lunes, 14 de mayo de 2018

La carretera

El médico tuerce el morro cuando se asoma a la puerta de las urgencias del Centro de Salud; el campo luce el blancor inmaculado de la nieve recién caída, como le gusta ponerse al campo en esas ocasiones, de postal de Navidad. Precioso. Otra cosa es la carretera, allí la nieve se pone el mono de faena marrón barro que pega mucho mejor con las rodaderas de los coches y los camiones que llevan desde la madrugada marchando a trabajar a la capital. En fin, nada que no haya visto cientos de veces antes, nada que no le haya hecho torcer el morro cientos de mañanas tras una guardia antes.

Son las mañanas como aquellas las que le hacen recordar los años que delata el carnet de identidad, cinco más de los que le permitirían haber dejado de pasar noches en los cuarteles de invierno, y de primavera, y de verano y de otoño. Pero la universidad es una amante caprichosa que le mete unos mordiscos a la cuenta corriente capaces de rivalizar con los gastos de un mormón trígamo sin salir perdiendo, y la posibilidad de abandonar esas sábanas duras logeadas con unas rayas azules y el acrónimo del servicio de salud, fue sólo un pensamiento tan fugaz como el polvo de estrellas incinerado en la atmósfera.


Y no, no había sido aquella una guardia especialmente mala. Había mantenido su costumbre de no acostarse nunca antes de la una, esperando al rezagado que no quiere meterse en la cama con ese no se qué que le ronda desde la mañana, aunque aquella noche no había hecho acto de presencia, una rareza. La mesilla de noche repartía su pequeño espacio entre el teléfono, los trozos de cuartilla con el bolígrafo encima pendiente del aviso nocturno, las gafas inevitables y el reloj. Siempre le había desagradado acostarse con los calcetines puestos, pero era una servidumbre inevitable para disminuir el tiempo de reacción y hay que pagar ciertos tributos. Y como cada una de aquellas noches, no había sido fácil conciliar el sueño, a pesar de unos huesos que chirriaban tanto que temía despertar a la enfermera en la habitación de al lado, a pesar de tener todo el sueño del mundo acumulado en unos párpados superiores de auténtico plomo, a pesar de sentirse verdaderamente viejo y cansado. Al final, como cada una de aquellas noches de guardia, había tenido que conformarse con un duermevela que no había dejado contento ni a sus músculos ni a su cerebro, y encima darse con un canto en los dientes porque en esa noche de perros nadie se había atrevido a aventurarse hasta el centro, y nadie había cedido a la tentación de echar mano del teléfono para interrumpir el descanso del guerrero. Una buena guardia.


Pero hasta las buenas guardias tocan los cojones, y el café tamaño Starbucks que se había metido entre pecho y espalda aún no había dado el empujón cafeínico al centro de control. Decidió echarle una mano con una ducha, algo que no solía hacer porque uno con los años se vuelve animal de costumbres y donde estuviera su ducha, y su taza del wáter, que se quitaran sucedáneos. Sólo recurría al arreón del agua fresca en el propio centro cuando se notaba pastoso, y esa semana se había hecho dura, con el tiempo horrible castigando sin piedad a los ancianos de sus pueblos, atrincherados en sus casas junto a los braseros, multiplicando las visitas, los traslados de unos pueblos a otros por las carreteras resbaladizas, los limpiaparabrisas moviéndose sin parar con cadencia de ritmos caribeños y los hocicos pegados al cristal para poder ver algo mientras conducía. Así que aquella guardia era la traca final de una semana de perros de esas en las que, sin embargo, se sentía como pez en el agua.



Duchado y repeinado, volvió a asomarse a la ventana para volver a torcer el morro. El campo seguía prístino bajo el gris plomizo y deprimente de un cielo absolutamente encapotado, pero la carretea empeoraba a marchas forzadas, cada vez más sucia, mojada y amenazante. El trayecto hasta su casa no era largo, apenas cuarenta kilómetros. Los primeros diez por esa carreterucha de doble sentido que se ponía hecha un asco cuando caían cuatro copos, y el resto, por una autovía que lo que lo que ganaba con su asfalto de penúltima generación, sus arcenes y su cartelería electrónica, lo perdía por las hordas de coches que se lanzaban desenfrenados a la capital a un kilómetro por debajo de la velocidad que detecta el radar, tan pegados unos a otros que los conductores casi empañaban con sus alientos los cristales traseros del coche que les precedía, donde un mínimo toque de freno provocaba un efecto dominó de chirridos y luces destellantes de kilómetros. La locura de todas las mañanas.

El médico iba a pasar por uno de sus pueblos antes de volver a casa. Era apenas un desvío de cuatro o cinco kilómetros, para recoger a una paciente que tenía que acudir a una cita con el cardiólogo. Se lo había comentado la mañana anterior cuando fue a visitar a su padre que se peleaba con los mocos verdes que estaban de campamento en sus bronquios de fumador de Celtas cortos. Era algo que hacia con cierta frecuencia, compensaba en parte los horrorosos horarios de los dos únicos autobuses que llevaban a la capital, en un viaje de más de  una hora que te obligaba a llegar allí casi antes de que se acostaran los más trasnochadores, y prácticamente pasar el día entero haciendo tiempo para volver a casa hasta la salida del autobús de vuelta. Además conseguía compañía, una charla amena que le mantenía más despierto al volante que el mejor de los Red Bull, aunque sin darle alas, claro.


Al coche le costó algo arrancar. Era un todo terreno, casi inevitable para bregar con las nieves y esas carreteras comarcales, pero se le notaban ya los quince años que arrastraba y los trescientos mil kilómetros que le contemplaban. El médico sonrió con el ronroneo algo asmático del motor, aun tendría que dar mucha guerra, como él. Como había visto desde la ventana, la carretera estaba mal, en una mezcla peligrosa de barro, nieve y algunas placas de hielo, pero el mastodonte que conducía digería bien esas dificultades y en poco menos de quince minutos lo dejaba al ralentí ante la puerta de la paciente, que en cuanto escuchó el motor, salió apresurada y se montó dedicando los cinco primeros minutos a los agradecimientos pertinentes.


El viaje se ajustaba a los esperado, charla amable sobre el padre de la mujer, el maldito tabaco que llevaba quemándole los pulmones desde que era casi un niño y que nunca fue capaz de dejar del todo,   cosillas sobre las próximas fiestas, algún cotilleo sabroso e inevitable y alguna consulta propia y familiar, como no podía ser de otra manera cuando pasas el tiempo en un sitio tan pequeño con un médico. El sueño se iba diluyendo poco a poco en los efectos de la cafeína, el agua de la ducha y la conversación de carretera. En la autovía el tráfico respondía a su calificativo de hora punta con precisión infernal, obligando al médico a redoblar precaución y atención a partes iguales. El cuerpo responde reconociendo las rutinas de forma inconsciente, lo que debería hacerlo todo más fácil, pero aquel día la carretera y sus placas de hielo no pensaban poner nada de su parte, ni tampoco que todo el mundo sacara su coche por miedo a la nevada que parecía prometer el cielo, ni que el cansancio no se  hubiera retirado vencido, sólo hubiera quedado en segundo plano, pero siguiera haciendo de las suyas en los reflejos y en los sentidos.

Todo ocurrió como ocurren siempre estas cosas, de esa forma que sólo son capaces de reproducir los científicos de los atestados, cuando las ambulancias retiran de entre los hierros retorcidos, chapoteando entre el barro y la sangre, a esas dos personas que al levantarse aquella mañana, seguro que no pensaron en cuántos sueños les quedaban aún por cumplir.


(Este es mi pequeño homenaje al compañero que falleció recientemente en un accidente de tráfico junto con una paciente a la que llevaba a la capital. No es su historia, ni siquiera se si tiene el más mínimo punto de conexión con la realidad. Es solamente una historia más, que pudo pasar, o que puede que pase. Con mi más sentido pésame para ambas familias).





No hay comentarios: