesas con cercos de los vasos de café tatuados, eran en lo que se había convertido la Medicina de cabecera, eran los vestigios fósiles de aquella antigua Atención Primaria que habían olvidado los nietos de quienes la hicieron desaparecer, y que él conservaba en los relatos largos y cálidos que leía cada noche cuando las caras de las pantallas le concedían un respiro.
















domingo, 18 de febrero de 2018

Territorio hostil


Es una cafetería llena de pijamas y batas blancas, grupúsculos en ordenado caos en mesas con cafés con leche en vasos, con islas de personas con abrigos y bufandas que les estorban en el caloruzo de calentamiento global en que se mantiene la atmósfera, pero a los que les cuesta desarroparse, como si les sirvieran de parapeto ante aquellos otros seres de blanco inmaculado.

Es hora de churros y de croissants a la plancha. Es hora de desperezarse antes de enfrentarse a las listas de nombres que parecen multiplicarse en las sillas de plástico de las salas de espera. Es hora de echar algo para el estómago, lo que no dio tiempo antes de coger el autobús de madrugada para la capital. 

La llegada de los chavales casi en tromba desestabiliza la tranquilidad de la rutina matinal. Es juventud reventando en risas, conversaciones desenfadadas que no necesitan ningún recato, que despiertan envidias y recelos a partes iguales. Sí, hay vida y mucha en esos chavales que se dejaron las pestañas en los libros desde primero de la ESO y no han parado de perder horas de sueño desde entonces, de pasar exámenes como presos de guerra escapando saltando alambradas  de púas,  para llegar a vestir las batas que llevan remangadas, o colgadas en el hombro o debajo del brazo, pegándose a su nombre una R y un número, como si fueran antiguos Renaults. 


Se ve que disfrutan de ese rato robado a horas de pacientes, de informes, de libros de Medicina, de cursos, de guardias. 


Pero esa mañana hay una sutil diferencia. Hay un grupo que entabla conversación rápida y distendida con una mujer y dos hombres impecablemente vestidos, con carteras de piel descansando entre las piernas, trajes de chaqueta y corbatas, falda entallada por encima de la rodilla y sonrisa Profiden. El grupo se va haciendo mayor por absorción instantánea, extendiéndose como el chapapote hasta contaminarlo todo. 


Un par o tres de ellos han ido discretamente separándose de la mancha de aceite. Casi sin darse cuenta han bajado su tono de voz, han ido buscando la protección de la barra, aislándose en su rareza. Pero no se sienten cómodos, nadie se siente cómodo cuando le parece estar en pelotas y que todo el mundo le mira. El buen rollo es lo que tiene, sabe pirarse a la francesa, sin despedirse.


Los jefes no gastan tanto dinero en entrenamiento para que se le escapen vivos dos o tres pichones. La joven del traje de chaqueta y falda de Massimo Dutti se acerca tintineando los brazaletes con toda la desenvoltura de una diosa del marketing, con el blanqueado de los dientes brillando como en un efecto de dibujos animados. El pobre intento del mini grupo para colocarse en formación tortuga está muy lejos de la precisión necesaria para evitar a una profesional del asalto a posiciones fortificadas.

- Soy Tania. - El beso en la mejilla se queda en un ademán ridículo por culpa de una mano adelantada que busca un apretón frío y que no deje lugar a dudas. La profesional encaja el golpe como le han enseñado, pero salta a la vista que no está acostumbrada y que no es buena encajadora. Calla unos segundos esperando archivar los nombres que reciba en su disco duro portátil, el que guarda debajo de ese pelo tan rubio y tan liso. Pero los nombres no llegan y el segundo golpe la deja trastabillando a ojos vista. Rocky antes del ojo del tigre. 
- Tenéis los desayunos pagados, no os preocupéis. 

El último silencio es tan espeso como la niebla londinense. La vendedora decide que por hoy es suficiente. Al menos lanzar el anzuelo siempre puede ser un principio. Se disculpa con una intrascendencia y vuelve a lugares más fértiles.
Los cafés se han enfriado solo un par de grados menos que el ambiente, así que los tres jóvenes los apuran un tanto asqueados y piden la cuenta a la camarera.

- Nos han dicho que estaba pagado todo lo de los residentes.
-Mi desayuno me lo pago yo, gracias. Si ya os han pagado las consumiciones, pues quedaros el dinero para el bote.



lunes, 12 de febrero de 2018

¡Sácame de aqui!

La residente está sentada en el despacho encerrada en su silencio. Los hombros se le hunden bajo el peso de las cuatro semanas que están a punto de concluir. Es una isla, una isla absoluta y totalmente aislada, una isla a miles de kilómetros mar adentro, alejada del tecleteo del ordenador, de las conversaciones entrecruzadas y las llamadas de móviles de sus compañeros del resto de las mesas del despacho, una especie de laboratorio de pruebas donde es difícil encontrar a alguien fuera de la veintena, los adjuntos ya no andan por allí, es la hora de los jóvenes, los residentes, afanándose ante las pantallas, rellenando evolutivos, solicitando pruebas, rematando informes de alta.


La habitación tiene ese aire de las series de abogados americanas, cachorros dejándose las pestañas, afanándose por sobresalir, por recibir una palmada condescendiente de sus maestros, que parecen caminar un palmo por encima del suelo, poseedores del aplomo que da la sabiduría y un contrato que aunque sea de mierda, les da el ansiado estatus de adjunto.


Pero ella sigue allí sola, sin teclear, sin mirar a la pantalla, sin responder a las bromas, sin escuchar los timbrazos del teléfono. Aún no lleva un año de residencia. Recuerda esos primeros tres meses en el pueblo como quien recuerda un sueño del que se despertó bruscamente, y que no consigue volver a soñar por más que lo intente cada noche al dormirse. Ha buscado lo fundamental de ese sueño en todos esos meses en el hospital, la cercanía a los pacientes, intentado crear lazos de confianza, mirarles a los ojos, cogerles la mano, sonreírles. Y ha mirado a su alrededor buscando esas señales en quienes la rodean, en la brevedad de las visitas matutinas, en las conversaciones frías con los familiares en los pasillos, en las caras asustadas que solo buscan un gesto de comprensión o de ternura.


Y en su ingenua juventud ha creído ver algunos de esos signos en éste o aquel, en esa enfermera sonriente que pellizca la cara arrugada de la abuela a la que cura cada mañana con el cariño de una nieta consentida, en el celador que ayuda a sentarse en la silla de ruedas con cuidado al anciano conectado al oxígeno y bromea con hacer un slalom gigante hasta la sala de rayos, o con el cirujano que hizo reír a todos en la habitación el día que fue a explorar una barriga y contó un chiste con todo el arte del ceceo más andaluz.


Pero son solo briznas de hierba en el desierto que está siendo para ella ese primer año. Tal vez había puesto sus expectativas a un nivel demasiado elevado. Ya le habían advertido que cada una de las rotaciones sería algo así como un melón, ya se sabe, abrirlo y comerlo, y esperar tener suficiente hambre si tienes la mala suerte de que esté pasado o sepa a pepino como para comértelo sin rechistar. A ella más bien le estaban recordando esos sobre sorpresa que comprabas de niño con toda la ilusión del mundo, para encontrarte al abrirlo con alguna decepcionante baratija que olvidabas casi al instante.



Así que ahí está, más que harta, deseando estar en cualquier otro sitio. Ella es valiente, aunque sabe que la valentía es confundida por los necios con la impertinencia, y sabe lo que significa en aquel pequeño microcosmos ganarte la etiqueta de impertinente, pero le da absolutamente igual. Ha preguntado sus dudas una y otra vez, aunque haya recibido en tantas ocasiones respuestas para niños díscolos que le parece que hubiera regresado a su colegio de monjas. Pero ella ha insistido, ha exigido razones, ha cuestionado actitudes, ha sugerido alternativas. Incluso ha tenido la osadía de sacar la cara por los médicos de cabecera cuando se les ha menospreciado en su jeta, como si ella no tuviera ya tatuado en su ADN esa Medicina. Y ha sacado las uñas cuando le han mentado a la madre del cordero aunque le haya costado alguna que otra mirada de quién es esta tía loca.


Pero su juventud tiene la carta en la manga de la constancia, y ella insiste, se busca sus mañas, vuelve a preguntar y el melón le vuele a saber al más agrio de los pepinos.


Pero ese día está al límite. Ha creado un vínculo afectivo con la paciente que visita cada mañana antes de irse para casa. Nunca tiene familiares. Le encantaría que le contase su historia, pero la mujer prefiere callar y ella respeta el silencio temiendo que esté preñado hasta las trancas de vergüenza. Advierte que sonríe cuando entra en su habitación a última hora, la llama mi doctora jovencita con todo el cariño. Ella la toma el pulso con el gesto cercano e íntimo que aprendió en esos meses de vida en el pueblo con su tutor. Lo nota irregular y débil, aunque tranquilo. Ella sólo quiere volver a su casa. Está harta de pruebas y del caldo de gallina de la cocina del hospital. En su casa tiene sus gatos y sus libros, y una ventana desde la que ve la torre de la Catedral, con eso le basta.



El médico ha decidido esperar un poco más. Aun necesita un par de resultados que confirmen su brillante diagnóstico. La residente le ha pedido que la de el alta; a la paciente, su diagnóstico le servirá de muy poco, solo una etiqueta más que no la impedirá seguir con su novela frente a la Catedral, mientras acaricia al gato en su regazo. Pero él se niega. No piensa dejarla marchar hasta que  el diagnóstico sea definitivo. Es por su bien. No, no es una tiranía, es lo que los pacientes viene buscando cuando llegan a un hospital, y es lo que el hospital está obligado a darles.


La residente está en su isla de soledad, harta. Ha decidido pedir un cambio de tutor para esta rotación. No está bien visto y supone que las cosas no se le volverán fáciles si se lo conceden, pero no lo soporta ni un minuto más. Sabe que puede dar por perdida una calificación brillante, pero ella sólo quiere ser la médico que quiere ser. Nada más. Y nada menos.

Saca el móvil y escribe un mensaje: me encanta que seas mi tutor y que me hayas enseñado la forma tan bonita que tienes de entender la Medicina. Hoy no he tenido un buen día-














domingo, 4 de febrero de 2018

Arde el teléfono

Riiiiiiiiiinnnnng.

Es la tercera vez que la chicharra rompe ese ambiente de confidencias de mesa camilla que el médico había sabido crear en los más de diez minutos que lleva hablando con unos padres rotos por la muerte de su hija hace apenas dos meses. Es un ambiente de respeto y pena compartida, pero también de poner límites a las expectativas. Ninguna pastilla enjuagará las lágrimas ni habrá bálsamo que alivie las entrañas desgarradas de una madre que ha sobrevivido a una hija. El médico no tiene ninguna intención de negar ninguna opción, tampoco la de la droga que anestesie los sentimientos con su química facilonamente y antinatural.


Riiiiiiiiiinnnnng

Molesto, descuelga el auricular haciendo un gesto a los padres, que aceptan la interrupción con la inevitabilidad del ciclo circadiano.

- Estoy fatal, doctor. Parece que empiezo a arrancar algo más pero he pasado toda la noche en vela tosiendo. Hacía mucho que no estaba tan mala. Yo creo que no me está haciendo nada lo que me mandó usted ayer. Sí, por favor, venga después a verme, no se le olvide que estoy pasando un catarro como en mi vida.

La interrupción ha devuelto a todos a la realidad de la sala de espera llena, del tiempo y su inexorabilidad tan molesta, pero al que reconocen su capacidad para devolver cierta tolerabilidad a la vida.
Las consultas se suceden. Un par de revisiones de esas repletas de números vomitados por la impresora que amenazan con acarrear miedos y culpabilidades, y que el médico relativiza con anotaciones al margen y bromas relativas al tormento terrenal de los mazapanes y los polvorones y el purgatorio de la báscula de la consulta,

Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng


Esta vez el estruendo coincide con la puerta abierta. Al médico le pilla de pie, a media despedida. Son sólo unos segundos para pedir que se renueve esa pastilla que llega sólo hasta esta noche, y un par de cosas más de las que avisaron en la farmacia con el final de su prescripción. Quedan garabateadas en una hoja de papel junto al teléfono que se va llenando poco a poco.

Los catarros golpean fuerte a los bronquíticos crónicos, amparados en el frío helador del invierno. Los roncus y las sibilancias espiradas por los viejos hemitórax se entremezclan en los tímpanos con el  ritmo de ametralladora del dichoso aparato del infierno. Pero el médico les hace esperar, aislándolos en su mente como una urticaria molesta.


Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng

- A mi marido le han dicho que tiene un tumor en la garganta. Estamos aquí en el hospital esperando a que le hagan un escáner. Sólo para que lo supiera. Me dicen que seguramente sea maligno. Ahora mismo no me entero de nada de lo que me cuentan. Sí, por favor, dígame lo que escriban. Mañana le llamaré para que me cuente. 

Hay que tomarse unos segundos, digerir las noticias, trastear en las anotaciones del hospital, ver las citas. Hay una joven madre esperando a que le devuelva su atención. Tiene un torrente de angustia buscando la forma de salir y dejarla respirar tranquila otra vez. A su hija adolescente le acosan en el instituto. No duerme, no come, tiembla por la mañana antes de salir de casa. Ella se niega a decir que tiene una depresión, piensa que eso son cosas de modas de padres modernos. El médico la escucha con calma, dejándola hablar porque sabe que con esa marea de palabras se sentirá mejor. ¡Qué fácil es escuchar, y qué difícil! Durante unos minutos la línea parece querer dar una tregua a ambos, una oportunidad para charlar sobre salidas, o al menos, sobre caminos por andar. Sólo una segundos.


Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnnng.

- Doctor, ¿sabe quien soy? Sí, soy yo, gracias majo. Me encuentro muy bien  sí, gracias por preguntar. Sí, estoy pasando un inverno muy bueno, no como el del año pasado, con aquella neumonía tan mala. No, no tengo bajones de azúcar  Sí, ya se que tengo que ir a hacerme los análisis este mes. Más delante, cuando afloje un poco el frío. Nada, hijo, solo quería que se pasara por aquí cuando acabara la consulta. Le he preparado un guiso de esos que tanto le gustan. Aquí se lo tengo preparadito para cuando pueda pasarse. Los niños todos bien, no, creciendo mucho. Mejor así. 

Sobre la camilla empieza a ponerse los pantalones un joven. Mientras espera a que termine la conversación, prueba su pierna izquierda oprimida por un vendaje que sujeta el tendón de Aquiles. Parece que nota alivio y sonríe. Cuando el médico se vuelve hacia él después de colgar el teléfono, le explica que ya empezaba a sentirse harto de ir de un lado a otro como una pelota de pingpong sin que nadie hiciera mucho más que mandarle antiinflamatorios.


Riiiiiiiiiinnnnng.

El esfuerzo zen por no estampar el auricular en la pared empieza a reflejarse en la cara del médico. El cansancio se acumula y la cafeína alcanza mínimos históricos en sus venas, así que la paciencia es un lujo asiático que empieza a escasear. La hoja de recados está llena. La primera frase le sale algo seca, a su pesar. La voz al otro lado está angustiada y pide perdón, como si hubiera podido ver a través del hilo la expresión de desgaste del médico.
El relato de la joven que está sentada junto a él se ha detenido en el cuarto o quinto absurdo motivo de consulta. Los espléndidos veintitantos que luce no deberían dejar espacio para tanta sensación de enfermedad, y él no sabe muy bien como revertir tanto miedo y tan minuciosa observación de cada uno de los fenómenos de un joven cuerpo en ebullición. Así que en general suele entregarse con ella a una escucha pasiva y despreocupada,  y a despedirla con afectuosas palmadas en la espalda.
Ahora ante la pausa impertinente, ella se calla respetuosa, como han hecho todos y cada uno de los sufridos espectadores de esa película en la que olvidaron poner el cartel de apaguen sus teléfonos móviles.
Cuando el médico cuelga, corta por lo sano la escucha pasiva y se pone en pie colocándose la bufanda y el abrigo, mientras explica que debe acudir sin falta a atender a un anciano que realmente le necesita. La joven se levanta amenazando con regresar con una lista aun más larga de problemas de esos de los de "como no vengo nunca", un poco mosca con ese "realmente" que el médico ha resaltado en su voz con rotulador fluorescente.


Cuando sale, se guarda a toda prisa en el bolsillo del abrigo el trozo de papel al que ya no le queda apenas espacio en blanco, lanza una última mirada al teléfono, y se detiene un segundo, como dándole una última oportunidad para despedirse. Como ocurre siempre en estos casos, el maldito chisme prefiere mantenerse en silencio por una vez.