lunes, 12 de febrero de 2018

¡Sácame de aqui!

La residente está sentada en el despacho encerrada en su silencio. Los hombros se le hunden bajo el peso de las cuatro semanas que están a punto de concluir. Es una isla, una isla absoluta y totalmente aislada, una isla a miles de kilómetros mar adentro, alejada del tecleteo del ordenador, de las conversaciones entrecruzadas y las llamadas de móviles de sus compañeros del resto de las mesas del despacho, una especie de laboratorio de pruebas donde es difícil encontrar a alguien fuera de la veintena, los adjuntos ya no andan por allí, es la hora de los jóvenes, los residentes, afanándose ante las pantallas, rellenando evolutivos, solicitando pruebas, rematando informes de alta.


La habitación tiene ese aire de las series de abogados americanas, cachorros dejándose las pestañas, afanándose por sobresalir, por recibir una palmada condescendiente de sus maestros, que parecen caminar un palmo por encima del suelo, poseedores del aplomo que da la sabiduría y un contrato que aunque sea de mierda, les da el ansiado estatus de adjunto.


Pero ella sigue allí sola, sin teclear, sin mirar a la pantalla, sin responder a las bromas, sin escuchar los timbrazos del teléfono. Aún no lleva un año de residencia. Recuerda esos primeros tres meses en el pueblo como quien recuerda un sueño del que se despertó bruscamente, y que no consigue volver a soñar por más que lo intente cada noche al dormirse. Ha buscado lo fundamental de ese sueño en todos esos meses en el hospital, la cercanía a los pacientes, intentado crear lazos de confianza, mirarles a los ojos, cogerles la mano, sonreírles. Y ha mirado a su alrededor buscando esas señales en quienes la rodean, en la brevedad de las visitas matutinas, en las conversaciones frías con los familiares en los pasillos, en las caras asustadas que solo buscan un gesto de comprensión o de ternura.


Y en su ingenua juventud ha creído ver algunos de esos signos en éste o aquel, en esa enfermera sonriente que pellizca la cara arrugada de la abuela a la que cura cada mañana con el cariño de una nieta consentida, en el celador que ayuda a sentarse en la silla de ruedas con cuidado al anciano conectado al oxígeno y bromea con hacer un slalom gigante hasta la sala de rayos, o con el cirujano que hizo reír a todos en la habitación el día que fue a explorar una barriga y contó un chiste con todo el arte del ceceo más andaluz.


Pero son solo briznas de hierba en el desierto que está siendo para ella ese primer año. Tal vez había puesto sus expectativas a un nivel demasiado elevado. Ya le habían advertido que cada una de las rotaciones sería algo así como un melón, ya se sabe, abrirlo y comerlo, y esperar tener suficiente hambre si tienes la mala suerte de que esté pasado o sepa a pepino como para comértelo sin rechistar. A ella más bien le estaban recordando esos sobre sorpresa que comprabas de niño con toda la ilusión del mundo, para encontrarte al abrirlo con alguna decepcionante baratija que olvidabas casi al instante.



Así que ahí está, más que harta, deseando estar en cualquier otro sitio. Ella es valiente, aunque sabe que la valentía es confundida por los necios con la impertinencia, y sabe lo que significa en aquel pequeño microcosmos ganarte la etiqueta de impertinente, pero le da absolutamente igual. Ha preguntado sus dudas una y otra vez, aunque haya recibido en tantas ocasiones respuestas para niños díscolos que le parece que hubiera regresado a su colegio de monjas. Pero ella ha insistido, ha exigido razones, ha cuestionado actitudes, ha sugerido alternativas. Incluso ha tenido la osadía de sacar la cara por los médicos de cabecera cuando se les ha menospreciado en su jeta, como si ella no tuviera ya tatuado en su ADN esa Medicina. Y ha sacado las uñas cuando le han mentado a la madre del cordero aunque le haya costado alguna que otra mirada de quién es esta tía loca.


Pero su juventud tiene la carta en la manga de la constancia, y ella insiste, se busca sus mañas, vuelve a preguntar y el melón le vuele a saber al más agrio de los pepinos.


Pero ese día está al límite. Ha creado un vínculo afectivo con la paciente que visita cada mañana antes de irse para casa. Nunca tiene familiares. Le encantaría que le contase su historia, pero la mujer prefiere callar y ella respeta el silencio temiendo que esté preñado hasta las trancas de vergüenza. Advierte que sonríe cuando entra en su habitación a última hora, la llama mi doctora jovencita con todo el cariño. Ella la toma el pulso con el gesto cercano e íntimo que aprendió en esos meses de vida en el pueblo con su tutor. Lo nota irregular y débil, aunque tranquilo. Ella sólo quiere volver a su casa. Está harta de pruebas y del caldo de gallina de la cocina del hospital. En su casa tiene sus gatos y sus libros, y una ventana desde la que ve la torre de la Catedral, con eso le basta.



El médico ha decidido esperar un poco más. Aun necesita un par de resultados que confirmen su brillante diagnóstico. La residente le ha pedido que la de el alta; a la paciente, su diagnóstico le servirá de muy poco, solo una etiqueta más que no la impedirá seguir con su novela frente a la Catedral, mientras acaricia al gato en su regazo. Pero él se niega. No piensa dejarla marchar hasta que  el diagnóstico sea definitivo. Es por su bien. No, no es una tiranía, es lo que los pacientes viene buscando cuando llegan a un hospital, y es lo que el hospital está obligado a darles.


La residente está en su isla de soledad, harta. Ha decidido pedir un cambio de tutor para esta rotación. No está bien visto y supone que las cosas no se le volverán fáciles si se lo conceden, pero no lo soporta ni un minuto más. Sabe que puede dar por perdida una calificación brillante, pero ella sólo quiere ser la médico que quiere ser. Nada más. Y nada menos.

Saca el móvil y escribe un mensaje: me encanta que seas mi tutor y que me hayas enseñado la forma tan bonita que tienes de entender la Medicina. Hoy no he tenido un buen día-














1 comentario:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

Espero (y deseo fervientemente) que sigan existiendo residentes como la que describes y que entienden -más allá de los delirios de omnipotencia- que con frecuencia los pacientes no desean un diagnóstico a toda costa y a cualquier precio. (Tal vez, como esa paciente a quien solo le bastan ‘...sus gatos y sus libros, y una ventana desde la que ve la torre de la Catedral’).
Es difícil expresarlo mejor, Raúl.
Gracias como siempre por tus posts, amigo...