lunes, 9 de abril de 2018

Tradición familiar

En aquel verano de los diecisiete años, la cerveza se pasaba de mano en mano en una jarra enorme de cristal en la calle, en la misma puerta del bar donde la vendían sin pedir ningún tipo de carnet de identidad. Los camareros rellenaban las jarras de litro una y otra vez a los mismos chavales ruidosos, inconformistas y eternos que saboreaban la libertad que adivinaban a la vuelta de la esquina, en cuanto salieran publicadas las listas de admitidos de las facultades de la capital, donde terminaban casi todos ellos. Sí, eran otros tiempos. Aunque también eran los mismos tiempos.

El chaval moreno, delgado, de pelo rizado, pegaba su sorbo ritual de la cerveza  con ese automatismo de rebaño, antes de dejarla seguir circulando, mirando de reojo a las chicas que jugaban su propia partida en aquel maremagnum hormonal e inolvidable.

Un par de chicos bajaban la calle que llevaba de la plaza al recodo donde se concentraba la muchachada. Todos detuvieron los juegos y el trasiego ilegal de alcohol porque sabían que acaban de volver del campus de la capital y traían noticias frescas en ese mundo paleolítico en el que aun había que meterse sus buenos kilómetros entre pecho y espalda para buscarse en una lista.

- ¡Eh, tío! Estás admitido en Medicina.

El jovenzuelo sonrió bobaliconamente y se saltó el riguroso orden para pegarle un trago de campeonato a la jarra y dejarla dispuesta a la recarga. En medio de la algarabía que se formó, las enhorabuenas y las palmadas en la espalda, los abrazos y alguna mirada captada de estranjis desde el bando femenino, aquel esmirriado moreno se sentía como la chica que Di Caprio sujetaría en la proa del Titanic una docena de años después.


Cuando crees haber vivido con creces más de la mitad de tu vida, hay recuerdos que se escapan entre los dedos como la arena de la playa donde pisaban las gaviotas de Neruda. Y otros que siguen tan vivos como la primera vez que leímos cómo el poeta adelgazaba sus palabras como las huellas de esas gaviotas, solo para que ella las oyera. Así era el recuerdo de cómo entró en Medicina, como si estuviera grabado en un móvil cuya existencia entonces éramos incapaces de imaginar.

No había ningún tipo de tradición familiar que le llevara hacia la Medicina, no hubo un padre o una madre que hubieran pasado sus noches en blanco preocupados por el dolor de un paciente, un abuelo que recorriera las calles de un pueblo con un maletín de cuero en la mano. Nunca supo por qué ni cómo llegó a la Medicina, ni tampoco es capaz de recordar el momento exacto en que se enamoró perdidamente de ella. Se siente más bien como el príncipe hastiado al que le arreglaron un matrimonio de estado con una princesa a la que los trovadores no habían hecho justicia.    Pero sabe que no la cambiaría por nada del mundo.

Ha pasado la vida por sus años. Ha pasado y ha ido dejando sedimentos que le han hecho más vivo, y que también le han acercado un poco más a la muerte. Pero el camino está hecho sin duda para ser disfrutado. La casa está tranquila porque las tropas se han retirado a sus cuarteles de invierno. Cuatro hijos es una locura de esas que algunos llaman maravillosa, mientras otros hacen girar sus índices en la sien de forma suficientemente significativa.

Al médico le gusta que pregunten a sus hijos qué quieren ser de mayores. Se hincha como un pavo cuando responden desde su inocencia infantil o desde su enfurruñamiento perpetuo adolescente. Aquellos buenos chicos a los que ha cambiado cientos de pañales, que le han robado horas de sueño para llenar mil cuevas de Alí Babá, esos que llevan su vida oyendo a su padre contar hazañas gloriosas de su profesión, que en los momentos más duros, sólo han escuchado alabanzas hacia esa Medicina que le convierte cada día en el tipo más afortunado del mundo, esos chavales contestan "médico" con el fervor de la fe infantil.


Han dejado sus mochilas en la entrada, preparados para mañana, ilusionados con el comienzo del nuevo curso. El médico está sentado en la escalera de su casa. Ojea el cuaderno de su hijo mayor, del adolescente en quien adivina sus gestos, su propia rebeldía, en quien recuerda su juventud y quien le marca el tic-tac del paso del tiempo.  Pasa las hojas con la curiosidad del que cotillea un diario robado. No se hace ilusiones, sabe que los deseos de los padres tiene el mismo valor que el deseo de que nunca crezcan y sigan siendo niños a nuestro lado. Sabe que la vida ya se preocupará de tornar las palmas del sueño en las lanzas de la realidad. No pasa nada, hay que saber quien tiene siempre las de ganar.

Pero se detiene en la pregunta que hay impresa en una de las primeras páginas del cuaderno, contestada con la letra apresurada e ilegible de la juventud.

- ¿Qué profesión te gustaría ejercer en el futuro?

Lee la respuesta casi con ansiedad pero sin poder evitar una enorme sonrisa

- Médico de cabecera.

















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