lunes, 28 de mayo de 2018

Adiós a la inocencia

Hacía un año de aquellos tiempos felices. Hacía un año de esas sonrisas, con la mitad de la boca derrochando ilusión y la otra mitad temblando de miedo. Un año. Ahora, en esos minutos previos a que el cansancio le venza, la residente se permite un momento de reflexión, una vistazo de moviola con una R bien grande en la esquina de la pantalla, como en los tiempos de la tele de una sola cadena.

Algunas se habían conocido en algunos de esos peregrinajes comunes que forman el via crucis particular de quienes por fin van a empezar a sentirse médicos. Firma este papel aquí, vuelve a firmar otra vez y una vez más sobre la línea de puntos y con cien mil folletos bajo el brazo, acabas de acceder al paraíso en la tierra. Eran instantes acumulativos, sensaciones que se escapaban según eran desplazadas por la siguiente, en una concatenación hermosa de emociones e inocencia que difícilmente vuelve a repetirse.


Finalmente, todos se reunieron en la bienvenida oficial, una sucesión de parrafadas que terminaban siendo una especie de presentación de la mercancía en el mercado de esclavos de Siracusa, aunque sin el divertimento de las togas. La idea de todos esos residentes mayores pregonando las bondades de sus centros y tutores, mientras éstos asisten callados, subidos a un atril expositor enfundados en sus togas romanas era indiscutiblemente hilarante, aunque a esas horas de la noche casi no le quedaran fuerzas para contraer los risorios.


Aquellos días todo era sorprendente, todo se vivía en una amalgama de nervios y camaradería que enamoraba: los primeros cursos en un salón de actos abarrotado, la palabra guardia en boca de los adjuntos de urgencias, una palabra que hacía sudar cada poro de la piel del novato de terror, el probarse los pijamas y las batas, y seguir acumulando papeles y más papeles. Luego, poco a poco, fueron llegando los paseos por la ciudad, las reuniones en las cervecerías compartiendo los miedos entre sorbos de cerveza fría, y las primeras rotaciones, el bombardeo impenitente de cursos y cursos, el pisar por primera vez los pasillos de urgencias como corderillos asustados, mirándolo todo y a todos con la excitación de lo nuevo y la convicción implacable de que no seremos capaces, aunque lo seremos, la consulta al lado de ese señor que podría ser tu padre o un hermano mayor, y que te sonríe porque recuerda como temblaba él sus primeros días y quiere que sólo tiembles los primeros diez minutos, o esa señora que no ha parado de darte consejos tan absolutamente relajada como si estuviera charlando con una amiga de toda la vida.



La residente hace un esfuerzo sobrehumano y consigue una contracción casi perfecta de ambos risorios dirigida a la negrura de la habitación y a su paz interior. Era sin duda la edad de la inocencia, y había sido muy, muy hermosa.


Por eso, por su hermosura, haberla visto ajarse poco a poco resultaba más penoso y desconsolador. Había pasado un año. Un año duro. Había habido luces y sombras, como en la vida. Había habido momentos en que parecía caminar sólo por las sombras, como si la residencia se estuviera desarrollando en un Gotham sin su Batman, ni si quiera sin un pobre Robin que llevarse a la boca. Había vivido sombras en rotaciones donde podría haber cortado con un cuchillo de mantequilla la indiferencia con la que la recibían cada mañana, donde le habían colocado en un rincón para no molestar, donde nadie conseguía recordar sus cara. Había vivido sombras en guardias donde debía soportar presiones de cinco mil newtons por metro cuadrado sobre la frágil cáscara de huevo que protege al residente de primer año, y al sentir resquebrajarse la cáscara, había intentado cegar la grieta con lágrimas, sin conseguirlo, aunque llorara ríos. Había vivido sombras con compañeros dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguir una buena puntuación, dispuestos a vender su alma a cualquiera de los cien mil diablos que sobrevuelan cada día este mundo de la Medicina, con tal de buscar su pequeño hueco en el hall de la fama efímera del hospital, o del centro de salud, o de la frágil memoria del influencer de turno.


No es que fuera rencorosa, aunque fuera capaz de pormenorizar casi cada una de esas sombras mejor que el más detallista de los Grey, no. Es simplemente que le dolía haber perdido esa inocencia con el dolor desgarrador y duro de quien sabe que ya nunca la volverá a recuperar.


Pero no era su estilo vencerse al cansancio sin su ración de ying anti-yang. Así que decidió dedicar los últimos minutos de la consciencia, esos tan mágicos que a veces se confunden con los sueños, a recordar el incontable número de veces que había vivido en ese año en la luz más diáfana y primaveral,  la de la sonrisa de los pacientes, la del adjunto que se detiene y te escucha, como si aquel día no hubiera ninguna otra cosa importante que hacer, la del compañero que te guiña un ojo en el pasillo de urgencias y te hace sonreír el tiempo justo para convertir los nubarrones de tu cabeza en cúmulos algodonosos, la de la compañera que desayuna contigo la mañana después de una vigilia de ojeras y piernas de plomo, la del tutor que te manda un mensaje al móvil la tarde antes de una presentación. Y esas luces van poco a poco mezclándose con seres absurdos y lugares imposibles en una mezcolanza de neuronas que se van apagando, permitiéndose una última sonrisa pegada a la almohada subrayando una frase dibujada en el cerebro medio dormido en colores lisérgicos: soy médica, ya ha pasado un año.















1 comentario:

Anónimo dijo...
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