domingo, 4 de febrero de 2018

Arde el teléfono

Riiiiiiiiiinnnnng.

Es la tercera vez que la chicharra rompe ese ambiente de confidencias de mesa camilla que el médico había sabido crear en los más de diez minutos que lleva hablando con unos padres rotos por la muerte de su hija hace apenas dos meses. Es un ambiente de respeto y pena compartida, pero también de poner límites a las expectativas. Ninguna pastilla enjuagará las lágrimas ni habrá bálsamo que alivie las entrañas desgarradas de una madre que ha sobrevivido a una hija. El médico no tiene ninguna intención de negar ninguna opción, tampoco la de la droga que anestesie los sentimientos con su química facilonamente y antinatural.


Riiiiiiiiiinnnnng

Molesto, descuelga el auricular haciendo un gesto a los padres, que aceptan la interrupción con la inevitabilidad del ciclo circadiano.

- Estoy fatal, doctor. Parece que empiezo a arrancar algo más pero he pasado toda la noche en vela tosiendo. Hacía mucho que no estaba tan mala. Yo creo que no me está haciendo nada lo que me mandó usted ayer. Sí, por favor, venga después a verme, no se le olvide que estoy pasando un catarro como en mi vida.

La interrupción ha devuelto a todos a la realidad de la sala de espera llena, del tiempo y su inexorabilidad tan molesta, pero al que reconocen su capacidad para devolver cierta tolerabilidad a la vida.
Las consultas se suceden. Un par de revisiones de esas repletas de números vomitados por la impresora que amenazan con acarrear miedos y culpabilidades, y que el médico relativiza con anotaciones al margen y bromas relativas al tormento terrenal de los mazapanes y los polvorones y el purgatorio de la báscula de la consulta,

Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng


Esta vez el estruendo coincide con la puerta abierta. Al médico le pilla de pie, a media despedida. Son sólo unos segundos para pedir que se renueve esa pastilla que llega sólo hasta esta noche, y un par de cosas más de las que avisaron en la farmacia con el final de su prescripción. Quedan garabateadas en una hoja de papel junto al teléfono que se va llenando poco a poco.

Los catarros golpean fuerte a los bronquíticos crónicos, amparados en el frío helador del invierno. Los roncus y las sibilancias espiradas por los viejos hemitórax se entremezclan en los tímpanos con el  ritmo de ametralladora del dichoso aparato del infierno. Pero el médico les hace esperar, aislándolos en su mente como una urticaria molesta.


Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng

- A mi marido le han dicho que tiene un tumor en la garganta. Estamos aquí en el hospital esperando a que le hagan un escáner. Sólo para que lo supiera. Me dicen que seguramente sea maligno. Ahora mismo no me entero de nada de lo que me cuentan. Sí, por favor, dígame lo que escriban. Mañana le llamaré para que me cuente. 

Hay que tomarse unos segundos, digerir las noticias, trastear en las anotaciones del hospital, ver las citas. Hay una joven madre esperando a que le devuelva su atención. Tiene un torrente de angustia buscando la forma de salir y dejarla respirar tranquila otra vez. A su hija adolescente le acosan en el instituto. No duerme, no come, tiembla por la mañana antes de salir de casa. Ella se niega a decir que tiene una depresión, piensa que eso son cosas de modas de padres modernos. El médico la escucha con calma, dejándola hablar porque sabe que con esa marea de palabras se sentirá mejor. ¡Qué fácil es escuchar, y qué difícil! Durante unos minutos la línea parece querer dar una tregua a ambos, una oportunidad para charlar sobre salidas, o al menos, sobre caminos por andar. Sólo una segundos.


Riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnng, riiiiiiiiiinnnnnng.

- Doctor, ¿sabe quien soy? Sí, soy yo, gracias majo. Me encuentro muy bien  sí, gracias por preguntar. Sí, estoy pasando un inverno muy bueno, no como el del año pasado, con aquella neumonía tan mala. No, no tengo bajones de azúcar  Sí, ya se que tengo que ir a hacerme los análisis este mes. Más delante, cuando afloje un poco el frío. Nada, hijo, solo quería que se pasara por aquí cuando acabara la consulta. Le he preparado un guiso de esos que tanto le gustan. Aquí se lo tengo preparadito para cuando pueda pasarse. Los niños todos bien, no, creciendo mucho. Mejor así. 

Sobre la camilla empieza a ponerse los pantalones un joven. Mientras espera a que termine la conversación, prueba su pierna izquierda oprimida por un vendaje que sujeta el tendón de Aquiles. Parece que nota alivio y sonríe. Cuando el médico se vuelve hacia él después de colgar el teléfono, le explica que ya empezaba a sentirse harto de ir de un lado a otro como una pelota de pingpong sin que nadie hiciera mucho más que mandarle antiinflamatorios.


Riiiiiiiiiinnnnng.

El esfuerzo zen por no estampar el auricular en la pared empieza a reflejarse en la cara del médico. El cansancio se acumula y la cafeína alcanza mínimos históricos en sus venas, así que la paciencia es un lujo asiático que empieza a escasear. La hoja de recados está llena. La primera frase le sale algo seca, a su pesar. La voz al otro lado está angustiada y pide perdón, como si hubiera podido ver a través del hilo la expresión de desgaste del médico.
El relato de la joven que está sentada junto a él se ha detenido en el cuarto o quinto absurdo motivo de consulta. Los espléndidos veintitantos que luce no deberían dejar espacio para tanta sensación de enfermedad, y él no sabe muy bien como revertir tanto miedo y tan minuciosa observación de cada uno de los fenómenos de un joven cuerpo en ebullición. Así que en general suele entregarse con ella a una escucha pasiva y despreocupada,  y a despedirla con afectuosas palmadas en la espalda.
Ahora ante la pausa impertinente, ella se calla respetuosa, como han hecho todos y cada uno de los sufridos espectadores de esa película en la que olvidaron poner el cartel de apaguen sus teléfonos móviles.
Cuando el médico cuelga, corta por lo sano la escucha pasiva y se pone en pie colocándose la bufanda y el abrigo, mientras explica que debe acudir sin falta a atender a un anciano que realmente le necesita. La joven se levanta amenazando con regresar con una lista aun más larga de problemas de esos de los de "como no vengo nunca", un poco mosca con ese "realmente" que el médico ha resaltado en su voz con rotulador fluorescente.


Cuando sale, se guarda a toda prisa en el bolsillo del abrigo el trozo de papel al que ya no le queda apenas espacio en blanco, lanza una última mirada al teléfono, y se detiene un segundo, como dándole una última oportunidad para despedirse. Como ocurre siempre en estos casos, el maldito chisme prefiere mantenerse en silencio por una vez.




1 comentario:

Juan F Jimenez dijo...

Has hecho bien en no poner final como en las peliculas que buscan cuestionar la realidad.
Pero la realidad siempre es tozuda:
La misma pelicula acabó hace pocos dias con una compañera que sufrió un infarto de corazon, continua en la UVI. Hace pocas semanas otro compañero sufrió una fibrilacion auricular al final de la misma película.
Y hace pocos años, otro compañero pagó con su vida ser el protagonista de la misma pelicula, por desgracia murió tras sufrir un infarto con 45 años dejando tres hijos huerfanos, la menor con dos años.
Por no hablar de otros finales mas lentos y agonizantes.
Creo que algo debemos hacer para cambiar esta realidad social patologicamente crónificada y autolitica para todos.